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Primera biblioteca pública roquera en México

José Agustín en la Vasconcelos

Noviembre, 2023

Fue menospreciado, censurado y perseguido por todo el aparato del Estado mexicano durante los años setenta y ochenta del siglo pasado. Luego en los noventa, con la globalización (y el capitalismo salvaje), el salinismo lo recibió con las manos abiertas. Desde entonces, en México, el rock se volvió un producto oficial y legal, aunque —por lo mismo de su historia con este país— con muchos huecos por llenar. Por eso el anuncio de la primera biblioteca pública dedicada al acervo roquero —que además llevará el nombre del escritor y cronista musical José Agustín— es una gran noticia. La idea de organizar y crear este espacio, en la Biblioteca José Vasconcelos —en Buenavista—, ha provenido de dos avezados melómanos: Juan Jiménez y Antonio Pantoja. El periodista y veterano cronista musical, Víctor Roura, nos habla de ello en el siguiente texto.

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La idea originaria proviene de dos avezados melómanos: Juan Jiménez y Antonio Pantoja, cabezas plantadas sabatinamente en el Tianguis del Chopo, si bien nada tiene que ver este mercado con la instalación de la primera biblioteca pública dedicada al acervo roquero que será inaugurada el sábado 18 de noviembre, a las 17 horas, en la José Vasconcelos —en Buenavista— que dirige José Mariano Leyva Pérez-Gay, mismo que participa en la conferencia inicial junto con Juan Jiménez Izquierdo y David Cortés, luego de lo cual el grupo Faustófeles ofrecerá una audición a los asistentes.

Antonio Pantoja me cuenta que, por lo pronto, han donado, tanto él como Juan Jiménez, “alrededor de 200 ejemplares entre libros y revistas” sobre todo, estas últimas, creadas en México ya que los libros no necesariamente deben estar firmados por escritores nacionales: mientras el tema sea roquero y traducido al español, no importa si el autor provenga de Japón o de las Islas Fiji.

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En realidad José Agustín escribió varios libros roqueros, aunque si se los lee de corrido vienen a ser uno y el mismo, si bien de manera desordenada e incluso desperdigada. Todos sabemos que de quien más ha escrito en este terreno es de los Rolling Stones, pero que su grupo del alma es Procol Harum, y lo confesó en el volumen Los grandes discos de rock: “Si trato de ir hasta el fondo, pero de veras hasta el fondo de mí mismo —confesaba—, debo reconocer que mi grupo favorito de todos los tiempos es Procol Harum. Me pega durísimo”.

Debido justamente a estas sesiones tan disparejas de José Agustín en el rock, hasta ese momento, a principios del siglo XXI, nadie hubiese creído que el conjunto de Gary Brooker (1945-2022) era el que le llegaba hasta el alma. Y es éste precisamente el punto en que quiero centrar el asunto: la desproporción de la distancia crítica de José Agustín, ese revolver aparentemente sin definición alguna una cosa con otra, lo hace un comentarista no agudo aun siéndolo, un analista disperso cuando es en la práctica un organizado historiador, un reseñista distraído cuando es un hombre centrado en sus puntos de vista. En la segunda edición de su Nueva música clásica, la del sello Universo a mediados de los ochenta del siglo XX, ya por fortuna corregida y discretamente aumentada por su autor, nos cuenta que en 1975 seguía escuchando todo lo que grababa Procol Harum cuando se entera de que viene a México: “Como tiro me apunté para conocerlos y entrevistarlos —decía—. Realmente todos eran unos introvertidos del carajo (Keith Reid, impenetrable), salvo Brooker, cantante, pianista y compositor genial. Con él cotorreé todo el tiempo: me dijo que andaban crudos, lo cual era más que evidente. Al final, B. J. Wilson, uno de los mejores batuquistas del mundo, le entró al cotorreo. Pero por más esfuerzos que hice, la onda nunca se puso realmente buena. Los conciertos, sin embargo, sí lo fueron. Estoy seguro de que Procol no se hallaba en sus mejores momentos ni a chingadazos y que el show que nos reventaron estaba excesivamente programado, pero aun así fue un verdadero ondón”.

