Relatario: Edición Especial

El nucú

Abril, 2024

Los que ahora, en nuestros días, han comido el nucú tostado sobre un comal, envuelto en tortilla de maíz, no saben que hubo un tiempo en el que este insecto fue carnívoro; en cambio, de ello podría dar cuenta el investigador danés Vagn Lechner si aún viviera entre nosotros.

El maestro Lechner, hijo de padre holandés y madre española, vino a las selvas de América atraído por las raras manifestaciones zoológicas negadas a ese clima difícil que pasea su aliento gris-helado sobre las aceras de Hjørring, en la vieja Dinamarca.

Cruzó el continente europeo de norte a sur; el Mediterráneo; las costas del África árabe de este a oeste; transpuso la inmensidad atlántica; cruzó recuerdos y nostalgias, y finalmente vino a parar a una choza del trópico septentrional americano, paredes de otate, techumbre de palma, rendijas taponadas con luna o nauyacas o representativos de otros hormigueantes especímenes.

Por un tiempo vivió en Tuxtla Gutiérrez; allí montó ligera estancia lejos de lo que entonces era apenas pequeño caserío, y acompañado por un asistente de origen lacandón, Manuel Bolom, desafió tormentas en épocas de aguas o bien aquellos calorones que azotaban Tuxtla durante los días de verano.

En ese entonces nadie imaginaba que en el mismo lugar en donde habitaba el extraño personaje rubio, quien acompañado en tierra de zoques por un indígena lacandón cazaba mariposas, hormigas,  culebras y demás, dos siglos y medio más tarde, en el año de 1943, se iba a levantar lo que hoy se conoce como Instituto de Historia Natural y Parque Zoológico, frente al Jardín Botánico y el Parque Madero.

El maestro Lechner, no satisfecho con las clasificaciones que había logrado con la ayuda de Manuel Bolom, un buen día decidió internarse en aquella carne verde, oscura, que desde profundidades húmedas le llamaba poderosamente como un vientre amoroso, plagado de preñeces, como un imán irresistible, como un fatal llamado de tentáculos vegetales. Atrás dejó la hamaca colgada de dos horcones; la marimba de los domingos en el centro de aquel conjunto de casas, fantasmas sobre el llano; sus robustas jícaras de pozol desparramándose; los soles que se suicidan cada tarde tras esos lomeríos de Tuxtla que aún siguen diciendo: “hasta aquí”, a su planicie capturada.

Vagn Lechner cargó con sus alergias, su piel enrojecida, despellejándose después de muchos meses, su español, revuelto con danés, inglés, latín y lacandón, su lupa, su capa, su pipa, sus apuntes y bajo uno de sus brazos flacos y blancos un tomo voluminoso titulado Himenoptorum mágnum liber. También partió con la compañía de Manuel Bolom. Así fue como el zoólogo danés se fue en pos del nucú, llamado también hormiga arriera, insecto que antes sólo se localizaba en muy señalados sitios de la selva, en las riberas del río Lacantún.

El maestro Lechner no volvió jamás a la civilización. Los abuelos de los abuelos, al explicar su desaparición, dividieron en dos versiones su decir; ninguna de estas dos referencias han sido recogidas por la historia ni por la relaciones universales que detallan nuestro desarrollo científico. Todo se redujo a simple patrimonio de tradición oral, encarcelado entre el puñado de kilómetros que conforman el localismo.

Una de las versiones afirma que el maestro Lechner fue motivado por Manuel Bolom para hacer investigaciones más a fondo acerca del nucú, hormiga voraz que estaba acabando paulatinamente con la población lacandona, habitante de los bosques de Ocosingo. Se trataba de localizar (Lechner, el zoólogo, pudo haber sido también un precursor del botánico mendelianismo) los aspectos citológicos del nucú para posteriormente encontrar los medios más adecuados que llevaran a su exterminio.

