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No hay más salida que entender que nadie se salva solo: Javier Argüello

Ser rojo, la nueva novela de Javier Argüello, propone un viaje por la historia de sus padres, militantes de izquierda en los años sesenta y setenta en América Latina y comunistas cuando serlo podía llevar a la muerte. Javier indaga en la memoria de sus padres y la suya propia para relatar la historia del sueño roto de una generación que quiso cambiar el mundo. Eso sí: lejos de lo que el título pueda sugerir, no se trata de un texto de carácter panfletario. Con el escritor argentino es la entrevista… 


Galo Martín Aparicio


Javier Argüello (1972, Santiago de Chile) es el autor de Ser rojo, publicado por Literatura Random House. Me atiende vía Skype, en una habitación ocupada por un gran mapamundi, como debe ser el espacio de su pasaporte en el que indica su nacionalidad: argentino nacido en Chile y residente en Barcelona.

Ser rojo es un libro de amplias miras en el que, a través del relato de sus padres sin entrecomillados y guiones, retrata un país con las fronteras cerradas, los aeropuertos vacíos y las cárceles tan llenas que hubo que convertir los estadios de fútbol en centros de detención. Un lugar donde un libro era una mala compañía. En sus páginas también hay espacio para la ilusión y la esperanza pero, igual que sucede con la lectura de la Biblia, todo el mundo sabe el desenlace de los acontecimientos históricos que Javier Argüello se vale para hablarnos del bien común y la dignidad, valores a precio de saldo en la actualidad.

Sus padres no se fueron de Chile tras la caída de Salvador Allende porque quedarse era lo correcto, por encima de su seguridad personal. Para este autor no hay mejor educación que el ejemplo. La educación y la empresa, a la que considera que no hay que mirar como enemigo de nada ni de nadie, son claves para conseguir esos cambios sociales que la política no puede.

Ver expuesta nuestra miseria, frases que nos roban la dignidad, influyen más que algunas lecturas. Ser rojo es una mano tendida. Un libro autocrítico que critica el maniqueísmo ideológico y que reivindica la idea de que de nada sirve salvarse uno mismo si mientras tanto dejamos que se ahoguen todos los demás.

—Javier Argüello y su contexto. A Ortega y Gasset siempre hay que darle la razón…

—No hay manera de ser uno mismo sin nuestras circunstancias. Nos sentimos delimitados, yo empiezo acá y termino allá, acá termina la historia de mis padres y empieza la mía. Una de las conclusiones a las que he llegado durante este recorrido es que la historia de mis padres continúa en mí y que la mía había empezado antes de que yo llegará acá. Hablando con mis padres comprendí que esto no termina en un punto y empieza en otro. Esto es lo mismo, es una búsqueda o lucha, que tiene la humanidad como especie hace siglos y que a cada uno nos toca un momento diferente, pero que heredamos de los anteriores y prolongamos en los que vienen.

—¿Hoy qué significa ser rojo? ¿Su significado ha cambiado más para los que fueron rojos, como sus padres o para los que los rechazan?

—La tesis que se plantea en el libro es un poco que en el fondo todos podemos ser mejores. El ser humano puede hacerlo mejor. Creo que eso es una marca de la casa, de la izquierda, de la búsqueda que estaba detrás de los movimientos de la izquierda. En la época de mis padres pensaron que si transformaban las estructuras externas, la propiedad de los medios de producción, la redistribución de la riqueza, eso iba a posibilitar la transformación del individuo. La lección que tuvieron que aprender es que mientras el individuo siga siendo el mismo este mundo va a ser igual, pongas el sistema que pongas. Mientras nosotros seamos los mismos, mientras la codicia siga conduciendo nuestras acciones, el socialismo, el capitalismo, no va a funcionar. Si el ser humano empieza a entender el bien colectivo por encima de sus intereses individuales creo que bastantes sistemas pueden funcionar, pero si eso no pasa creo que ninguno puede funcionar. Estamos en un límite histórico que nos lo está mostrando. El capitalismo puede funcionar perfectamente si los empresarios no tratan de pagarles lo menos posible a sus empleados, no tratan de esquivar todos los impuestos que puedan, no tratan de exprimir al máximo toda la regulación para sacarle el máximo partido, puede funcionar. También si los dirigentes no se corrompen y no creen que ellos tienen privilegios que los demás no y no caen en el autoritarismo. Sobre el cambio de los rojos respecto a otras épocas: yo creo que algunos cambiaron, por eso no están rencorosos con la derecha, esos rojos lo entendieron como un fallo de la especie, que todavía los seres humanos no hemos aprendido a dar el salto en nuestra conciencia. Hay otros que no lo entendieron, que no cambiaron nada y siguen con las mismas consignas.

