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«El Conde»: una grácil y negrísima comedia sobre el provecto vampiro Pinochet

Octubre, 2023

En su más reciente filme, el cineasta chileno Pablo Larraín (1976) continúa con su peculiar examen de figuras públicas y su relación política. Tal como lo hizo en Neruda, Jackie y Spencer, pero con el añadido del humor negro y la ridiculización in extremis, Larraín revisa en El Conde el pasado de su país para lanzar un espeso escupitajo a la figura horrenda del vetusto general, exdictador, asesino, ladrón y vampiro fatigado y venido a menos de 250 años de edad Augusto Pinochet, autonombrado Conde. Un duro ajuste de cuentas contra el hijo de la Dama de Hierro y su descendencia directa, escribe Alberto Lima en esta nueva entrega de ‘La Mirada Invisible’.

El Conde, película chilena de Pablo Larraín,
con Jaime Vadell, Gloria Münchmeyer, Alfredo Castro,
Paula Luchsinger y Stella Gonet. (2023, 110 min).

Al igual que Roman Polanski (La danza de los vampiros, 1967), Francis Ford Coppola (Drácula, de Bram Stoker, 1992), Neil Jordan (Entrevista con el vampiro, 1994) o Jim Jarmusch (Sólo los amantes sobreviven, 2013), con El Conde el cinerrealizador chileno Pablo Larraín agrega a su multigenérica filmografía una cinta sobre vampiros, aun cuando la etiqueta del género muestre apenas la primera capa de los otros géneros entremezclados a los que recurre el director en éste su recién estrenado largometraje.

En el Chile contemporáneo el vetusto general, exdictador, asesino, ladrón y vampiro fatigado y venido a menos de 250 años de edad Augusto Pinochet (Jaime Vadell), autonombrado Conde, vejeta sin gracia en su finca de exilio luego de fingir por segunda ocasión su muerte en compañía de su agria esposa Lucía (Gloria Münchmeyer) —quien lo mantiene vivo al verter secretamente sangre en su comida diaria—, espera con desespero la llegada de la muerte porque ya se hartó de vivir, y tolera el servilismo de su mayordomo y extorturador ruso Fyodor (Alfredo Castro) —también convertido vampiro por el propio Conde como agradecimiento a su lealtad— cuando recibe la visita inesperada de sus cinco hijos-parásitos-sanguijuelas-buenosparanada —que se cogieron a todo mundo, chocaron todos los autos, hicieron todas las fiestas y se gastaron todo el dinero del Estado— nombrados Luciana (Catalina Guerra), Jacinta (Antonia Zegers), Mercedes (Amparo Noguera), Aníbal (Marcial Tagle) y Manuel (Diego Muñoz), debido a que en la ciudad de Santiago se ha desatado una ola de cacería de corazones y quieren descubrir por qué su padre ha decidido volver a cazar. Ante esta situación, la monja exorcista y eficiente contadora Carmencita (Paula Luchsinger) será contratada por la hija Jacinta para acometer dos misiones: exorcizar el demonio que su padre lleva dentro y hallar en la finca todo el dinero que el Conde no sabe dónde está ni a cuánto asciende. Sin embargo, el viejo vampiro caerá enamorado de la juventud y lozanía de la chica, lo que desatará en él un nuevo hálito de vida y provocará una serie de intrigas y conflictos entre los demás personajes presentes en el lugar, con resultados harto sangrientos para todos.

Fotogramas de El Conde, película de Pablo Larraín.

Escrita en colaboración con el dramaturgo (también chileno) Guillermo Calderón, el décimo largometraje de Pablo Larraín es una grácil y negrísima comedia que se hospeda en el género de los filmes de vampiros como pretexto para la denuncia política del cineasta hacia el pasado de su país, para lanzar entonces un espeso escupitajo a la figura horrenda del exdictador, tal y como ocurre en ese top shot donde el general es velado por segunda vez y un sujeto escupe contra el cristal del féretro donde reposa el supuesto cadáver antes de gritarle “asesino”. De esta manera, la supuesta comedia vampira revela su verdadera naturaleza fílmica y se erige como un duro ajuste de cuentas contra Pinochet y su descendencia directa, no exenta de sarcasmo (“sí fui asesino pero detesto que me llamen ladrón”) y burla (“yo sólo vine a verlo porque me dijeron que iban a repartir plata”), siendo una imaginería provocadora, muy lograda y refinada justo en el terreno del cuestionamiento político donde Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (González Iñárritu, 2022) fracasa con toda su vulgaridad, ampulosidad y grandilocuencia a cuestas.

Anclada en una fotografía transfigurante e hipnótica en blanco y negro del veterano Edward Lachman, la cinta de Larraín continúa con su peculiar examen de figuras públicas y su relación política que el director ha planteado en filmes previos como Neruda (2016), Jackie (2016) y Spencer (2021), pero con el añadido del humor negro y la ridiculización in extremis del ídolo de pies de barro que, como aquel anciano de Conocerás al hombre de tus sueños (Allen, 2010) que a través del amor pretende reencontrar un nuevo sentido a la vida, azotará cual res cuando las piernas de trapo le fallen en sus primeros intentos del provecto vampiro para ligarse a la joven y deliciosa Carmen.

Entre dentelladas al cuello, minuciosas instrucciones acerca de cómo extraer de la mejor manera un corazón humano, estilizados y espectaculares sobrevuelos vampirescos sobre el Nocturno de Chile (Bolaño), y aunque lo vampírico opera en tres niveles: el fantástico (la condición del vampiro en sí), el político (el dictador-vampiro que se chupó toda la riqueza posible de Chile) y el familiar (su mujer y toda su prole de hijos vampiros chupa fortunas), Larraín no respeta las convenciones del género porque el sistema digestivo de su vampiro admite vegetales, puesto que no vomita los alimentos propios de los humanos como la vampirita Eli en Déjame entrar (Alfredson, 2008), y también es capaz de fornicar, de acuerdo a la escena coital con la monja-contadora, símil homenaje del autor hasta con peinado prestado de La pasión de Juana de Arco (Dreyer, 1928).

La máxima del escritor Jorge Ibargüengoitia de que “los grandes villanos mueren en su cama” (cfr. Autopsias rápidas, 1988) se cumple también en la película de Larraín, ya que nuestro abyecto Conde no sólo finge morir dos veces sino, gracias a su madre inglesa Dama de Hierro Margaret Thatcher (Stella Gonet) —quien se encarga de la arrulladora voz en off que conduce el relato a lo largo del filme—, rejuvenecerá cual niño inocente e impoluto porque al final, pese a toda la burla y el escarnio invertidos, el gran villano siempre permanecerá impune en la memoria histórica.

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