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El niño en el árbol

Enero, 2024

“El parque esa tarde estaba saturado de infantes. Parecía que todas las madres se habían puesto de acuerdo para darse cita en ese breve espacio recreativo. Para subirse al columpio, por ejemplo, una larga fila de setenta y dos niños impedía que la diversión fuera fluida, sino todo lo contrario: pausada, entrecortada, intermitente”. Aquí, un relato de Víctor Roura…

El parque esa tarde estaba saturado de infantes. Parecía que todas las madres se habían puesto de acuerdo para darse cita en ese breve espacio recreativo. Para subirse al columpio, por ejemplo, una larga fila de setenta y dos niños impedía que la diversión fuera fluida, sino todo lo contrario: pausada, entrecortada, intermitente.

Por eso una niña prefirió sentarse a platicar con un arbusto, que se quejaba del maltrato del que era objeto por parte de numerosos chamacos sin conciencia. “Vienen, corren, patean, insultan, muerden, gritan…”, decía el arbusto a la niña, que lo miraba con mucha atención. Y lo acariciaba ocasionalmente. “Pobrecito”, le dijo. “Aúllan, empujan, chillan, escandalizan, alborotan, patalean, golpean…”, completó el arbusto.

Y en ese preciso momento pasó como bala un niño arrancando varias hojas del arbusto, que se quejó dolorosamente. La niña se asustó tanto que prefirió ir con su mamá, que a su vez estaba charlando con la señora que vende dulces de coco todos los días en el parque. “Ayer —dijo la vendedora— un niño se columpió de un modo tan violento que, estando hasta arriba, se soltó para salir volando hacia aquel árbol —lo señaló con el dedo—, de donde no ha querido bajar: mírenlo, allí está”, y, sí, ahí estaba el niño, oculto entre el follaje para que no lo vieran sus padres, que le suplicaban que se dejara de tonterías porque se estaba retrasando en sus tareas escolares.

—Si no bajas hoy vamos a llamar a los bomberos mañana —decía el padre, tomado de la mano de su esposa, que lloraba con amargura diciendo entre sollozos cómo pudieron tener un hijo tan desobediente.

—Yo no le pedía que bajara —dijo la niña—, yo subía por él…

—Pero los padres no saben escalar árboles, porque despreciaban a los boy scouts —comentó la vendedora de dulces.

Pronto oscureció, de modo que la gente se fue yendo lentamente a sus casas, excepto los padres del niño que no quería bajar del árbol.

—¿Tú qué hubieras hecho si yo estuviera en el lugar de ese niño? —preguntó la niña a su madre, quien reflexionó un momento.

Un niño pasó corriendo y, en su paso, pateó dos girasoles que apenas habían florecido durante la tarde congestionada de personas.

—Yo tampoco aprendí a subir en los árboles —contestó su madre—, así es que iba por una escalera para que bajaras cuando contara hasta tres…

La niña pensó dos veces la respuesta de su madre.

—¿Y si, como ese niño, yo no quisiera bajar de donde estaba?

—Entonces me traía la cama para poder dormir junto al árbol y apaciguar los miedos que te producen la oscuridad —dijo la madre.

La niña apretó con fuerza la mano de su madre.

—¿Sabías que los arbustos hablan con puros verbos? —preguntó la niña.

La madre asintió con la cabeza.

—Todo el mundo lo sabe, hija —respondió, apresurando el paso porque la noche caía con premura, acaso más rápido que de costumbre.

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