—Antes se podía ir de abajo a arriba, como su padre, del campo a la ciudad, estudiar, formarse, hoy, si estás fuera del sistema, es casi imposible que acabes dentro del mismo.

—Es muy complicado estar dentro si se está afuera. Una cosa es estar abajo o arriba, donde con cierta movilidad puedes ascender, trascender, hacer uso del ascensor de subir y bajar. Hoy en día, parece que si estás afuera entrar cuesta muchísimo. Es como que el mundo se está armando para algunos. En Latinoamérica es más crudo incluso. Hay sectores de las ciudades y de los países en los que no están contemplados que en algún momento puedan entrar. Con dos de mis sobrinos, mientras estuve de visita en Argentina, vi La guerra de las Galaxias y fue muy lindo porque pudimos hablar de muchas cosas profundas a través del lenguaje de la saga. A uno de mis sobrinos le pregunté qué es para él lado oscuro de la fuerza y me dijo que cuando la fuerza se usa para uno mismo y no para todos. Me pareció brutal, me dio como una esperanza. A veces las nuevas generaciones ya vienen con este chip puesto. Si actúas para hacerte bien a vos, sin importarte lo que pasa alrededor, no hay salida. El odio da fuerza, nos hemos alimentado mucho de él para tirar hacia delante. Es más inmediato alimentarse del odio.

—¿Qué ha incidido más en la historia, la victoria democrática de Salvador Allende y su Unidad Popular en Chile, o el golpe de Estado de Pinochet?

—Concibo la Historia como en procesos más grandes que los acontecimientos puntuales. Si Allende no llega a ganar aquellas elecciones algo parecido iba a pasar en Chile o en otro país. Íbamos a llegar al mismo punto. Lo mismo hubiera pasado con el golpe de Pinochet, de alguna otra manera también hubiera sucedido. Los procesos exceden a los acontecimientos. No creo que tenga tanta incidencia ni una persona ni un acontecimiento en la Historia, me parece que es la Historia la que toma una dirección y, un poquito antes o después, podemos llegar a los mismos lugares. Creo que este recorrido tenía que ocurrir, las dos cosas, la victoria de Allende y el golpe de Estado de Pinochet. Uno intenta encontrar hitos. Para mí el septiembre chileno del 73 fue un hito en el sentido de que a Allende le habían votado. Fue la primera vez en la historia que un pueblo votó un proyecto marxista. Hay que leer el mapa global, lo que estaba pasando en el mundo, durante todo el siglo XX, era la lucha entre estas dos tendencias, el capitalismo frente al comunismo. Ahí se rompió la baraja, votaron a favor del comunismo. Me da la sensación de que algo cambió. Creo que hubo un antes y un después en el 73 chileno. Algunas reglas que se respetaban antes de aquello dejaron de respetarse a partir de entonces.

—Sus padres se quedaron después del golpe de Estado de Pinochet. Lo hicieron porque era lo correcto. ¿Hacer lo correcto está desfasado?