Al parecer, los insectos en su gula antihumana se adelantaron a los estudios de Vagn Lechner y una noche de agua total, de fogonazos eléctricos que al hurgar las entrañas de la lluvia hacían estremecer la tierra, penetraron a la endeble choza construida con otate y palmas en medio de la selva y no dejaron del investigador más que un montón de huesos que el mismo zompopo o chicatana, nombres que se le dan por los pueblos de la costa a este tipo de hormigas, se encargó después de espaciar entre los pedregales de río arriba. Aquí no se da razón alguna de Manuel Bolom.

La versión mágica relata que el indio lacandón, desde su estadía en Tuxtla al lado del científico (dos individuos extremadamente raros para el resto de la población), se manifestó como un ser que practicaba ciertos ritos extraños, ritos que sólo vivían, muy lejanamente, en la memoria de los antiguos.

La religión de Manuel Bolom no era como la que profesaban los moradores de aquel reducido caserío, no; sus largas noches de silencio, con los ojos abiertos como dos cielos oscuros, su espera quieta, sentada sobre las piedras, tenía otro sonido en el silencio, otro aliento que envolvía con nostalgias indescifrables a quienes pasaban cerca de su espacio vital. Alguna vez habló a los que salían de rezar; alguna vez quiso explicar que Dios tenía la sabiduría de la serpiente. Que dios tenía el vuelo del ave. Que tenía el brillo de esa estrella vespertina que con su verdad alumbra las ramas más altas de la selva. Que Dios sabía mucho de los animales y del corazón del monte. Que Dios una día iba a regresar al corazón del monte de donde había salido para adquirir su forma humana. Que habría de tornar allá, con sus ojos lermos, con su mano justa, con su dicho sabio. Alguna vez quiso explicar… después volvió a callar… eternamente.

Los que aceptan esta versión creen que Vagn Lechner jamás conoció plenamente el hábitat del nucú. Dicen que se internó tanto en los crucigramas de la selva que, tomado de la mano de Manuel Bolom, día y noche caminaron  hasta unos hombres que los estaban esperando con un lenguaje extraño entre los labios, envueltos en humo de copal con que vistieron a Lechner entre plegarias y alabanzas. Esta versión padece un poderoso argumento en contra y es que, tiempo después, un grupo de excursionistas nativos encontró en un paraje solitario los que bien pudieron ser los restos del temerario escudriñador.

Los que ahora, en nuestros días, han comido el nucú tostado sobre un comal, envuelto en tortilla de maíz, no saben que hubo un tiempo en el que este insecto fue carnívoro; en cambio, de ello podría dar cuenta el investigador danés Vagn Lechner si aún viviera entre nosotros.

Cuando encontraron su esqueleto, como una marimba de calcio transitada por hormigas, solamente se escuchó esta frase murmurada como una oración ante aquellos huesos esparcidos sobre las piedras:

—Ah chingao, se lo comió el zompopo.

Las generaciones actuales no lo saben, pero la gente de antes se empezó a vengar y a defenderse del nucú y el animal, paulatinamente, se fue volviendo dócil y menos montaraz. Se hizo caza y alimento de sus antiguas víctimas. Se acercó a ciudades y poblaciones como queriendo expiar viejos agravios. Fue la gente primera, la que conoció al maestro Lechner —el que alimentó con su carne y con su sangre al nucú— la que trató de apropiarse de los conocimientos del sabio a través de la hormiga ya vencida.

En Tuxtla Gutiérrez, el nucú brota del barro durante las noches lluviosas. Los habitantes se levantan de madrugada y con la ayuda de lámparas poderosas arrancan de la humedad puños de zompopos para después asarlos sobre un comal.

Estas nuevas generaciones desconocen el rito original y no saben que al tronar el nucú entre los molares, son los huesos de Vagn Lechner los que crujen envueltos en tortillas de maíz; que es la tierra la que lo devuelve para volver a alimentar a las criaturas de la tierra. Estas nuevas generaciones tampoco saben que frente al Instituto de Historia Natural y Parque Zoológico hay un sitio en espera de un merecido monumento, justo ahí, donde hacen remolino los relámpagos durante las interminables noches de lluvia.

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