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Un adiós a Vasilis Vasilikós

El prolífico y reconocido autor griego, también incansable activista político, falleció en noviembre pasado; la poeta y traductora Guadalupe Flores Liera le dedica unas líneas, a manera de despedida

Enero, 2024

El 30 de noviembre de 2023 murió en un hospital de Atenas, a los 89 años, Vasilis Vasilikós, uno de los escritores griegos modernos más aclamados y traducidos; también, uno de los más prolíficos (con más de un centenar de libros publicados, entre novelas, relatos, obras teatrales y poesía, así como periodismo). Incansable activista político, suya es la novela Z —una crítica de la corrupción política inspirada en los eventos reales que rodearon el asesinato del político griego de izquierdas Grigoris Lambrakis—, que sería llevada a la pantalla magistralmente por el cineasta Costa-Gavras. Desde Atenas, la poeta y traductora Guadalupe Flores Liera le dedica unas líneas al autor griego, a manera de despedida y homenaje.

A Víctor Roura

El 30 de noviembre de 2023 murió en un hospital de Atenas, a los 89 años de edad, Vasilis Vasilikós, uno de los escritores griegos modernos más aclamados y traducidos. Su reconocimiento no era para menos.

No es fácil producir 120 libros que abarcan todos los géneros y convertirse en el escritor emblemático de un país por cinco décadas. Vasilikós lo logró. A los 15 años escribió su primera novela, Τα Σιλά [Los silos], en la que relataba la invasión y ocupación de Bulgaria (1941-1944) a su tierra natal, Kavala, en el norte de Grecia, ciudad en la que había nacido el 18 de noviembre de 1934. A los 21 años escribió una de sus primeras obras maestras, Τριλογία: Το Φύλλο, Το Πηγάδι, Το Αγγέλιασμα [Trilogía: La hoja, El pozo, La angelización] que reunió en un tomo en 1961; en 1962 recibió por ello el Premio de los Doce, importante reconocimiento que los escritores destacados de entonces otorgaban a la, según su juicio, obra más sobresaliente del año anterior. A los 32 años, después de una docena de títulos publicados, escribió la obra que lo catapultó a la fama, Z, donde novelizó el asesinato del médico, líder político y activista por la paz Grigoris Lambrakis y alertó sobre los peligros que condujeron a Grecia al golpe de Estado de los coroneles que impusieron una dictadura (1967-1974). La película fue llevada a la pantalla magistralmente por Costa-Gavras en 1969 y continúa siendo un importante punto de referencia cinematográfico. En 2018 Vasilikós publicó Glafkos Thrassakis, la novela que consideró su más importante apuesta como creador y a la cual dedicó 30 años hasta lograr su forma definitiva.

Vasilikós es uno de los escritores griegos más traducidos, obras suyas circulan en 33 idiomas, además del sistema Brayle. Fue poseedor de una recia personalidad, fue tan talentoso como generoso, dedicó parte de su tiempo a impulsar a los jóvenes creadores de su país, ejerció paralelamente el periodismo y no dejó de observar con mirada crítica pero llena de comprensión la realidad de su tiempo, que pronto era trasladada al papel mitificada, desde la segunda guerra mundial, las ocupaciones alemana, la británica y luego la tutela estadounidense, así como la guerra civil, la dictadura, el ingreso a la OTAN, a la Unión Europea, hasta llegar a la crisis económica y la atípica dictadura financiera de nuestra época. Los mitos, las realidades, la vida social, psicológica y política, los sueños y las aspiraciones de sus contemporáneos quedaron plasmadas en su obra de fuertes tintes autobiográficos. Fue el introductor de la non fiction novel en Grecia y su intención fue crear con su obra el mural de su tiempo, tal y como lo hicieron con sus frescos los muralistas mexicanos posrevolucionarios.

Todo el mundo, afirmaba, contiene aun inconscientemente a la época que lo conforma y lo determina. Se consideraba un escritor vivencial que tuvo la dicha de poder consagrarse por entero a aquello para lo que se sentía inclinado. No creía en el talento sino en el trabajo diario, en la lectura constante que ayuda a generar nuevas obras.

Pocos días después de su fallecimiento murieron dos importantes figuras del deporte y de la música popular de Grecia, ambos fueron expuestos a la honra pública en sendas capillas fúnebres, sin duda alguna ambos merecían el homenaje, expresión del cariño del público. La afluencia contrastó fuertemente con la escasez de personas que había conformado el cortejo de Vasilikós y, más aún, con el silencio de la mayor parte de la prensa mundial ante el acontecimiento. Han cambiado los aires y no gozaba ya de la aceptación de antes, aunque gozara del reconocimiento y respeto de buena parte de sus coterráneos. Tal vez 120 títulos que encierran el testimonio del testigo privilegiado de una época tengan hoy día menos valor que algunos mensajes en la Red.