—Más que la violencia, lo más grave es que se hayan perdido este tipo de valores. Cuando no tenemos un valor de nivel superior que guíe nuestras acciones es muy difícil que esto se encarrile en la buena dirección. Cuando simplemente hago lo que me conviene para el día siguiente y no pienso al respecto de sus consecuencias, es complicado que esto se arregle. Pocos valores hay de moda hoy en día. Esto viene de muy lejos, no sólo es una cuestión política. Desde que dejamos de entender al planeta como un ser vivo y lo entendemos como un mecanismo que podemos expoliar todo lo que queramos, empezamos también a fracturarnos a nosotros por dentro. Toda la concepción del Occidente moderno, emoción por un lado e intelecto por otro, en el momento que la realidad se divide en partes, en vez de entender que todo funciona de manera conjunta, es un poco la esquizofrenia que se traslada a la política, a la economía, a la educación, a todo. No sólo mi vecino y yo somos parte de lo mismo, esta especie es otra de las muchas que habitan el planeta. No puedo esperar tirar todo el plástico que quiera al mar y no enfermar.

—¿La derecha en general, sólo respeta la democracia desde el poder?

—Puedo estar de acuerdo, pero me parece que no pasa por la derecha. Creo que la gente defiende sus intereses, unos y otros. Basta ver cómo los dirigentes comunistas se aprovecharon con los experimentos de Europa del Este. Creo que es una condición humana y me parece que es importante que empecemos a pensar que no se trata de equipos, no es estos o los otros. Estamos muy divididos en España entre comunidades, en Argentina entre los que apoyan a Kirchner y los que no, en el mundo entre los hombres y las mujeres, ¿quién tiene la culpa? Siempre estamos buscando al culpable, haciendo equipo para culpar al otro. Me parece que no pasa por ahí la solución, creo que es una cuestión más general de codicia que existe en todo el espectro político. Codicia y otros elementos, que mientras no seamos capaces de transformarlos seguiremos tirando cada uno para nuestro lado, buscando el enemigo y que soy yo el que tiene la razón y puedo eliminar al otro para poder imponerme.

—En ese contexto, la educación juega un papel importante.

—La educación es fundamental. Últimamente estoy pensando cómo se puede incidir en el momento en el que vivimos y creo que la educación y la empresa son claves. A la empresa hay que dejar de verla como al enemigo. Hay muchos empresarios que ya se han dado cuenta del valor del bien común, la colectividad, etc., además de por razones de conveniencia y marketing. Cuando un empresario entiende que no puede reventar el mercado y que sus trabajadores van a rendir más y mejor cuando están felices, se pueden conseguir cambios sociales más rápidos y efectivos que desde la política. Yo no creo que la política pueda hacer esos cambios, soy un descreído. Para bien o para el mal, el motor de nuestra sociedad es la economía y las empresas son las que la mueven.

—En España, y en otro países, el empresario tiene muy mala fama…

—Es lo que te decía antes de dividirnos en equipos. Los bandos, los movimientos, están unidos porque tienen un enemigo común. Le quitas ese enemigo, y seguramente tú no te vas a entender con el de al lado de tu propio movimiento. Mientras el enemigo está ahí todos parecen que son lo mismo, parece que nos agrupamos por animadversiones afines, no por coincidencias.

—¿Cómo vivieron sus padres la caída del Muro de Berlín?

—Los dos lo aceptaron como algo que tenía que ocurrir. Al principio, inocentemente, creían que las historias que les contaban del otro lado eran propaganda. No podían creerse lo que estaba ocurriendo en el mundo socialista. Una vez que lo entendieron y lo aceptaron, no pudieron estar en contra de la caída del Muro. Para mi madre fue algo más celebrativo que para mi padre. Para él había un dejo de tristeza, había creído mucho en aquella causa. Él pensó que el Muro caería porque el capitalismo invadiría al socialismo, que se cayera solo le dio más pena. Tan importante fue su caída que nos llevaron a mi hermano, con 21 años, y a mí, con 18, a Berlín a romper el Muro. Yo en ese momento no me di cuenta de lo que significaba aquello. Parecía que sólo era una celebración, algo puramente bueno. Hoy tengo dudas, por supuesto estuvo bien que cayese, pero no sé si sabíamos lo que se venía después. Se pensaba que iba a ser un triunfo absoluto.

