Relatario: Edición Especial

Un menú para el futuro

Abril, 2023

Hace tiempo que no la veo. La última vez no parecía que sería la última. Ayer me llegó un mensaje al teléfono en dónde me lo explica todo. Lo he leído varias veces. Ha pasado poco más de un año desde que la vi, y, aún, no sé cómo responder al mensaje.

Logramos un fin de semana hermoso, parecía solamente otro de muchos más que se divisaban en el futuro. Manejamos por la carretera oyendo música hasta un pueblo donde comimos y nos regalaron un trago. Cortamos mangos en un árbol a la orilla de un canal y nos metimos luego al agua. Teníamos la emoción de descubrirnos cada uno en los ojos del otro. Preguntándonos cosas nuevas y aprendiendo de nuestras vidas pasadas, no esas vidas pasadas místicas de reencarnaciones, sino los años pasados antes de conocernos. Al volver a su casa se nos acabaron las sonrisas.

Cuando nos conocimos su madre ya había muerto. Ana tenía el refrigerador lleno de comida congelada que su mamá guardaba para comer después. Aunque vivían solas me contaba que en su casa se cocinaba como para un equipo de futbol. “Hay comidas que no se hacen de a poquito”, me contó que decía. Por ejemplo, no se podía hacer mole para una o dos personas. En las reglas de aquella cocina se creía que era un insulto para las ollas y para el mole. Comían un par de días los platillos grandes y algunos vecinos probaban también esos sabores. El sobrante tomaba un espacio en el congelador, junto a otros guisos embolsados de menús anteriores.

Cuando volvíamos ese fin de semana del pueblo —el río al lado de la carretera— y bajábamos un poquito el volumen de la música para platicar mejor, me decía que había una barbacoa del año nuevo anterior y un consomé de borrego. Se le hacía agua la boca cuando nombraba el arroz y el garbanzo del caldo donde meteríamos los tacos antes de devorarlos. Se emocionó incluso cuando recordó que también estaba ahí una salsa verde de tomatillo que combinaba de placer con los taquitos. Yo la veía con una sonrisa que se me confundía con hambre. Por las salsas teníamos en ocasiones peleas falsas. Como ella había nacido en el sur y yo en el norte, la pelea siempre era tomate versus tomatillo y jitomate versus tomate. Nadie ganaba nunca.

Había probado ya algunas delicias a la carta del congelador. Comidas que quedaron como herencia. El caldo tlalpeño de su último cumpleaños o unos frijoles refritos con chorizo. El pozole del día de la independencia de México, el pastel de elote de navidad. Todo era una cosa sabrosa que parecía recién hecha y me sentía afortunado de probar la cocina de —¿mi suegra?— la señora Rocío. Y desafortunado me sentía también de no haberla conocido y que sólo pudiera ver su foto encima del microondas. Ahí le decía yo cuando iba a hacerme una sopa instantánea que me disculpara, pero había que alargar el menú congelado, para poder seguirla recordando con la lengua. En esa foto la señora tenía una trenza por un lado del hombro y estaba en pose de presidente de la nación con un vestido en rombos rojos y blancos, inconfundible si la hubiera encontrado en la calle con ese porte.

Ana y yo teníamos un juego en los semáforos. Nos dejábamos de besar hasta que nos sonaran el claxon. Teníamos el impulso de la nueva aventura de conocernos. Nos metíamos la mano debajo de las mesas en las cantinas y en los restaurantes. Bailábamos afuera de las farmacias que ponen bocinas para avisar a los clientes que estaban abiertas. Hacíamos el ridículo en beneficio de las carcajadas y los recuerdos que nos estábamos inventando.

Cuando llegamos por fin a su casa, al bajarnos del carro un olor nos sorprendió y nos miramos sin decirnos nada oliendo el aire con la cara universal de qué feo huele aquí: la nariz hecha bola y los labios levantados. No le dimos importancia y cuando abrimos la puerta de la casa el olor se multiplicó cien veces y nos devolvió hacia la banqueta. Ella quiso prender la luz de la entrada y se dio cuenta que no había electricidad. Supo que el olor a cadáver venía de la cocina. Y yo también lo supe, pero no podía acercarme porque estaba vomitando a chorros.

Escuchaba ruidos que salían de la cocina. En medio de su llanto cortado sonaban sartenes, cuchillos, cucharas. Oí un sartén que chillaba y, con la voz rota por la guácara reciente, intentaba preguntarle qué hacía y decirle que saliera conmigo, que limpiaríamos pronto. Debíamos averiguar qué pasaba con la electricidad.

