Relatario: Edición Especial

Mar mudo

Abril, 2023

“Matamos lo que amamos. Lo demás
no ha estado vivo nunca”.
Rosario Castellanos

Deberíamos ir al mar.

Así lo dijo, como lo dicen las madres y las esposas: una orden que no es orden, una orden disfrazada de sugerencia, como lanzada al desgaire, una indirecta sin destinatario preciso, pero de la que el aludido debe acusar recibo.

Y como desayunaban ellos dos solos —desde que la más pequeña de las tres hijas se casó y había abandonado aquella casona de seis recámaras, cinco baños y tres sirvientas, un chofer-ayudante y un jardinero—, él ni siquiera asintió. Tan sólo la miró por encima de las hojas del periódico y le dio otro sorbo al café. Aunque se opusiera, se terminaría haciendo lo que ella deseaba.

—Hace mucho que no vemos el mar.

Ella hizo los arreglos respectivos sin pedirle opinión alguna. No era necesario. Ella ya sabía lo que le gustaba a él, pues asumía que era casi siempre lo mismo que ella deseaba.

—Todavía existe el mismo hotel al que fuimos antes de que naciera la Nena.

Eso había sido hace 25 años. Él apenas recordaba aquel viaje. Ella arregló las maletas, les dio santo y seña a las hijas, giró instrucciones a las sirvientas y el chofer los llevó al aeropuerto. Una semana en Manzanillo. En el avión, ella hizo migas de inmediato con la vecina de asiento. La cantinela de las voces le sirvió de arrullo. Pidió dos vodkas y empezaba a cabecear, mientras trataba de sumergirse en las páginas de la novela policiaca recién comprada, cuando el capitán avisó por el altavoz que iniciaban el descenso.

El cielo estaba encapotándose sobre el mar azulísimo. Había amenaza de tormenta para la tarde. Marbella era el nombre del hotel. Él no lo recordaba tan grande, quizá lo habían ampliado, pero el mostrador de la recepción sí parecía el mismo, como parecía el mismo estilo del mobiliario, que se afanaba en recrear una especie de ambiente familiar que se había esfumado hacía mucho.

Esperaron un rato para que atendieran a las cinco parejas jóvenes que habían llegado antes que ellos: treintañeros con chanclas, bermudas e incipientes barrigas ellos; ellas, con vestiditos vaporosos o shorts mínimos y hasta con sombrero. Parejas de más o menos la misma edad que ellos tenían cuando nació la Nena. En un pizarrón estaban registrados los horarios del restaurante, el bar y la discoteca, con los nombres de los grupos musicales que amenizarían las veladas. Él se acercó a mirar.

—Antes no había tanto relajo como ahora —escuchó la voz susurrante de ella detrás de la oreja, en el papel de conciencia guardiana de las obviedades que le gustaba interpretar.

Se instalaron en la suite “imperial” —que era una habitación como cualquier otra, pero con vista al mar— y él decidió darse un regaderazo antes de bajar a comer. Cuando salió del baño, ella estaba recostada en la cama, dando breves bufidos mientras cambiaba nerviosamente de canales en la televisión. Él ya sabía lo que significaba, pero había que descubrir la causa. Aunque no hubo necesidad de preguntar, él la supo casi de inmediato, al distinguir en el tocador el brillo de la pantalla de su teléfono:

Mensaje de Isabel: ¿Cuándo vas a regresar? ♥

Ella le clavó la mirada, exigiendo una explicación, pero ni siquiera esperó a que le contestara:

—¿No has dejado de ver a esa fulana, verdad?

Y dijo “fulana” con la aviesa intención de ofenderla, como si fuera el más bajo insulto que sus labios se podían autorizar a proferir sin sonrojarse.

Él se vistió en silencio. La miró en el reflejo del espejo mientras se peinaba. Se acomodó el cuello de la camisa y solo entonces inclinó la cabeza.

Ella se levantó de la cama. Los labios y los puños apretados.

—Deberíamos bajar a comer —dijo y la siguió el estruendo del portazo.

El cielo seguía encapotado, pero la tormenta apenas se atrevía a asomarse. El mar empezó a embravecerse y a cambiar de color. Ella estaba ya sentada en una mesa exactamente en medio del restaurante, lo que permitía una visión panorámica de la playa. Tres o cuatro mesas más estaban ocupadas. Apenas se hubo sentado, el mesero dispuso ante él una fría bebida roja, con sal escarchada y un pedazo de apio.

—Como siempre te tardas tanto, ya ordené.

