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¿Cómo se pudre un corazón?

El periodista y crítico teatral Fernando de Ita nos habla de la obra «Tártaro», monólogo del colectivo TeatroSinParedes.

Febrero, 2023

Tártaro / Réquiem de cuerpo presente por el niño que aprendió a matar cuenta la historia de un sicario, el hijo de una nación en ruinas, gestado en medio de una guerra fratricida. En medio de las ráfagas, siente el golpe del disparo que segará su vida e, intentando hallar sentido, recorre los momentos clave de su andar por este mundo. El periodista y crítico teatral Fernando de Ita nos habla de este monólogo del colectivo TeatroSinParedes que reflexiona sobre la juventud que construye el México inmediato, lanzando, para empezar, una pregunta actual y urgente: ¿cómo se pudre un corazón?

Parece serie de narcos: en la mitología griega, Tártaro —quien es a la vez un Dios y un lugar en el inframundo— le sirve de banquete a los dioses a su propio hijo Pélope descuartizado y bañado en salsa de moras de los campos de Némesis, diosa de la justicia pero también de la venganza. Por este crimen Tártaro es condenado a colgar para siempre de la rama de un árbol. Con esta imagen comienza uno de los espectáculos más bien realizados que se han hecho en nuestros escenarios sobre el origen de la violencia inmisericorde que escala la vida mexicana.

Desde su nombre, TeatroSinParedes —fundado en la Ciudad de México por David Psalmon en 2001— nos dice que su intención es abolir no sólo la cuarta pared que divide al público del acto escénico sino abrir todo el espacio de la creación a los ojos del espectador. Luego de 22 años de labor y 26 espectáculos, el equipo interdisciplinario con el que el director francés ha trabajado en los últimos diez años logra —con los apoyos económicos indispensables— una reflexión espectacular hacia afuera y hacia dentro del tema central de nuestra vida pública: la violencia. Lo sobresaliente de Tártaro es que todos los elementos que conforman el espectáculo, teniendo su propio fin, cumplen un mismo propósito. Por ello, el guión de Sergio López Vigueras está a la par del diseño sonoro de Daniel Hidalgo, y la dirección de David Psalmon se nutre del videoarte y los dispositivos de Mario Marín del Río. En breve: la luz del mismo autor del libreto es tan vital para el texto y el contexto del espectáculo como la palabra.

Responsabilidad de un cuerpo en acción que siendo la alegoría del Tártaro mitológico logra ser un pozolero actual del crimen organizado. A mí lo que me impactó del trabajo neurofísico de Bernardo Gamboa fue su imperfección. Un actor virtuoso habría hecho otro personaje. Él es un ser mortificado que mortifica. Joder, lo metieron en un hoyo de fuego y tortura, más debajo de la región de la muerte. Sólo se sale de ahí para ser sicario. Sólo se puede verídicamente ser sicario en el escenario si no lo actúas y vas más allá de toda técnica para hallar tus propios límites, pero también tu expansión como personaje. Aquí sí nada que ver con el estereotipo del narco en boga; es Tártaro en carne humana. Ta cabrón. (*)

Fotos: Pili Pala / teatrosinparedes.com

El marco

Sabemos que el sentido primordial de la ficción en general no es reproducir la realidad sino reflejarla, interpretarla, figurarla, metaforizarla (usted elija el verbo y el adjetivo). El teatro presencial tiene un problema mayor que la escritura, la pintura y el resto de las artes escénicas para hacer algunas de las acciones que el lector haya escogido: hacerlas real. Sí. En el teatro, la ficción sólo puede ser realista, esto es, construida con palabras, movimientos, escenografía, luz, etcétera. En la novela puedes llegar al fondo del horror humano con imaginación y talento literario. En el teatro hay docenas de obras sobre la violencia en México a partir de Calderón —pero no De la Barca— y la mayoría de ellas no pasan de la denuncia periodística, porque no resolvieron el problema de presentar, representar, interpretar, socializar, la violencia de la calle en el escenario. No es fácil.

