Relatario: Edición Especial

De oficio soy escribiente

Abril, 2023

No es que le dé la razón a peones y barreteros. Pero por muy mestizos, mulatos, saltapatrás o hasta indios que sean, ¿cómo les va a gustar la mina si en ella les pagan cuatro reales por doce horas?

No, eso no alcanza ni para las velas de sebo con que se alumbran allá abajo. Así que para tener mano de obra suficiente, hay dueños de minas que compran esclavos de 300 pesos y también pagan a hombres que recogen borrachos de las pulquerías y los llevan amarrados a los socavones.

Otro modo más legal de conseguir gente que trabaje, consiste en acusar de vagancia a los desprevenidos.

Pero yo de vago no tengo ni el sombrero, aunque mi sombrero ya esté peor que el de mi criado. Yo soy gente de pro. Un casi bachiller, fíjense. Y aunque salí bueno para la oratoria y todavía más para la caligrafía, a mí por lo que me da es por hacer mis propias composturas. Desde albañilería, que por estos reales mineros suelen necesitarse mucho, hasta fertilizar la tierra y refinar la plata a bajo costo.

Siempre que puedo compro las gacetas que venden en la librería del Arquillo o en la imprenta de Ontiveros y Zúñiga, en la capital. Además soy miembro de varias sociedades económicas de amigos del país en los reinos de España, que es de donde eran mis difuntos padres. Todo esto lo hago para ilustrarme en las cosas prácticas y para ponerme al tanto de los descubrimientos curiosos y científicos, más por necesidad que por gusto. Porque esto de los oficios, en Real del Monte no hay quien los haga a conciencia.

Voy a ponerles unos ejemplos.

El mes antepasado le encargué al talabartero el curtido de una piel para empastar un volumen de la Enciclopedia y otro de engorros notariales. ¿Me creerán que ya los forros se hicieron duros y los libros no se pueden abrir porque se quiebran como hojaldras de Campeche? Y eso que por evitarme querellas con la Santa Inquisición a causa del primero, yo mismo los cosí. También fue inocencia confiar al zapatero que me pegara unas hebillas de oro y me clavara unos tacones de carrete para poner en moda mi calzado de salir. Otra peor fue pedir al carpintero que puliera mi tabla de escribano ambulante y de paso reparara un arconcillo. Todo eso, señores, fue encomendar al Santísimo Padre el alma de mis libros, de mis zapatos nuevos y de mi cofre filipino con incrustaciones de carey. Fue rogar por el eterno descanso de los pesos y reales que di por adelantado y fue rezar por la pérdida de mi santa paciencia, amén. Menos mal que recuperé mis zapatos, aunque algo hinchados de humedad y con un tacón de menos, así como mi tablilla de ocote, aún sin desbastar.

Y así pasa con todo.

De oficio soy escribiente. Pero, vuelvo a repetir. Mi preferencia es enmendar descomposturas. La familia dice que sólo sirvo para divagar y yo digo que tal vez divagar sí, pero vagar nunca. También me dicen Atila, que porque donde pongo el pie no sale hierba. Y eso no es verdad.

Hará como dos años, un ingenio me había salido muy bien. Verán. Debió ser por mayo o junio. Lo recuerdo por dos cosas. La primera es por el diario de viajes que un monje capuchino me encargó para que le hiciera copia urgente, con correcciones, notas y testimonio de verdad. Y ahí viene la fecha, mayo o junio de mil setecientos sesenta y seis. Ése todavía no lo entrego, pero ya nomás me falta conseguir el testimonio de verdad. La segunda cosa fue que entonces yo andaba restañando y pintando con albayalde un muro que da al huerto de la viuda de Marfil, mujer de mantones y peinetas todavía de muy buen ver. Mientras la pintura secaba aproveché para empezar un canalito por donde salieran las aguas sucias. Así, al acabar un trecho, cogía yo el pico y, dale, a escarbar. Porque esa costumbre de vaciar los orinales y las bañeras durante la noche a media calle o en la plaza no va conmigo. Y las dos faenas, el remozamiento de las bardas y lo del desagüe, había que ejecutarlas pronto. No fueran a venir las lluvias y nos agarraran desprevenidos como siempre.

En eso llegaron dos barreteros de los que trabajan el mineral en la veta Vizcaína, acompañados de un barbero. Barbero o cirujano, no sé bien. Lo que sí me consta es que hace sangrías y pone sanguijuelas aunque no tan buenas como las que yo aplico cuando se llega a ofrecer. Me dijeron que si les hacía la merced de ir con ellos porque necesitaban mis servicios de escribano.