Me acerqué en la oscuridad, abriendo paso con la luz de mi teléfono. Iluminé mis pies porque sentí mojado el piso. Un charco amarillo que salía desde el refrigerador se extendía a lo largo de la cocina. Vomité otro disparo ya de pura saliva pegajosa. Olía a humo. Cuando alumbré su cara estaba comiendo algo en la mesa y me dijo que todo era mi culpa, despacio, sollozando. Es tu culpa, repitió musitando. Iluminé después la estufa y decenas de gusanos serpenteaban en una olla que tenía la misma comida que ella comía en la mesa. Abrí el refrigerador y todo ahí era peor y los gusanos se resbalaban por las orillas. Blancos y amarillentos, recién nacidos y otros más gordos. Le dije otra vez que teníamos que salir, buscar cómo limpiar y resolver lo de la electricidad, pero me pidió de la manera más amable que me fuera a la verga. Insistí y lo pidió más fuerte y tronó el plato contra la pared y rebotaron las partes de porcelana por toda la cocina.

Yo trataba de respirar por la nariz, pero me daba aún más asco y entendí que era mejor dejarla sola. Antes de irme le insistí y le insistí que fuéramos a mi casa, que volviéramos después con calma, de día. Le di todas las opciones que se me ocurrieron, sugerí comprar bicarbonato y algunas marcas de jabones. Ella sólo podía decir otra vez que por favor me fuera. Estuve un rato en silencio en la puerta de la entrada y luego me fui haciendo un paso lento como de quien no quiere irse.

De camino a casa no podía perdonarme que seguía intentando vomitar, pero ya no salía nada. Se me abría la boca llena del recuerdo de los gusanos y del olor y una maraña de pelos sentía que se me atoraba en la garganta. No podía perdonarme tampoco que la dejé sola, pero fue su decisión y hay que saberse retirar a tiempo cuando parece que no hay nada más que hacer.

Le escribí mensajes con todos los tonos en los que se puede escribir un mensaje, de ánimo, de apoyo, con regaños suaves y también la llamé, muchas veces la llamé. Ni las llamadas ni los mensajes tuvieron respuesta. Fui a su casa en diferentes horarios y toqué la puerta y las ventanas y hasta una vez me brinqué la barda para entrar por el patio: en esa casa no había nadie. Pregunté a los vecinos y no sabían nada tampoco. El olor ya no salía hacia la banqueta, Ana no estaba. Incluso le escribí mails y cuando intenté buscarla a través de otras personas caí en cuenta de que no tenía el contacto de nadie que la conociera. Alguna vez me presentó a una prima que estaba de visita en la ciudad, pero de ella no recordaba ni su nombre. A veces me cansaba de buscarla y dejaba pasar un par de días sin escribir otro mensaje insistente. Una mañana desperté con el último ánimo de hacer contacto con ella porque la extrañaba y quería arreglar un poco las cosas o saber si podía ayudar en algo o empezar de cero y descubrí que ya me había bloqueado de todas partes. Nada me daba acceso a su vida. Estaba oficialmente fuera de ese juego.

Ayer me llegó un mensaje suyo. Lo he leído varias veces desde que abrí los ojos y le confirmé por la tarde. Le dije que sí porque aunque haya pasado un año, quiero volver a verla y rescatar eso que estaba naciendo. Antes de la invitación a cenar habla de su madre y del dolor que tenía. Me dice que en la noche que nos veamos me cuenta dónde había estado y, dejando de lado toda la temporada de no vernos, hace un par de chistes para aligerar el peso de las cosas que me dice. Cuando nos conocimos, Ana me pidió que entendiera si ella a veces no quería salir y yo lo entendí porque las veces que estábamos juntos valían por todos los días de no verla. Le gustaba encerrarse por días y me confesó una vez que era como recargar energías para poder salir un poco y que me agradecía por andar cerca aunque le daba vergüenza ser distante algunos días. Como de verdad me interesaba estar con ella, yo hacía como que todo eso lo comprendía a cabalidad. “Yo entiendo que afuera hay gente que me quiere ver”, dijo sólo una vez. Yo no sé qué tanto hacía cuando se encerraba porque esos días no escribía ni llamaba. Cuando salíamos a hacer largas caminatas y a besarnos en los semáforos y a bailar en las banquetas y a comernos juntos el menú que su mamá le había dejado, yo sentía que estaba en el lugar correcto.

Anduve las siete cuadras que separaban su casa de mi casa para llegar a la invitación a cenar. En el camino me vibró el celular en la pierna y me escribía en un mensaje que la puerta estaba abierta, que pasara cuando llegara. Le sonreí a la pantalla y no contesté nada porque ya estaba cerca. Amarré la bicicleta afuera, en la reja, antes de entrar, y junto a su auto en la entrada no había ni un rastro de mi vómito, el cual recordé inevitablemente tragando saliva. Abrí despacio la puerta y sentí un olor caliente que venía de la cocina. Era algo como ajo y tomate, o jitomate, depende de quién lo dijera. Olía a chiles tatemados y algo dulzón también se respiraba en la casa. Caminé despacio hasta la cocina más nervioso que emocionado por volver a verla. Me recargué en el marco de la entrada que daba a la cocina, para observarla un poco antes de decir cualquier cosa.

Ana tenía puestos unos zapatos muy raros y viejos que le quedaban grandes y una trenza que le caía por un lado del hombro. Y traía ese vestido a rombos rojos y blancos que, si me la hubiera encontrado por la calle, yo hubiera reconocido al instante.

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