Relatario: Edición Especial

Héroes de barro


Todo es frágil, mis párpados como abanicos que se abren y cierran mientras despierto y te veo aún dormida y vuelvo a dormir, “por diez minutos”, pienso; la decimonovena lágrima cayendo mejilla abajo; el suspiro setecientos antes de las once de la mañana; el pan que parto entre mis manos durante el desayuno; la vela que se amarra al mástil como Ulises y no sucumbe ante el viento que entra por la ventana.

Todo es frágil, la casa que claudica ante la puta muerte que nos mata al dejarnos con vida; los poemas de Cernuda y Machado, con un olor a libro amarillento, deshojado, edición 1948, Buenos Aires, Colección “Austral”; la memoria laburando horas extra para hallar el recuerdo que nos anestesie; la súplica de “No te vayas nunca, no te vayas lejos”, escondida, asustada en alguna esquina de un frío cuarto de hospital; mi beso haciendo día de campo en tu frente mientras allá afuera los relámpagos iluminan las dudas y los adioses; un corazón que se sale del pecho porque tú llegas; un corazón exhausto de escapar, trepar por tejados y esconderse detrás de arbustos para que la jodida muerte no lo halle. Y lo halla.

De tan frágil que somos temo abrir, desde hace siete días, las páginas del periódico; visto con abrigo y sombrero para engañar a los sepultureros y a los empleados bancarios; entro debajo de las cobijas por veinticuatro horas seguidas hasta que alguien nos dé noticias acerca de que es seguro abandonar el refugio anti-despedidas. Y ahora que escribo esto, una pareja de pájaros se mojan juntos encima de un cable de luz, soportando (como soldados en el puesto de vigilancia) la lluvia que golpea tras el cristal de mi ventana. Somos frágiles, todo es frágil.

Pero seguimos despertando como sobrevivientes de un ataque nuclear lleno de últimas cenas, últimos besos y últimos “No te vayas nunca, no te vayas lejos”. Despertamos, sentimos los pies fríos al tocar el suelo, buscamos la chamarra que nos salve de morir bajo la nieve de las salas de espera de los sanatorios. No nos rendimos.

Y se fue la luz mientras te escribo esto. Y las sombras que se forman con la tenue iluminación de las velas me recuerdan cuando de niño hacía la silueta de un perro con mis manos. Todo es frágil, pero la casa no se inunda ni se hunde por la proa, los llantos no nos dejan con el agua hasta el cuello y tu foto no se arruga aunque la estruje varias veces por la mañana, la tarde, la noche y la madrugada. Tu retrato es lo primero que salvo del naufragio.

Todo es frágil. Pero el otoño no llenará de hojas mi cama ni las sirenas de ambulancia harán sobresaltarnos: quizá no somos tan frágiles, después de todo.

No sé si mañana venceré en la batalla cuando remoje el pan en el café y trate de no llorar, otra vez. No sé si las llamadas telefónicas vuelvan a anunciar catástrofes en mi pecho; no sé si los álbumes familiares guarden como ayer una lluvia de lanzas marca Kodak; no sé si los suspiros que exhalo durante el día empujen hacia otro Norte a la nube negra.

Sólo eso. Todo tan frágil, como un velero de papel en el lavamanos, como un tren en plena curva a 180 kilómetros por hora y un corazón a 120 latidos por minuto; como un beso tardío, un beso alojado en un sobre, un beso de llamada telefónica, de postal, de emoticón; como una noche cuando recuerdas los días lejanos y azules de la infancia.

Sólo eso. Tan frágil y no.

No es poco.

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