Por las virtudes dramáticas, escénicas, tecnológicas y artísticas del espectáculo puedo deducir que Psalmon pudo hacer una pieza alegórica de principio a fin para dejarnos deslumbrados con los efectos visuales y sonoros, pero habría traicionado el sentido social de su teatro, inscrito en las bases de su fundación: considerar que el teatro sigue siendo un instrumento del cambio social. No lo discuto, pero me temo que por lo pronto debemos poner esa intención entre la utopías aplazadas, como ha nombrado piadosamente Rodolfo Obregón a los ideales libertarios del teatro del siglo XX.

Para socializar con el público, Tártaro se convierte en un narcomenudista que se la deja ir al respetable con salivita porque primero lo involucra para que complete el vocabulario de los levantones, los encajuelados, los pozoleados, y enseguida les avienta bolsitas de azúcar que algunos de los espectadores atrapan como si fuera cocaína y les dice: yo estoy aquí porque ustedes consumen. El espectáculo se abre pues al entretenimiento brechtiano en diversos momentos incluyendo un corrido que David me presumió por ser autoría del actor, cuando tiene muy poco mérito lírico; pero, entiendo: el pueblo es bueno y canta corridos de sicarios arrepentidos.

El guiño social es parte del compromiso artístico del colectivo TeatroSinParedes, a partir del compromiso que tiene con la conjunción de las artes que es el teatro. La virtualidad ha hecho que hasta el teatro de Romeo Castellucci, prodigio de técnica artística, se vea limitado. De manera que no es la tecnología lo que hace de Tártaro un espectáculo que debe seguir girando en los escenarios sino la ejemplaridad que tiene como discurso escénico sobre la violencia, precisamente porque no es un discurso sino una acción artística que provoca dos cosas esenciales para que la gente vuelva al teatro: emoción y pertenencia. Aunque me expongo al decir que el espectador no acaba de entender todo lo que dijo el actor, comprende con el cuerpo que tiene razón, porque la violencia sucede y pocas veces atisbamos sus causas profundas, no las de los noticieros. Tal vez por ello, porque el hecho artístico tiene su parte didáctica, el público sale tocado en su mayoría por ser una comunidad en contra de violencia.

Eso es una acción política.

Espero que David Psalmon no se sienta incómodo si digo que su condición de no nativo —extranjero es otra cosa— le permitió darle a la visión de la violencia mexicana un sentido más amplio: el del Mal. No es gratuito escoger el Mito de Tántalo para metaforizar el horror del narcotráfico. Hay que tener en cuenta el insondable abismo en el que los griegos sepultaron al dios capaz de pozolear a su propio hijo. Lo repito: abajo del imperio de Hades dios de la muerte. Sólo un corazón podrido puede rafaguear a una familia entera, bebés incluidos.

¿Cómo se pudre un corazón?, es la pregunta con la que salgo —después de tantos años— al frontispicio del Teatro Julio Castillo. La explicación humanista de la violencia pasa por las causas que la originan. El imperativo de la forma artística es condensar el tiempo humano, es decir, la Historia en minutos, máximo en horas. La palabra sola resonaría de otra manera en el actor y el público. El guión sonoro en primer plano, la imagen y los efectos primarios del hielo seco propician la atmósfera de un cuadro que no es pintura, porque está ocurriendo, ni cine en puro porque está intervenido por el acto vivo del actor que debe ascender de los infiernos del Mito a la matanza actual.

El Mal es insondable pero sus causas fatales. Niños secuestrados para ser sicarios; sicarios que matan niños; niños vueltos a secuestrar. En el fondo está la didáctica de Tántalo: “Mientras tú compres, yo existo”.

(*) Terminé contaminado por el efecto popular del espectáculo, y me temo que también por su didáctica.

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