A excepción de un par de portales informativos, en México ni siquiera un periódico dio la noticia de la muerte de quien fue el escritor emblemático de Grecia por más de medio siglo. Sin duda, la libertad que eligió siempre y su independencia como escritor habían creado desde hacía años un marco de mutismo en torno suyo, ya que permaneció activo hasta el último día. Innumerables fueron las editoriales de México y de España que guardaron silencio ante repetidas propuestas de editarlo, si no rechazaron francamente publicar la traducción de algunos de sus títulos, ninguno de los cuales desmerece en absoluto del título que lo catapultó a la fama.

En Grecia se le hizo el vacío y pagó evidentemente su permanente apoyo a la izquierda y en concreto su apoyo a Alexis Tsipras y a Syriza, partido por el que fue diputado de julio de 2019 a mayo de 2023. La ministra de cultura del gobierno de derecha que rige hoy los destinos de Grecia se limitó a enviar una corona fúnebre, fue la única “presencia” gubernamental ese día.

Recupero ahora una reseña de sus memorias filológicas plasmadas en el libro Memoria de tinta; una primera versión de este texto apareció publicada en 2013 en la revista 451Efe, que circulaba en Pachuca, Hidalgo.

(Grecia, 9 de enero de 2024).

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Vasilis Vasilikós: “Sólo recuerdo lo que he escrito”

Guadalupe Flores Liera

Vasilis Vasilikós, Μνήμη από μελάνι [Memoria de tinta],
editorial Dioptra, Atenas, 2011, 452 pp.

“Cada vez más me siento como Glafkos Thrassakis, que vivía la realidad como si de una novela se tratara, que transformaba la vida en mito para soportarla.” Esta frase de su autoría elige Vasilis Vasilikós como epígrafe de las “páginas sueltas de un diario”, a las que titula Memoria de tinta. A continuación, el reconocido autor griego se zambulle en el mar de los recuerdos y extrae, sin seguir un orden cronológico, los hechos que lo marcaron para hacer de él el escritor que es.

Portada del libro Memoria de tinta.

Es probable que mucha gente pueda preciarse de haber descubierto su vocación a temprana edad, lo que no es seguro es que pueda enorgullecerse de haberla servido con fidelidad, sin haber hecho de ella instrumento de transacciones y que, en los “atardeceres llenos de recuerdos”, ante la inminencia de la ominosa noche postrimera, pueda declarar que si su vocación no lo hizo rico, en cambio lo hizo sentirse pleno: “Si muero en la calle es lo de menos. ¿Qué sentido tiene un ataúd lujoso?”, reflexiona el autor, mientras recuerda los temores paternos ante la decisión terminante del hijo que no deseaba otra cosa en la vida que ser escritor.

Vasilikós coloca su mesa de trabajo en Boliguay —un país mítico de América Latina que tiene semejanzas con la Grecia de los coroneles y que forma parte del imaginario griego—, al que llega haciendo el papel de acompañante de un amigo que va en pos de revivir la epopeya del “Che”. Detenidos por las autoridades migratorias apenas cruzar la frontera, son trasladados a un hotel en el poblado de Muyupampa, en donde permanecerán por meses, en espera de ser deportados. Así da inicio esta narración del entonces que el lector está invitado a seguir como si del ahora se tratara.

Rodeado de ese mundo extraño, confinado en principio a una habitación y después a unas cuantas calles donde realizar largos paseos, el personaje que narra, que se ha adueñado ya del autor, realiza el esfuerzo de recuperar los recuerdos desarticulados que, una vez puestos en el papel, comenzarán a revelar el misterio del porqué de su evocación.

“Recuerdos filológicos” llama Vasilikós con ironía a estas memorias, porque la erudición y la crítica están ausentes y porque el eje rector es la relación de lo que narra exclusivamente con la escritura. Se trata de la cristalización de una vida vista a través de sus huellas sobre el papel. En consecuencia los recuerdos no podrían ser otros que aquellos que el autor adquirió en el ejercicio cotidiano de su oficio.