—¿Qué supuso para usted aquel viaje a Berlín respecto al otro que hizo a Rusia?

—El componente celebrativo de mi viaje a Berlín hoy toca matizarlo. Mi viaje a Rusia me abrió los ojos. En un tren conocí a una chica que me contó lo mucho que había sufrido su familia bajo el régimen estalinista y cómo, en las últimas elecciones, el candidato comunista había sacado el 40% de los votos y pasaron mucho miedo de que volviera el comunismo. Al decir aquella frase, “teníamos mucho miedo de que volviera el comunismo”, que en el lugar del que yo venía significaba lo contrario, para mí supuso un clik fundamental. El partido no era muy importante, no era importante en nombre de que hacías lo que hacías, lo importante era lo que hacía. La gente se justifica, confundimos mucho la justificación con la causa. Si yo digo maté a cien mil personas porque no me gusta el color rojo, la gente va a decir algo en relación al rojo, no, maté a cien mil personas porque estoy loco. Que Stalin fuera un hombre violento y un asesino no es culpa del comunismo, del mismo modo que lo que hizo Pinochet no fue por culpa del libre mercado. Es culpa porque Stalin y Pinochet son así. Mucha gente es así, lo que pasa es que la mayoría no tiene los recursos para hacerlo.

—Dice en su libro que no falló el sistema, que fallaron las personas que lo trataron de llevar a cabo, ¿puede explicarlo?

—Muchos de los líderes políticos que dirigen los países no sólo se escogieron, es que salieron de este planeta. Toca revisarnos, hacer un trabajo adentro de cada uno. La educación no es otra cosa que ejemplo. Yo no aprendo de mis padres cuando me sientan y me dicen que lo importante es esto y aquello, yo aprendo mirándolos cuando ellos no se dan cuenta. Si ellos se manejan con cierta dignidad y ciertos valores no tienen nada que contarme para transmitírmelos. Si cada uno explora para adentro, si trata de comportarse como cree que debería de hacerlo, es esa la mejor educación.

Ser rojo, no busca el conflicto, es una mano tendida, ¿quién le gustaría que lo leyera?

—Todo el mundo (ríe). Lo que me gustaría es que el libro abriera un debate entre estos dos supuestos bandos enfrentados. Tengo muchas ganas de que el libro llegue a Latinoamérica y lo lean amigos que tengo de derechas y de izquierdas. La conexión entre bandos, teóricamente irreconciliables, es un objetivo de vida. Yo doy un seminario de Ciencia y Literatura, juntar la manera de aproximarse al mundo de la ciencia y la literatura no está tan lejos de los bandos de los que estamos hablando, no son cosas tan opuestas. La esquizofrenia que vivimos no parte de la política, parte de otros lugares y tenemos que empezar a entender que esto son procesos y no hechos aislados.

—Sería bueno saber cuándo la política se convirtió en una rivalidad como la de Boca y River…

—Creo que hay una cuestión muy humana en todo esto. Los grandes sabios de la humanidad ya hablaban al respecto de la misma. Confucio hacía referencias a la mancomunidad, tenemos que llegar al punto en el que los viejos que no tengan hijos sean cuidados por otros. Tenemos que ocuparnos unos de otros. El hecho de que todavía no hayamos conseguido amarnos los unos a los otros no significa que no vayamos a conseguirlo más adelante. Eso sí, si la situación no cambia esto se acaba, lo cual no me parece muy dramático. Nuestras vidas sí o sí se van a acabar, que se acaben todas juntas o por separado no sé si es muy distinto. Pero da rabia no hacer el intento de tratar de cambiar algo.

—Cuenta en el libro que su madre le dijo que eran tan esquemáticos, tan llenos de prejuicios, que a la gente había que vencerlos o adoctrinarlos. Hoy sigue pasando, ¿no le parece?