Yo soy enemiguísimo de presumir y por eso nunca presumo de ser escribano. Eso sería como hacer que en las cosas públicas me dieran el trato de “don” y me llamasen “don Antonio Lovera”, siendo que no soy hidalgo. Ser escribano, ya sea público, ya sea de corte, es tener un título concedido por Su Majestad, adquirido con pesos de a ocho reales y granjeado con recomendaciones de Madrid o del comercio de Cádiz o Sevilla, cuando menos. Además la función de escribano se codicia mucho; más aún en un lugar de minas donde pasan manantiales de plata y ríos de azogue sin que ninguna cantidad se compare con los cerros de papel y los ríos de tinta que esos metales dejan a su paso para Europa. Que inspecciones oficiales, que permisos para explotar minas nuevas o abandonadas y cuantos demás documentos necesiten de letras y pliegos sellados o simples, sin copias o con ellas. Y como yo la plata nomás la toco cuando al escribano público le pega el tabardillo y los mineros traen sus lingotes para que se les saque la décima parte correspondiente a la Corona, y como no tengo validos ni valedores, me conformo con ser quien soy, un amanuense criollo o, lo que es lo mismo, un auxiliar: el de la letra pronta y la paga poca, el que le ahorra el trabajo duro al escribano.

El escribiente.

Pero aquella vez que les platico, cuando vinieron los barreteros para pedirme que les escribiera su pliego, acepté después de mucho hacerme del rogar, sin decir cuánto cobro ni averiguar si ya habían ido en busca del escribano titular de esta villa.

Preparé la mula ensabanada que me dio de gracia un dueño de minas y haciendas de beneficio de plata. Él me la regaló porque cuando la quiso montar lo aventó de cabeza en una zanja. Y es que el animal tiene tal temperamento que tampoco le sirvió para moler mineral ni para sacar agua de los socavones inundados. En cambio conmigo, esa bestia es un primor de tan sufrida, y viniendo de mí permite que hasta le clave herraduras a marro pelón, sin atarla ni ponerle anteojeras.

En ella fui con los señores. Ella se llama Amalia, como la difunta reina esposa de nuestro señor Carlos III, a quien Dios guarde. Ese día, de mayo o junio, iba yo con las mismas fachas de ahora. Han de dispensar. Porque entonces, como ahora, apenas pude medio polvearme con harina la peluca, pues mi criado no había vuelto del molino y no hubo quien me espolvoreara la cabeza y los traseros de mi taleguilla, que estaba y sigue estando algo luida por el uso y menoscabada por el sol.

Cuando llegué a la casa del barbero, me di cuenta de que el escrito que los barreteros requerían se enderezaba contra el dueño de minas que me favoreció con la mula y me ayudó a comprar el terreno de mi casa. Mi casa, para información de ustedes, está cerca de las cajas reales, enfrente de la parroquia y aledaño a la plaza del Real y Minas del Monte. De lo que se desprende que, por donde voltee los ojos, mi domicilio ha de ver cristiandad, siglo y negocios, además de ser frontero con la mansión de la viuda doña Teresa de Marfil, señora de calidad y caudales que no estaría nada mal para cuando mi Antonio chico llegue a los veinticinco de su mayoría de edad. Y todo eso y más gracias al dueño de minas que tanto me ha ayudado…, a mí y a toda la gente de bien de este lugar.

No fue la primera vez que sentí remordimientos ni tampoco la primera en que la necesidad me obligó a doblegarlos. Y escribí el pliego contra quien además completó la dote para que mi hermana mayor entrara de monja. Pero es que, además de hijos tengo mujer, lo que con el criado y con Amalia hacen demasiados estómagos que llenar, aparte del mío. Por eso en aquella, como en otras pocas veces, presté mi pluma para asuntos no del todo virtuosos.

Porque yo, señores, por granjearme el sustento, he escrito hasta una obra cómica, pese a que el teatro aquí está prohibidísimo, además de discursos heréticos, recados anónimos, cartas de amor a mujeres casadas, letrillas pícaras o indecentes que se cantan y bailan a ritmo de chuchumbé. Como aquella que dice: Me casé con un soldado / lo hicieron cabo de escuadra / y todas las noches quiere/ su merced montar la guardia

Así y todo, esa vez iba a negarme. No por escrúpulos, sino porque si se llegaba a saber quién había sido el escribiente del pliego petitorio que ahí se estaba cocinando, yo iba a estar perdido. Pues, como se sabe hasta en la capital, este dueño de minas es hombre poderoso, y puede decirse que aquí ni los oficiales reales ni el alcalde mayor de Pachuca ni el mismo cura ni los reverendos guardianes del convento y del hospital de pobres tienen más mando que él. Entonces, cuando me estaba resistiendo, salió detrás de una cortina el señor cura de Real del Monte y me convenció de que todo estaba bueno y conforme con las leyes, que los operarios de las minas sólo pedían más paga, menos azotes y nada de llevarlos a la fuerza. Que yo sólo escribiera lo que se me dictara y que nadie más iba a enterarse.

Fue como acepté el encargo.