En El hotel de los corazones solitarios, editado por Nueva Imagen en 1999, apenitas hay una mención, como de pasada, de Procol Harum: “Los intensos teclados de Gary Brooker y Matthew Fisher, y las letras de Keith Reid, eran perfectos. Procol Harum fue siempre un gran grupo de rock hasta que se disolvió en 1980”.

Eso es todo.

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No es sino hasta el primer, y único, último, tomo de Los grandes discos de rock (Planeta, 2001) cuando, por fin, José Agustín se desnuda: “Un par de años antes, en el 75, Procol Harum, que para hablar en términos realistas ya se hallaba en decadencia, dio dos grandes conciertos en México. A mí me tocó pasar una mañana con Gary Brooker y B. J. Wilson, los más extravertidos, porque Keith Reid era de la estirpe de poetas que no hablan por nada del mundo. Les dije que eran mi grupo preferido de todos los tiempos, pero que fue trágico que Matthew Fisher y Robin Trower se hubieran ido. Gary Brooker respondió con un suspiro, y los suspiros, como se sabe, son válvulas de escape del alma”.

Portada del libro de Federico Arana, Guaraches de ante azul.

Perfilado el entorno roquero, uno confusamente se pregunta para qué tanto vuelo, entonces, a los Rolling Stones de parte de José Agustín. Ningún otro conjunto ha ocupado tanto espacio en su pluma. Y es cuando levanto la voz: la crítica de rock en México sólo se ha dedicado a proseguir la mitificación musical, no a reconsiderar sus entrañas. Porque, vamos, un roquero como nuestro José Agustín —que el próximo agosto cumple ocho décadas de vida—, intelectual que jamás se ha afiliado a ninguna asociación sectaria literaria, que ha caminado con dignidad por su propio pie en los recovecos de la estigmatizada maquinaria cultural, ya está distanciado, desde hace varios años —incluso antes de su retiro a causa de sus padecimientos—, de la inamovible percepción del rock, que desde el segundo lustro de los ochenta fue completamente aniquilado por la industria discográfica transnacional. Y en México, ingenuos que somos, cooptados displicentes, aún creemos que un ya octogenario Mick Jagger, por ejemplo, es un héroe de las rebeldías sociales de la contracultura (¡como si este artefacto comunal todavía existiera en el cuerpo del rock!). Si ya cantan, o han cantado, al unísono un Elton John con los Backstreet Boys no significa que el pop haya por fin derribado las obvias diferencias del mercado juvenil, sino que los estrategas del mercado han uniformizado con destreza las diversas etiquetas de lo pop al grado de que, ahora, no existen fisuras en la maniobra mercadológica pues el rock ocupa (¡y por rock ahora debe entenderse genéricamente cualquier ejercicio musical moderno, incluyendo al reguetón e incluso al grupero!), ya, una sola e interminable hilera en el centro comercial, aun sin compactas grabaciones. Después de Enrique Iglesias puede subir a la escena, sin complejos, Neil Young a compartir el mismo público. Si antes hubiese sido incomprensible un dueto entre, digamos, Pete Townshend y Donny Osmond era porque el propio rock, y sus roqueros, sabían diferenciarse de sus colegas. Por la naturaleza de su oficio, el mismo género de la música podía unirlos en una tienda de discos pero nunca ubicarlos en un mismo sitio o escenario. Cada uno tenía su lugar, y no eran caprichos de dignidades sobradas ni de presunciones farragosas. Era, simplemente, la superioridad creativa la que denotaba los brillos particulares. Pero aquí seguimos hablando del rock en los mismos términos que lo veníamos haciendo desde los setenta. Lo puedo entender, acaso, de toda esa barahúnda de comentaristas que le nacieron al rock luego de rebasados los ochenta, pero no de una personalidad como la de José Agustín, que ha estado imbuida mero adentro del rock no por la gracia anodina del reflejo condicionado de los medios electrónicos (tal como lo están ahora la mayoría de los jóvenes del mundo) sino por la básica vivencia. En esta perspectiva es necesario subrayar que este grande escritor nos quedó a deber, desde hace ya varias décadas, un buen libro de rock: si en el plano narrativo ya nos ha entregado piezas esenciales, deslumbrantes, del rock mexicano (como su magnífico e inigualable cuento “Cuál es la Onda”), ¿por qué José Agustín, con toda esa potencia suya literaria, se empeñó en negarnos el vital libro de rock hecho desde México y le cedió el terreno a don Federico Arana, que con Las jiras o Guaraches de ante azul ha tomado la batuta en estas lides?