—Sin duda. Es muy difícil entender que el otro no está en otro. Es un espejo que refleja las partes que no nos gustan de nosotros mismos. Estamos muy poco acostumbrados a mirar para adentro. Los viajes a Oriente los hice porque me interesa mucho qué pasó y cómo se ve allí lo que ha sucedido. Di una conferencia en el Instituto Cervantes de Pekín, junto con un profesor chino, acerca de cuáles son los grandes relatos que conforman el imaginario de Occidente y Oriente. En Occidente los grandes relatos siempre son héroes que conquistan reinos, héroes que luchan contra enemigos externos. Pocas veces el héroe tiene un conflicto interno, consigo mismo. Lao Tse dijo que un héroe es aquel que conquista mil reinos, un hombre virtuoso es aquel que conquista su propio corazón. Ahí hay una clave importante, nosotros estamos muy acostumbrados a mirar hacia afuera, los nazis o las abejas asesinas o la invasión extraterrestre, lo que sea. El mal siempre viene de afuera. Normalmente para librarnos de ese mal hay que dispararle y adentro, ¿qué está pasando? En el fondo, lo que está pasando afuera es un reflejo de lo que está pasando adentro. En Occidente hace varios siglos que tenemos olvidada la parte de adentro.

Javier Argüello.

—¿En qué se parece más a su padre, en los rasgos físicos o en sus ideas?

—Vi una foto de mi padre cuando tenía 18 años y parecía que me estaba mirando en el espejo. Mi padre dice que yo soy más optimista de lo que son mi madre y él. Yo creo que no, pero esta parte de incorporar la fe en el ser humano parece que yo la tengo un poco menos corrompida que ellos. Aunque hoy en día cuesta. Creo que nuestra lucha es poder ilusionarnos con algo, porque está complicado. Vivir sin ninguna ilusión es hacerlo en el infierno. Hay que buscar, encontrar alguna causa que nos haga levantarnos con ganas. No puede ser sólo levantarse para pagar las cuentas, eso es un horror. Hoy en día hay muy poca gente que mire hacia adelante, yo me incluyo, que lo haga con ilusión. A nivel macro de los sentimientos no tengo una gran esperanza de que esto se ponga menos complicado. La vida es muy corta y la historia es muy larga y sí podemos ayudar a que la historia tome una dirección u otra. No tengo hijos, pero me siento responsable de cómo voy a dejar el mundo a los que vienen detrás.

—Los militares en Chile tranquilizaban a la población diciendo que sólo tenían que preocuparse los comunistas, los extranjeros y los delincuentes, ¿sigue cumpliendo dos de las tres condiciones? Es un sospecho habitual allá donde va.

—No puedo evitarlo, aunque comunista no soy, después de este libro capaz sí, pero tengo algo mucho peor, ser argentino. Allá donde voy desconfían de mí. Para empezar tengo que demostrar que soy un tipo de fiar. No reniego de ello, siquiera me da rabia. Igual que se piensa que los empresarios son tal cosa, los argentinos tenemos que saber que piensan que somos unos cabrones. Es así y no hay que quejarse, ni pretender cambiar la mentalidad de todo el mundo. Tenemos que empezar a trabajar nosotros para que el resto cambie. Yo he sido extranjero en todas partes y eso significa ser alguien en quien desconfiar, que tiene menos derechos que los demás. Es parte de mi historia y no va a cambiar.

—¿El problema sigue siendo el ser humano y el único camino visible sigue siendo el de la rojedad?

—Si entendemos la rojedad de la manera que la planteo en el libro, sí. Si la entendemos como que hay que agarrar los fusiles e ir a la plaza a gritar consignas revolucionarias, no. No hay ninguna otra salida que entender que nadie se salva solo. Quien no lo crea es tonto, nadie puede vivir y estar al salvo en un castillo de cristal mientras el mundo se viene abajo.

Esta entrevista fue publicada originalmente en CTXT / Revista Contexto, y es reproducida aquí bajo la licencia Creative Commons.

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