Mas de haber sabido la de muertos, tumultos y destrucciones de cárceles, haciendas y minas en que iba a parar todo, yo no habría escrito ni el encabezado de Sepan cuantos esta carta vieren… Imaginen sus mercedes, la mina vomitaba aquellos diablos negros de tizne; la parroquia, las cajas reales y la plaza se llenaron de esa turba enfurecida por el ningún caso que nadie le hizo a su pliego petitorio. Gritaban: —Esos justicias, ¿por qué se llaman así si no hacen justicia? Muera el rey y muera su mal gobierno. Y otros despropósitos. Ahora mismo, como vuestros ojos pueden ver y mi pellejo padecer, siguen las indagaciones. Así de gordo fue el lío. Pero yo qué iba a saber. En fin, el caso es que acepté y cobré tres pesos oro, aun cuando yo por un pliego con tinta ordinaria apenas pido dos pesos, más tres reales y un tomín si prefieren que utilice tinta de cascalote elaborada por mí mismo.

Y pensar que por eso dejé a medias la pintura y el canal…

Llegaron las lluvias y el agua se desbordó al huerto de doña Teresa de Marfil arruinándole sus tiestos de alcatraz que aquí, aunque parezca raro, se le dan muy bien, y más por ahí de agosto, aunque no tanto como ahora, que más que alcatraces parecen añafiles. Para congraciarla, ofrecí excavarle un canal en cuanto terminara el mío. Ahí sí me ayudó mi criado, pero todo resultó inútil. Porque a pesar de la fórmula que venía en la Gaceta de Madrid la argamasa no sazonó y la cal no casó bien con la piedra de río de Omitlán. En cambio el canal de ella resultó tan provechoso que hasta el alcalde mayor de Pachuca, el contador real, su tesorero y todos los funcionarios duchos en cortesanías se estuvieron ofreciendo para venir a inaugurarlo el día en que, por ser tiempos de bonanza, se dignó pasar por aquí su ilustrísima el señor obispo.

Ahora que, si el trabajo de doña Teresa salió bien, no fue porque la mezcla cuajara, sino porque a mitad de la obra volvieron a llamarme para certificar el remate de una hacienda por obra del Santo Oficio. Maldita la gana que tenía de salir. Me puse una peluca vieja, que ya hasta tiña le estaba saliendo…, para mí que era de pelo de cristiano y no de crines flamencas como me hizo creer el arriero que me la vendió en la feria de Jalapa. Por eso la que ahora ven la tejí yo mismo con los cabellos que me donaron los del hospital de pobres, a modo de paga por una escritura que todavía no les entrego. Pero no nomás andaba fallo de la peluca, tampoco tenía ni remendados los calzones, así que no me pude quitar la casaca aunque hervía de calor.

Cargué pues con mi tablita mal desbastada y con un juego de plumas de gallina con punta de hueso; la de ganso preferí dejarla, porque la mordisqueo mucho cuando estoy nervioso.

Al otro día volví al huerto de doña Teresa y vi mi perdición. Toda mi ingeniería estaba deshecha, la argamasa parecía pan de azogue puesto a secar en los patios de beneficio de plata. Entonces se me ocurrió hacerle no uno sino varios canalitos para repartir bien el riego, no con la receta española, sino con la mexicana de don Antonio Alzate y no con cualquier clase de agua, sino con la que salía sucia de mi domicilio. Con un cañón oxidado de los tiempos en que el Tuerto Téllez acabó con los infieles que ocupaban estas tierras, uní el desagüe de mi casa con el canal de riego. Y santo remedio. Todo lo que da la hortaliza de la viuda son milagros: coles grandes como cerebro de virrey, rábanos como entrepierna de fraile solicitante, zanahorias, nabos y camotes dignos de una tesis en latín y a pie forzado en la Real y Pontificia Universidad. Y así resulta con todo lo que ella siembre. Y más cuando alguno en mi casa, comprendidos Amalia y mi sirviente, tiene empacho o disentería. Esto es difícil de creer en un lugar que además de ser tan voluble para dar y quitar plata es un desierto para menesteres de labranza, pero así es. Al grado de que de puro agradecida, doña Teresa de Marfil nos regala cuanta verdura le sobra sin por ello dejar de abonarme el peso al mes que me está pagando por el costo de la obra.

Este cobro mensual era el único recuerdo de todo aquello, porque ya hasta de acabar el diario de viaje del capuchino me había olvidado, cuando fueron por mí los alguaciles. Que en relación a un pliego. Yo pensé “De seguro al señor escribano público le pegó otra vez el achaque del tabardillo. Sea por Dios, vayamos a escribir lo que se ofrezca y sea lo que saliere. Uno vive de escribir y no de remendar calzones”. Porque en eso estaba, en ayudarle a mi esposa a deshuesar algodón.

Sólo hasta aquí, hasta esta Real Cárcel, me vengo a enterar de que el cura y el mal salado barberillo me han vendido a la justicia. Ahora ya se sabe que fui yo quien escribió el pliego de los alborotos. Por eso estoy aquí, por mi oficio.

No por vago.

(Del libro La sal de la tierra, Universidad Veracruzana, Xalapa, 2013).

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