ConvergenciasModus Vivendi

Dispositivos inteligentes para usuarios tontos


Es muy probable que la emisión y éxito de Big Brother pudiese haber significado, para muchos de nosotros, uno de los momentos más trágicos para la cultura. Aunque no inauguró la época del reality show, sí parece haber marcado un antes y un después para la industria del espectáculo. Y definitivamente significó dos cosas: el triunfo de la cultura del espectáculo sobre la racionalidad y la entrega dócil de la cultura de masas al infame gozo de su ociosa autocontemplación. Sin guiones (pero con un conjunto de normas a seguir bajo la amenaza constante de ser castigados o expulsados si éstas se infringen), un puñado de célebres nulidades que son monitoreadas las veinticuatro horas por cámaras colocadas hasta en los baños y sin tener contacto con el mundo exterior (a sabiendas de que son vistas), pasan una temporada viviendo juntos. ¿El objetivo? Ganar una jugosa cantidad de dinero. Y fama, por supuesto.

Este máximo estandarte de la inmundicia mediática, que ha deshonrado desde 1999 de manera cínica y descarada la célebre y respetable obra de G. Orwell (y que nada tiene que ver con ella), ha logrado transmitir más de 23 mil episodios y ha sido producido más de 470 veces. Para tener una idea del frenesí y el éxito con el que se consume esta basura televisiva sólo debemos recordar que la última emisión del programa en Brasil obtuvo un certificado de los Guinness World Records por haber recibido el mayor registro de participación jamás visto en un programa de televisión (equivalente a 1,532,944,337 votos). Número jamás imaginado por ningún político. Big Brother Brasil 2020 (BBB 20), superó durante tres meses los 165 millones de personas alcanzadas en audiencia acumulada.

¿Por qué Big Brother representa la derrota de la racionalidad en términos culturales? Imagine a 18 célebres nulidades tumbadas en sus camas siendo vistas por millones de espectadores tumbados en sus camas haciendo exactamente lo mismo: nada. El ocio de unos cuantos convertido en espectáculo siendo consumido por una numerosa y ociosa audiencia convencida de que eso es, precisamente, una forma de diversión y entretenimiento. ¿Podemos considerar que éste es el mejor ejemplo de la hecatombe cultural? Desafortunada y tristemente, no.

Por un lado, la industria de la televisión ha tenido que renovar sus fórmulas para seguir atragantando a las audiencias con porquería audiovisual, poniendo en el centro de sus reflectores a la gente (en vez de a sus acostumbradas figuras del star system que ha construido a fuerza de la insistente y frenética repetición para posicionarlas en el gusto de las audiencias). Por otro, gracias a Internet, a las plataformas y a las tecnologías digitales, la gente ha ido teniendo cada vez más presencia y se ha hecho notar en los medios digitales. Y aunque la gente ha demostrado su capacidad para crear contenidos que hoy compiten con los ofrecidos por la industria de la televisión, su calidad no difiere mucho. Si bien es una industria emergente, es poco alternativa en cuanto a calidad de contenidos se refiere. Es cierto: gracias a este capitalismo de plataformas se pueden consumir otro tipo de contenidos hoy día, pero en términos de calidad en casi nada se diferencian de los que la tradicional industria de medios ha venido ofreciendo. Es decir, a las montañas de basura televisiva ahora hay que sumarle avalanchas de bazofia de contenidos digitales pretendiendo sepultarnos debajo de su inmundicia.

Con mucho tino, Nicholas Carr escribió que “si Instagram nos mostró cómo es un mundo sin arte, TikTok nos muestra cómo es un mundo sin vergüenza. Las viejas virtudes de la moderación (prudencia, discreción, tacto) han desaparecido. Sólo hay una virtud: ser visto”. La rígida distinción de antaño entre ser famoso y estar en boca de todos está desapareciendo (como atinadamente lo señaló Umberto Eco). De acuerdo con los datos de la agencia We Are Social, la aplicación que más se descargó a nivel mundial durante marzo de 2020 (en plena época de confinamiento) fue la de TikTok. Esta aplicación de ByteDance, de origen chino, que fue lanzada en 2016, en realidad consolidó su popularidad a nivel mundial gracias al confinamiento provocado por la pandemia del coronavirus SARS-CoV-2. A las célebres nulidades de youtubers, instagrammers, twitstars, etc., ahora se le suman los tiktokers, quienes, creando videos de corta duración (con escasas variaciones en los planos y las tomas en video vertical), emulan de manera accidental y sin ningún virtuosismo de por medio las películas de los Lumière. Configurando así una especie de tiktocracia que pasa por los deportes, el baile, el autocuidado, el mundo gamer, el canto, etc. Cualquier cantidad de talentos inútiles (valga el oxímoron) parece estar clasificado en esa famosa aplicación que aglutina alrededor de 500 millones de usuarios. TikTok no sólo ha contribuido a la popularización de la clipreality, sino que ha ensanchado el dominio de la banalización de contenidos. Sin mucha dificultad se ha convertido en la meca de la idiotez.

Y sí, las plataformas parecen acoplarse bien con las vidas superficiales y despolitizadas de millones de personas alrededor del mundo. “Alimenta el cerebro también, el cuerpo no lo es todo”, escribió en su cuenta de Twitter la brillante y valiente Lydia Cacho a la pésima actriz Bárbara de Regil, quien, sumida en la ineptitud sociológica, sugería a las mujeres víctimas de violencia detener las agresiones con una especie de conjuros espirituales cerrando los ojos (recomendación que no dista mucho de las que hacen los psicólogos sociales para disminuir el estrés, quienes sugieren cantarse canciones a uno mismo con los ojos cerrados).

Este confinamiento y esta pandemia nos han permitido intimar fuertemente con la banalidad, la liviandad, el adormecimiento, la superficialidad y el egoísmo de la sociedad. Hemos visto a una malísima cantante y actriz como Anahí ofrecer recetas para cocinar enfrijoladas (si hubiese hecho un video sobre cómo amarrarse las agujetas de los tenis habría sido lo mismo). Y hemos visto a los pésimos futbolistas Rodolfo Pizarro y Alan Pulido mostrándose con sus cubrebocas Louis Vuitton (y conste que del cubrebocas del segundo se decía que era pirata). La sociedad y sus actores ponen el idiotismo tecnológico. Internet y las plataformas lo convierten en industria de entretenimiento y lo devuelven aumentado. La fórmula que hay detrás es elemental: dispositivos inteligentes manipulados por usuarios tontos.

Related Articles

2 Comments

  1. Excelente artículo
    “dispositivos inteligentes manipulados por usuarios tontos”
    Invita a la autocritica y a la reflexión

  2. Crudo pero necesario para reflexionar sobre lo que generamos y los consumos, sobre donde nos posicionamos si es que puede darse tal cosa de los contenidos de ciberbasura.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button