Desde el principio, la vocación por la escritura se revela al lector no como la segunda piel del autor, sino como la única forma de tocar el mundo que conoce. Convertido de entrada en el personaje principal de su relato, el escritor crea todavía un alter ego más, al que nombra Señor Maroulis [Lechuga]. Apelativo que elige en el momento en que alimenta con hojas de lechuga al loro que le sirve de compañía. Este personaje paralelo tiene su propia problemática y elige como su vehículo expresivo el lenguaje purista. Es el yo escritor que brota durante el aislamiento —el alejamiento voluntario o involuntario del mundanal ruido—, sin más compañía que una máquina de escribir, herramienta que al carecer de memoria obliga al escritor a proporcionársela. Maroulis es el yo literario con el cual contiende y que, a semejanza del loro al cual intenta enseñar palabras, se alimenta de lo fresco: las hojas frescas del hoy que serán mañana las hojas amarillas de los libros que el lector leerá.

De aquí parte uno de los motivos principales del libro: Vasilikós declara que su obra no es la transmutación de la vida en obra literaria. Todos sus libros fueron escritos en el momento en que los hechos que les dieron origen sucedían, si no hubiera escrito en ese momento no hubiera escrito jamás: “Así soy yo. Es mi mayor defecto y mi mayor virtud. […] No espero a que los acontecimientos se enfríen para transformarlos en literatura. Hago lo que puedo, mientras están en ebullición. Fríos, templados, rememorados o narrados históricamente no me interesan. Por esta razón no puedo escribir novela histórica, a menos que sea una parodia, una obra cómica. Yo puedo transformar el presente en pasado. Lo que no puedo es revivir el pasado. Creo que ésta es una de las claves principales de mi psicosíntesis, el ojo de la cerradura a través del cual se me podría examinar psicoanalíticamente en relación al acto creativo, que para mí continúa siendo inescrutable, oscuro. ¿Qué lleva a escribir? Lo ignoro”.

Vasilikós deja en claro lo siguiente a lo largo de estas páginas: él no es un literato, es un escritor. No es alguien que se ocupa de la literatura, entendida como técnica de las palabras y que, en resumen, lo cubre todo y no significa nada. Él escribe, es un creador y su oficio es vivir y transformar las vivencias en mitos. Su arte, como él lo entiende, es el único en el mundo que no permite que el hombre que lo ejerce pueda escapar de sí mismo: “Únicamente un arte, un oficio no logra escapar a su aflicción: la escritura. Porque a través de ésta la vida se reproduce y el olvido fácil se vuelve imposible”.

Igual que otros son literatos o periodistas o poetas, él se autodefine como un escritor que hace uso de todos los géneros que su oficio requiere para expresar algo. La palabra escrita es su medio de expresión y su forma de hacerse presente en el mundo. La vida es su material de trabajo, los acontecimientos fugaces que encierran en sus detalles los símbolos que le permiten descifrar el mundo que lo rodea. Saber elegir la materia de su arte es su oficio y en esto se ha demostrado un maestro consumado.

Memoria de tinta no es una autobiografía en sentido estricto, tampoco son unas memorias en el sentido tradicional, es lo que se puede llamar evocación ad libitum. Vasilikós rechaza la escritura lineal porque la memoria es palindrómica, salta, va en busca del eslabón perdido y regresa para enlazar donde haga falta para develar sus motivos. Esto implica una labor titánica de parte de quien “sólo recuerda lo que ha escrito”, porque lo que el autor recuerda es únicamente aquello que de una manera u otra está relacionado con la escritura. A saber:

Personajes de la vida real convertidos en mitos: El abuelo cazador, que con sus relatos le descubrió su vocación; el pequeño hebreo Ino, entrañable amigo de la infancia conducido al holocausto durante la guerra; Nikos Papahatzís, el maestro que de verdad le enseñó a leer y comprender el peso de las palabras (“Todo el año consagrados a analizar una sola frase…”) y que también le enseñó “que la vida es dolor”; Grigoris Athyridis, talento musical que le dio al personaje “Orfea” de su primer libro El relato de Jasón; Karambet Kalfagián, el “Andreas” de Víctimas de la paz, su segundo libro; la hermosa secretaria Fofó, su fantasía infantil, que murió al desbarrancarse el autobús en que viajaba y que le inspiró un poemario, Safo; el profesor de francés Henri Heret, cuya observación casual respecto a un filodendro que ocupaba ya todo un rincón de su casa le dio la frase que unos años después se convertiría en su novela La hoja; la obra de Zakharías Papandoníou, “escritor estremecedor; [de] relatos labrados, tallados en caoba…”; su primera esposa, Mimí, muerta de manera trágica, quien lo apoyó incondicionalmente para que pudiera consolidarse en el oficio del cual aspiraba a vivir, sin hacer concesiones… Seres humanos que lo marcaron, cristalizados por su drama y por su contenido simbólico.