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Recuerdo, en mis años universitarios, a mi maestro de literatura, al buen Antonio de Tavira, que nos decía en clase, allá por mediados de los setenta del siglo XX, que no leyéramos gracejadas como las de un autor como José Agustín y nos recomendaba, con amplitud, las lecturas de Agustín Yáñez. Yo levantaba la mano para contradecirlo.

—Ha leído usted mal a José Agustín —decía al buen Antonio, y ambos nos enfrascábamos en una sabrosa plática acerca de los pormenores en los relatos sucios u orondos, profundos o de aparador, vertiginosos o decadentes, ante la indiferencia de todos mis demás condiscípulos.

Portada del libro de Federico Rubli.

Porque a José Agustín lo había leído desde mi primer asomo a las letras, y he admirado, sí, su admirable despliegue de voces, su orgulloso desparpajo, su recorrido por los fondos pasillos del alma de la búsqueda y el extravío de los hombres que abandonan, a veces sin percatarse del todo, su vieja adolescencia, su maravilloso reinado de la invención narrativa. Por todo eso y más, quizás, es que insisto en que nos quedó a deber, ya, un libro sobre rock, pero no el de la reproducción de los mitos y bondades del imperio anglosajón, que de esos ha elaborado uno otorgándole disímiles variaciones en diversos tomos, sino el de las entrañas mismas de esta tierra nuestra con su propia respiración, su propio latido, su propio canto.

No todas las piedras rodantes, y permítaseme de nuevo la redundancia, ruedan con el mismo sonido. No porque un disco le guste a mucha gente va a ser necesariamente un disco bueno. He aquí el riesgo de la confección de un libro como éste de José Agustín (Los grandes discos de rock). Habría que empezar por dejar atrás los viejos mitos, pues no por ser sólo rock and roll tiene forzosamente que gustarnos. Empezar por saber que, finalmente, los Stones no siempre tienen la razón.

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Libros como los de José Agustín (Guadalajara, 1944) y los de Federico Arana (Hidalgo, 1942, el más prolífico en la autoría de volúmenes sobre la música con una decena, por lo menos, de libros que han puesto, ponen, a reflexionar a los lectores sobre el estado del rock, sobre todo, mexicano), por supuesto, deben de estar en los estantes de la nueva biblioteca roquera, indispensables ambos autores para que la nueva colección bibliográfica pueda llevar orgullosa y ostentosamente el rubro de digno acervo musical.

Antonio Pantoja me revela, a propósito, cómo se va a llamar el nuevo centro bibliográfico:

—Básicamente el proyecto lo ideamos Juan Jiménez y yo para fomentar la lectura entre los jóvenes sin costo alguno, ya que los libros están muy caros. Y los muchachos no tienen el dinero suficiente para comprarlos. El proyecto se va a llamar Fondo Documental José Agustín en honor al gran escritor que, de alguna manera, nos inició en la lectura de la onda y del rock.

200 discos chingones del rocanrol mexicano, libro coordinado por David Cortés y Alejandro González Castillo.

Asimismo, Pantoja también nos entrega una primicia al decirnos los nombres de los autores que, hasta este momento, han donado los libros que ellos mismos han escrito: Federico Arana, David Cortés, Rodrigo Farías Bárcenas, Federico Rubli, Rafael González, Tere Estrada, Raúl de la Rosa, Xorge Velasco, Mario Domínguez, José Hernández Riwes, Roberto Vásquez, Merced Belén, Arturo Olvera, Humberto Manduley, Vicente Terán, Liliana García, Juan Jiménez, Jaime Flores, David Moreno, Jorge Cervera y Luis Kelly, y cada vez se van sumando más autores, “la mayoría de los cuales son mexicanos y uno que otro extranjero”.

Dice Pantoja que el 90 por ciento del material que han recibido es de rock mexicano “y lo demás es rock en general”.

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