Él empinó el vaso y dio un trago largo. Se relamió los labios y miró la playa en lontananza. Sonó el teléfono de ella:

—Hola, Nena. Sí, ya estamos a punto de comer. ¿Cómo está la bebé? ¿Le preparaste la papilla como te indiqué? Ay, qué bueno. Sí, hija, muchas gracias. Sí, sí, yo le digo. Bye.

Colgó y puso el aparato en la mesa.

—La Nena te manda saludos.

Él asintió con una sonrisa y le ofrendó el vaso en señal de brindis. Le dio otro trago largo a la bebida. Buscó con la mirada al mesero y le hizo la seña de que le trajera otro igual.

Ambos se pusieron a observar lo que sucedía en la costa. Alejado de la playa y zarandeado por las olas, algo que semejaba un oscuro y diminuto barco de papel aparecía y desparecía ante la potencia de las aguas. Era una mujer que hacía aspavientos para llamar la atención de dos hombres que guardaban sus avíos para retirarse ante los barruntos inevitables de tormenta. Finalmente, los hombres atendieron a los gritos de la mujer apagados por el rugir del mar. Uno de ellos, el más atlético, se deshizo de la camisa y se lanzó al rescate. Tres personas más ya se habían acercado a la playa para ver lo que sucedía.

—Alguien se está ahogando, deberían hacer algo —dijo ella.

La pareja de la mesa más cercana miró por fin hacia el mar. Dos meseros se acercaron a la barandilla que separaba el restaurante de la playa para ver más de cerca.

A lo lejos, el hombre había llegado por fin a la mujer, pero ella manoteaba tanto que le era imposible sujetarla. Tras unos largos segundos de forcejeo, la mujer dejó de moverse y ahora el hombre era el que agitaba un brazo desesperadamente, mientras con el otro retenía el cuerpo inmóvil. En la playa ya se había formado un nutrido contingente de curiosos. Otro hombre se lanzó al mar para ayudar al rescate. Después de muchos esfuerzos, debido a lo picadas que estaban las aguas, los hombres pudieron sacar a la mujer, inconsciente, y tenderla en la arena. Era morena y voluminosa. Estaba totalmente desnuda, pues la violencia del mar le había arrancado el traje de baño o cualquier cosa fuera que traía puesta.

Los demás comensales ya habían dejado sus mesas y se arremolinaban en la barandilla, profiriendo obviedades y lanzando québarbaridades a tutiplén. Pero ella y él seguían sentados, en silencio, observando todo, desde sus lugares privilegiados en medio del restaurante.

Mientras, en la playa, alguien le aplicaba los primeros auxilios a la mujer, que seguía tendida desnuda y rotunda en la arena, a la vista de todos, con el aguacero encima. Una de las comensales exigió que alguien llevara una toalla o una sábana para tapar a la mujer. Un mesero atinó a quitar el mantel de una de las mesas y echó a correr hacia la costa.

En la entrada del restaurante se escuchó un breve barullo y tres rescatistas con una camilla atravesaron el salón y bajaron a la playa por la pequeña escalera que daba al exterior, junto a la barandilla.

En la lejanía, con evidente esfuerzo, los rescatistas levantaron a la mujer, ya cubierta pudibundamente con el mantel, y la subieron a la camilla. Mientras dos de ellos la cargaban, el tercero, más pequeño, se montó en el abultado abdomen para seguir tratando de resucitarla. Entraron de nuevo por la escalerilla y atravesaron raudos el salón de restaurante.

Por un instante, en medio del escandaloso silencio provocado por la lluvia, todos los presentes permanecieron quietos, impasibles, como si no pudieran desentrañar si lo que habían presenciado era real o parte de un sueño. Pero, de pronto, como si alguien hubiera dado el pistoletazo de salida, todos se pusieron en movimiento y volvieron a lo suyo. Los parroquianos regresaron a sus mesas a cuchichear. Los meseros salieron rumbo a la cocina y al poco tiempo volvieron al salón con las viandas que habían quedado pendientes.

El mesero les sirvió los platillos: sendos pescados a la plancha, y a él la bebida que había encargado hacía una eternidad.

Ella miró los platos sobre la mesa, lo miró a él, miró hacia el mar, que se había vuelto verde y oscuro, y se echó a llorar desconsolada.

Guillermo Vega Zaragoza (Ciudad de México, 1967). Es escritor, periodista y profesor. Es autor de una docena de libros de cuento y poesía. La Tertulia. Ensayos sobre literatura mexicana (El Tapiz del Unicornio, 2019) es su obra más reciente.

Related Articles

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button