Sucesos donde convergía en todo su dramatismo la complejidad y la problemática de la sociedad en un determinado momento, que dieron origen a: El agua de Cos, ante las deficiencias de la sanidad pública surge la fe en el milagro; Z, un asesinato político; K, el banquero que compró un banco con el dinero robado al mismo banco; El médico forense, cómo el dinero compra la justicia, etc., en los cuales los sucesos mismos son los protagonistas de las obras que lo convirtieron en el introductor de la novela-documento en Grecia.

Las lecturas que lo marcaron o que le sirvieron de punto de referencia para nuevas obras: El idiota de la familia, de Sartre; La vida real de Sebastián Knight, de Nabokov —que dio origen a Glafkos Thrassakis, la novela que considera su más importante apuesta como escritor—; A sangre fría, de Capote, que lo desbloqueó para escribir Z; La peste, de Camus, como trasfondo a Víctimas de la paz.

Escritores y personalidades abajo del pedestal, no por afán de exhibirlos, sino porque los conoció de cerca; al fin y al cabo, prestigios que sólo el paso del tiempo dibujará en su exacto contorno: Giorgos Seferis y Odysseas Elytis, “Esta es nuestra cúpula intelectual […] toda una vida ahogada en la concertación política […]”; Melina Mercouri y Jules Dassin, quienes le tendieron la mano en el exilio; Manos Hatzidakis, quien impulsó sus primeros pasos; Mikis Theodorakis, Nikos Gatsos, Thódoros Anguelópoulos; Andreas Papandreou, recostado en el sillón del psicoanálisis, y muchos otros, quienes comparten páginas con Julio Cortázar, Marguerite Duras, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Régis Debray, etcétera.

Seres humanos que o no figuran en ningún manual o han sido olvidados: Alekos Panagoulis, el héroe de la resistencia contra la dictadura; Dimitris Despotidis, el fundador de la editorial “Themelio” [Cimientos] y su mentor; Marios Vaianós, el descubridor de Kavafis y el verdadero nexo de los creadores locales con la diáspora, y tantos otros personajes que “al exprimir las cáscaras de limón de la memoria” caen como gotas que manchan el papel y dejan su marca indeleble antes de secarse.

Asimismo, las “ciudades-cementerios” de los años setenta-ochenta, Roma y Berlín, donde “extraño entre extraños y sin conocer la lengua” —algo análogo al Boliguay “donde prevalecía una relativa democracia”— logró escribir la parte más extensa de su obra. Ciudades, personajes, acontecimientos, lecturas, viajes que despertaron las potencias que el amor, la felicidad y las ciudades interesantes y ricas adormilaban.

Para Vasilikós escritura y libertad van de la mano. Alternar oficios para resolver los problemas de sobrevivencia significa verse expuesto a elegir en un determinado momento la seguridad. Sabe que el mundo presiona al escritor a claudicar de su independencia, lo obliga a contemporizar si no quiere morir en la calle: no todos resisten. En los años en que Vasilikós debió resolver este dilema, un puesto en el servicio público significaba algo análogo a un premio por buena conducta, además de someterse al sistema. Ni su espíritu independiente, ni su decisión de defender el derecho a ejercer su oficio en libertad le permitieron claudicar.

De hecho, Vasilikós luchó como nadie antes que él para que en Grecia pudiera vivirse de ejercer la escritura. Más todavía, luchó para que se reconociera el oficio de escritor pura y simplemente, tal y como otros pueden llamarse abogados o médicos. Siete años se esforzó en convencer a los empleados de la compañía telefónica de registrar su nombre acompañado de la palabra “escritor”. Y, gran ironía, cuando por fin lo consiguió tenía ya las maletas preparadas para emigrar, habiendo comprobado ya que en su país no le sería posible vivir de su oficio.

Vasilikós no es el superhéroe de sus memorias, sino el antihéroe de un mundo que lo obliga a apoyarse en la pluma como en un bastón que lo mantiene en pie. Sin embargo, no cree que se nace escritor, se trata de un oficio que se adquiere a fuerza de trabajo, que se aprende en el ejercicio cotidiano.

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Vasilis Vasilikós nació en Kavala, Grecia, en la prefectura de Macedonia, el 18 de noviembre de 1934. Vivió la segunda guerra mundial y la ocupación alemana, fue testigo del traslado de la comunidad judía de Tesalónica a los campos de exterminio, vivió el bombardeo de este puerto por los alemanes y por los ingleses, la guerra civil, el tutelaje de Grecia por los ingleses y después por los estadounidenses. Estudió Leyes en la Universidad Aristotélica de Tesalónica y producción radiofónica y televisiva en la Universidad de Yale y después en la Drama School de Nueva York, previendo la llegada de la televisión a su país y como alternativa a la falta de escuelas de cinematografía.

