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Las crónicas imposibles de Fernando de Ita

El periodista y crítico teatral mexicano ha puesto en circulación «El pensamiento mágico», una selección de sus más variopintas crónicas

Marzo, 2024

Fernando de Ita es un hombre de tinta y un hombre de teatro con medio siglo de experiencia. Nombre esencial e imprescindible en el periodismo cultural mexicano, ha colaborado en viarios de los más connotados diarios y revistas de nuestro país e Hispanoamérica. Con dos libros emblemáticos en su haber: El arte en persona y Telón de fondo, ahora suma a ellos El pensamiento mágico: crónica de lo imposible, una selección de sus más variopintas crónicas. Apuntan los editores: “El autor de este libro escribió su primera crónica en la ciudad de Nueva York en 1970, y desde entonces ha viajado por los cuatro rumbos atesorando experiencias que la razón sólo puede calificar de inverosímiles. Volar por el Cañón del Sumidero en la grupa de una bruja Tzotzil, o viajar de cuerpo entero al siglo XI dentro del túnel secreto de la pirámide de Cholula, sólo puede ser un delirio. Sin embargo, luego de leer estos episodios el lector vislumbrará que hay imposibles que son ciertos, que ocurren al menos en la experiencia de quien se interna fervorosamente en la oscuridad del Misterio”. Con la invitación a adquirir el libro —publicado en edición Kindle—, ofrecemos a nuestros lectores una de las crónicas incluidas.

El fulgor divino

En el pueblo tzotzil de San Juan Chamula tuve una experiencia sobrenatural. La iglesia católica del poblado era en aquel tiempo el centro religioso de las comunidades circundantes, aunque ya se notaba la segregación de varias iglesias protestantes. Como fuera, la conmoción espiritual que me provocó aquel templo, sin otro estupefaciente que el intenso olor a sudor humano y al cebo de cientos, quizá miles de velas y veladores que ardían con un fulgor que jamás volví a ver en mi vida, aún me estremece. Fuera de la iglesia estaba el mundo profano, pero al cruzar la puerta entrabas a la dimensión sagrada del corazón del hombre. Ni en la Basílica de San Pedro ni en las portentosas catedrales europeas y americanas que he conocido encontré eso que hace la diferencia entre amar a Dios, de palabra, y adorarlo en espíritu. La devoción de aquella corte de los milagros, compuesta por mujeres, hombres y niños desarrapados, que le ofrecían coca colas a las vírgenes y los santos, del mismo modo que un sultán puede ofrecerles sus más costosas joyas, era sobrecogedor. Había ancianos dormidos, niños jugando, parejas hincadas elevándose al cielo con su oración. Cada uno hacía su propio ruego, pero el rumor general era un mantra que te metía de lleno a la plegaria. Por primera vez en mi vida me hallé implorando por mi salvación. ¡Sálvame, Señor, ¡de este valle de lágrimas!

Por el contrario, lo que hizo aquel Dios fue lanzarme al ridículo más penoso de mi currículo. Ya en el mundo ladino que prolifera en torno a los turistas que van a fotografiar indígenas y a comprarles artesanías, le invité unos tragos de posh a un grupito de cabrones con la idea de que me llevaran a conocer a un brujo famoso de la región que según mis informantes blancos se llamaba Edelmiro. Como ninguno de los ahí presentes dominaba realmente el español, y como yo no entendía una palabra de Tzotzil, fue complicado concertar la cita.

Para lograrla, ya no invité la tercera copa del aguardiente que hacen por los rumbos de San Cristóbal de las Casas fermentando maíz, piloncillo y caña, pero quedé en comprar una olla de posh —en la que destilan 20 litros de aguardiente— si llevaban al brujo a la construcción de adobe, sin puertas ni ventanas, a donde estábamos tomando. Quedamos de vernos al caer el sol.

Portada de El pensamiento mágico, libro de Fernando de Ita.

Cuando se hizo de noche había por lo menos 15 ladinos y unas cuantas mujeres que les servían aguardiente de la olla, que pusieron prácticamente entre mis piernas porque yo era el Patrón del Posh. Pasado un tiempo contemplé algo insólito como visitante de diversas comunidades indígenas: algunos de los hombres les tanteaban las nalgas y los pechos a las mujeres de edad que los atendían. Para mí la más joven tendría 50 años, pero luego me enteré de que la mayor tenía 35. Las tocaban de manera grotesca. Más como un golpe que como una caricia. A la mitad de la olla estaba yo tan “posheado” que les dije basta. Si no aparece ya el brujo Edelmiro tiro la olla al piso. Todos entendieron mis gestos y la trascendencia de mis palabras (tirar media olla de 20 litros de posh al piso de tierra habría sido un sacrilegio). Todos dejaron de tomar y a los 10 minutos apareció una comitiva con una mujer llamada “la Abelarda”, en cuya divina grupa volé por el Cañón del Sumidero, famoso por su cauce, por sus acantilados y por sus cocodrilos.

Primero me encabroné porque yo esperaba a un brujo. Pero como el posh ya me permitía comprender lo que me decían sin entender nada, me presté a la ceremonia. En un instante se vació el cuarto de adobe que servía como cantina y todos los asistentes se apostaron en las dos entradas sin puerta y las tres ventanas sin ventana que conformaban el lugar del espectáculo. Nunca nombrado de mejor manera como se verá enseguida. La mujer llamada Abelarda estaba vestida con un huipil blanco sembrado de flores y su abundante cabellera ocultaba la mayor parte de su rostro. Tenía una figura delgada y unas piernas soberbias que captaron toda mi atención en cuanto me tendió al piso desde donde pude contemplar, a pesar de la penumbra, que no tenía calzones.

Lo que vi me trastocó el cerebro. Esa mata de pelo negra y ensortijada me llevó a la ensoñación más potente de mi vida. En mi recuerdo, la mujer se subió el huipil, se hincó en mi sexo y en cuanto sentí el suyo salimos disparados de aquel mundo paupérrimo para volar desnudos y acoplados por sobre esa falla geológica de la tierra en la que el río Grijalva revive el origen del Mundo, cuando las aguas dominaron el planeta. Ahora sé que el Sumidero tiene acantilados de mil 300 metros de altura y que en su garganta el río alcanza los 250 metros de profundidad. En ese momento sólo era el hazmerreír de los chamulas que, cagados de risa, veían cómo me revolcaba en el piso de tierra con una mujer de 65 años a quien conocían como Abelarda, la Chimuela, porque le faltaban los 4 dientes incisivos de la boca. Aunque su fama venía de su sexo, porque, por alguna razón que nadie discutía, tenía el poder de llevarse volando a los enfermos de amor al Cañón del Sumidero para curarlos. Tienen todo el derecho a no creerme, pero fue hasta que me lo dijeron que caí en la cuenta de que yo había hecho ese viaje herido por la traición de una mujer a la que yo traicioné primero. Sólo que en lugar de poner una y mil veces un disco de José Alfredo Jiménez, me fui a volar con la Abelarda por el Cañón del Sumidero.

El pensamiento mágico: crónica de lo imposible, de Fernando de Ita, puede adquirirse en Amazon, en edición Kindle, en el siguiente enlace: aquí.

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