Relatario

Amor de mar

Septiembre, 2022

Vine a Mazatlán para curarme del odio, del dolor, del enojo por no haber podido hacer nada, por no haberlo podido evitar. Le vi azul, inmenso, y las olas me cantaron, igual que como lo decía la canción, y sentí la felicidad bíblica prometida”. Un relato de Alma Evelyn Martínez Montesinos.

Después de la última sesión de mil doscientos pesos donde el doctor me enchufó a un audio que intentaba hacerme regresar a mi más tierna infancia, mientras él dormitaba, decidí diseñar mis propias terapias. Viajaría al mar para curar el duelo de tu partida. Buscaba llorar y escribir historias tristes, exprimir completamente el dolor, el miedo, que sentí cuando moriste. Sabía que serían días terribles, pero estaba dispuesta a enfrentarlos con el valor y el ánimo que tuviera. Iría al mar, sí, ¿pero a cuál?

No sé si a los demás les pasa, pero mis primeros y más vivos recuerdos son auditivos: escucho una melodía y aparecen los olores, temperaturas, colores, estados de ánimo.

Todo, otra vez…

Vuelven los días domingo con el Sol resplandeciente y tibio, el aire fresco, perfumado a eucalipto, las nubes blancas bajo el cielo azul intenso, el olor delicioso de la salsa para el almuerzo, la ropa limpia, planchada, con que nos vestían después del baño muy temprano y la música… ¡Sobre todo la música!, que salía de la consola, esa que no debía ser tocada por los niños pues era una tecnología muy sofisticada y cara. ¿Cuántos discos tendríamos? No más de quince, creo. ¿Cuántas estaciones de radio? En casa oíamos tal vez dos, no más, porque hasta ganamos un premio contestando “oigo Radio Centro” ¿Te acuerdas? ¡Los discos, todos me gustaban! Música clásica, italiana, Festival de San Remo decía la portada, Glenn Miller, que se tocaba cuando querías bailar, música popular de diversos géneros: Chava Flores, Chavela Vargas, Pedro Infante, Cuco Sánchez, Álvaro Carillo, Cumbia Colombiana, Mike Laure…

“Mazatlán, ¡ay, mi Mazatlán!, perlita escondida entre los encantos del mar azul”, cantaba Mike Laure, del que decía abuela era tu vivo retrato. “Mazatlán, ¡ay, mi Mazatlán!, perlita divina que supo darme mi amor soñado… Oye, yo canto mi dicha, porque en tus playas con pasión me enamoré”. Frases contundentes para una niña de seis o siete años que así entendía la promesa bíblica de una vida feliz, donde el amor era posible sólo en el mar azul. Desde entonces y a partir de esa canción me enamoré del mar.

¿Cómo descubriste mi secreto? ¡Qué mejor regalo para mis quince años que llevarme a conocer el mar! Sin embargo, aquel mar no era azul, era más bien verde grisáceo, pero era el mar y no era Mazatlán, sino Veracruz. Sentí cierta desconfianza, cierto recelo de ese otro mar tan distinto al de mis sueños. Todos entraron al agua, todos menos yo…

La corriente les arrastró a los tres y yo fui corriendo a pedir ayuda, algunos pescadores en una balsa lograron sacar a mamá y hermana vivas; a ti, muerto…

No pude llorar, todo fue tan rápido, no pude llorar porque había que hacer tantas cosas, trámites, traslado del cuerpo, funeral, demasiado para tres mujeres jóvenes, mamá de 35, hermana de 19 y yo de 15, que de repente se quedaron en la más absoluta orfandad.

Por eso he estado llorando de a poco todos estos años, hasta que decidí llorar de a mucho, de una vez por todas. Fue entonces que busqué al psicoterapeuta que, no pudiendo sacarme ni una lágrima, logró solamente sacarme dinero.

Odié al mar, muchos, muchos años. Le reproché por haberme arrebatado al ser más querido, a mi amor soñado. “Oye el canto de las olas del mar que vienen a cantar para ti, diciendo así, siento la brisa de mi mar tropical y viene a decirte mujer, cantando así, Mazatlán, ¡ay, mi Mazatlán…!” Otra vez la voz de Mike Laure resonando en mi cabeza…

Vine a Mazatlán para curarme del odio, del dolor, del enojo por no haber podido hacer nada, por no haberlo podido evitar. Le vi azul, inmenso, y las olas me cantaron, igual que como lo decía la canción, y sentí la felicidad bíblica prometida. Y lloré cuantas lágrimas tenía guardadas durante todos estos años, y las vertí al mar, y las hice mar y el mar y yo nos hicimos uno y nos amamos.

Entonces entendí que para ti también él fue un amante, que te abrazó suave, lentamente, hasta llevarte a otro puerto opuesto a éste. Que te dio la muerte más cálida antes de que fueras viejo, antes de que tu vista no te ayudara a pintar esas acuarelas maravillosas, antes de que el pulso te fallara en los retratos a lápiz, antes de que tus piernas temblaran y no te dejarán subir las altas montañas. Entendí la frase de Marco Aurelio que decía que sólo los amados por los dioses mueren jóvenes.

No hubo historias tristes, ni reclamos, ni rencores…

Por el contrario, ¡me sumergí en la música de banda! Ya antes la había oído pero sin escucharla, sin entenderla o tal vez sólo había oído la que cuenta historias de narcos, de muertes y violencia. ¡Qué diferente suena “El Sinaloense” en banda y no en mariachi! Ya en el restaurante El Pirata, en el malecón, después de dos cervezas Pacífico, canté con el alma: “Por Dios qué borracho vengo, que me siga la tambora”, y metida en medio de ese ruidazal de trompetas, clarines y trombones entendí que la suerte, como bien dice la letra, es no rajársele a la muerte. Y ya con una tercera Pacífico me declaré, igual que en “El Sinaloense”, ser “de puro Sinaloa donde se rompen las olas, ¡ay, ay… Ay, ay!”

Mazatlán, ¡ay, mi Mazatlán!, me enseñaste a comprender los designios divinos y a entender las palabras de José Alfredo Jiménez, en su “Corrido a Mazatlán”, que dicen que “aquí hasta un pobre se siente millonario, que aquí la vida se pasa sin llorar”.

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