A comienzos de 1967, dispuesto a continuar su lucha por la sobrevivencia ejerciendo únicamente su oficio, se trasladó a París con el dinero que había recibido como adelanto de los derechos de traducción de Z. Con los ahorros agotados, el 20 de abril emprendió el regreso en tren a Grecia desde Estocolmo, a donde había asistido para la presentación de la traducción de su Trilogía al sueco. En el trayecto, el 21 de abril, oyó por radio la noticia del golpe de Estado de los coroneles; el viaje terminó en Italia y comenzó su vida en el exilio.

Al caer la dictadura en 1974, decidió continuar afuera, salvo un paréntesis de tres años (1981-1984), en que fue director adjunto de ERT —la recién borrada de un plumazo Televisión Estatal Griega. Regresó definitivamente a Grecia en 1994. De 1996 a 2004 fue embajador ante la Unesco. Durante 25 años condujo para ERT el programa sobre libros “Axion Estí” [Dignum est]. Casado con la soprano Vaso Papandoníou, tuvo una hija con ella: Evridíki.

En 1967, después de haber leído Z y ante los acontecimientos políticos en su país, Costas Gavrás, el cineasta griego radicado en Francia, decidió convertir ese libro en su siguiente película. El éxito internacional del filme catapultó a Vasilikós a la fama y lo convirtió en el primer escritor best-seller de Grecia; logrando, de paso, dedicarse de lleno a su oficio.

Diversas ediciones de Z, posiblemente la novela más famosa de Vasilikós.

Pero Vasilikós ejerció otros oficios. Fue actor aficionado, ayudante de director, lector de guiones, documentalista, guionista, periodista, poeta, novelista, biógrafo, traductor, dramaturgo, cuentista.

El año pasado, a sus 89 años, fue testigo del 70 aniversario de la publicación de su primer libro, El relato de Jasón; se cumplieron, además, sesenta años de la muerte de Grigoris Lambrakis, el diputado de izquierda asesinado por paragubernamentales el 22 de mayo de 1963, crimen político que se convirtió en el tema de Z.

Entre otros reconocimientos, Vasilis fue recipiendario del Premio de los Doce (1962), Premio Mediterráneo (1970), Premio Estatal de Relato (1980), que rechazó. Premio Oficial de Artes y Letras de la República Francesa, doctor honoris causa por la Universidad de Patras, miembro del Congreso Internacional de Escritores, presidente de la Sociedad de Escritores de Grecia.

Vasilikós rechazó la etiqueta de escritor “militante”, porque no era un soldado. Para él existía únicamente el individuo que participa en el devenir social mediante rupturas, esto fue lo que procuró lograr con su obra. Escribir era para él una necesidad orgánica, no distinguía entre sus libros ningún título en especial porque todos eran parte de un mosaico. A la manera de los grandes muralistas mexicanos, el escritor había señalado que con su obra quiso dejar constancia de la dramática segunda mitad del siglo veinte griego.

En su obra predominaba la mitificación o la desmitificación, según las circunstancias, pero no la fantasía o la inspiración, algo que ni siquiera comprendía.

Haciendo acopio de ironía, Vasilis fabricó su propio confinamiento para escribir sus memorias. Era su forma de satirizar las imposiciones de los totalitarismos y los autoritarismos. Por eso eligió como su escenario “Boliguay” y “Muyupampa”, porque, como aseguraba, se puede confinar el cuerpo, pero no el espíritu. Se puede impedir el desplazamiento y el contacto con el mundo, pero esto sólo sirve para que la memoria libere sus potencias, aceite su mecanismo y haga aflorar el caudad de vida acopiado por uno, por experiencia propia, por el relato ajeno o a través de los libros.

Más todavía, en el aislamiento se puede convertir a sí mismo en su propio personaje y desdoblarse en infinidad de alter ego. Qué importa que no exista editor o lector, él era su propio lector y fue su propio editor infinidad de veces. Esto no servía de escollo, pues, sentenció una vez: “Cuando no escribo, me siento desdichado. Cuando escribo, me olvido de mi desdicha. Cuando no tengo ganas de escribir, significa que soy feliz”.

Con Memoria de tinta, Vasilikós recordaba a quienes opinan que el escritor es un ser inútil o que los libros no sirven de nada; y que, tal y como él mismo “sólo recuerda lo que ha escrito”, igual sucede con la humanidad: a las palabras se las lleva el viento.

[Una primera versión de este artículo fue publicado en revista 451efe, Hidalgo, México, núm. 9, agosto de 2013. Este texto ha sido ligeramente editado y actualizado.]

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