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El barrio

Julio, 2023

El barrio es el lugar que queda entre la casa y la ciudad, y su tamaño depende del tamaño de los pasos y del tamaño del ocio, y termina ahí hasta donde llegan los pies cuando uno no se transporta: si se sube al coche, si toma el camión, se acabó el barrio, escribe Pablo Fernández Christlieb en esta nueva colaboración para Salida de Emergencia. La gente sale a la calle de su barrio sin mochila, sin mirarse al espejo, sin cambiarse el suéter, total, nada más va aquí a la vuelta a hablar por teléfono para que no lo oigan en la casa o a comprar papas fritas para entretener el hastío. Mientras que en las familias la verdad ya ni se aguantan y en las oficinas compiten y se grillan, en el barrio, en cambio, se ejerce la comunidad de los desconocidos, que es precisamente lo que se denomina civilización.

La tiendita de la esquina nunca está en la esquina, los cuates de la cuadra viven en otra cuadra, lo que queda a la vuelta quién sabe dónde quede, los gritos que despertaron a todo el vecindario nadie los oyó, la palabra “colonia” la inventaron unos abusones que apañaban terrenos en el porfiriato, las parroquias no tienen iglesia porque en realidad se refieren al conjunto de parroquianos y éstos van más bien a la cantina, al sastre, al dentista, ya que parroquiano quiere decir el que compra en el mismo lugar, por lo que el párroco ha de ser el cantinero, y el barrio parece una palabra cursi o una palabra técnica, pero es una palabra árabe, y el lugar que nombra viene desde siempre de la historia, desde que había que ir por agua a la fuente, y llega hasta el día en que los Oxxo brotaron como hongos.

El barrio es el lugar que queda entre la casa y la ciudad, y su tamaño depende del tamaño de los pasos, del tamaño del ocio, y de las ocurrencias y de dónde queda la papelería para ir por unos clips: es del tamaño de las pocas ganas que tenga uno de entrar a la casa o salir a la ciudad, y empieza, por ejemplo, donde se cruzan unas miradas de reconocimiento que no se pueden saludar porque no se conocen, pero no se pueden ignorar porque no se desconocen, y termina ahí hasta donde llegan los pies cuando uno no se transporta: si se sube al coche, si toma el camión, se acabó el barrio. De hecho, los barrios desaparecen en las horas pico de las prisas para llegar a tiempo: al cinco para las nueve no existe el barrio, sólo el transporte.

La gente sale a la calle de su barrio sin mochila, sin mirarse al espejo, sin cambiarse el suéter, total, nada más va aquí a la vuelta a hablar por teléfono para que no lo oigan en la casa o a comprar papas fritas para entretener el hastío de que sea martes, y no trae ni prisas ni paraguas ni malhumor porque aquí no los va a usar y todo lo que necesite puede regresar por él. Existe la frase “estar vestido de barrio”, que implica que uno no se descuida como en la casa pero que tampoco se tiene que cuidar porque a todos los que se tope en el puesto de periódicos o en la cola de las tortillas llegan en la misma calidad, tal vez con tantita timidez, pero con ánimos, sin ínfulas ni mortificaciones, y no con lo mejor, pero sí con buena cara, por lo que pudiera ofrecerse.

El barrio es la estructura de la vida que contiene los acuerdos más sólidos, antiguos y duraderos de la convivencia entre desconocidos que no lo son tanto, entre conocidos que no saben cómo se llaman. Según tales acuerdos —como muestra el historiador Pierre Mayol—, a todos los que anden por aquí hay que tratarlos como si fueran gente respetable y decente, aunque no lo sean; a los ebrios se les habla como sobrios, a los abandonados se les trata como jefes de familia, y así, todos los que escuchan el chisme, hecho de medias palabras como para cuidar la discreción, mientras esperan el turno en los abarrotes, pueden poner cara de que ellos forman parte de los buenos, y todos se la respetan, de manera que nadie salga lastimado por sólo haber ido a comprar un cuarto de mortadela, porque de lo que se trata ante todo es de ser buen vecino, y se finge que no se ven las diferencias de clase, inteligencia o dinero, porque en el barrio nadie debe darse a notar de ningún modo: se dan el paso, se platican de la lluvia, se dicen “por favor” y “gracias”.

Mientras que en las familias la verdad ya ni se aguantan, que en las oficinas compiten y se grillan, que en los antros todos ejecutan su second life, y que en el transporte ni se pelan, en el barrio, en cambio, se ejerce la comunidad de los desconocidos, que es precisamente lo que se denomina civilización. Puede que la familia sea la célula, pero el barrio es la mónada de la sociedad. La utopía que no se cumple en otras partes —ni en la política ni en el amor— se cumple, medio deslavada, es cierto, en el barrio; a saber, las reglas libres de una convivencia afable entre todos los habitantes, que es lo que no pudo lograr la ONU y a lo que se supone que aspira la humanidad, pero que sólo se hace realidad cuando uno sólo va a comprar cigarros a la esquina, que nunca está en la esquina.

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