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Lillian Hellman, cuatro décadas después

Tiempo de canallas

Mayo, 2024

Junio la vio llegar a este mundo en 1905, y también la vio marcharse 79 años después, en 1984. Protagonista indiscutible de la vida intelectual del siglo XX su figura adquiere tintes míticos cuando se repasa su biografía, se cumplen 40 años del fallecimiento de Lillian Hellman. Fue autora teatral y guionista de éxito, fue periodista de primera línea y también compañera sentimental (durante una treintena de años) del escritor de novela negra Dashiell Hammett. Mujer de carácter se definía como una persona arisca, de carácter difícil, fue asimismo una izquierdista perseguida por el fanático senador McCarthy, quien la acusó de comunista (un hecho que la obligó a renunciar a su carrera de guionista en Hollywood al negarse a declarar acerca de sus actividades políticas). En las siguiente líneas, Víctor Roura la recuerda.

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Más de medio siglo después, el lunes 5 de mayo de 2003 el Senado estadounidense finalmente hizo públicas las transcripciones de los interrogatorios que Joseph McCarthy realizó a puertas cerradas a aproximadamente medio millar de supuestos comunistas en el despótico periodo norteamericano también conocido como el de la “cacería de brujas”. Más de cinco mil páginas, según la agencia Reuters, no develan pruebas, espías encubiertos o verificación alguna de las teorías de conspiración de las que se apoyó McCarthy para justificar sus acciones durante su vergonzosa carrera política, que se vino abajo a partir del 2 de diciembre de 1954 cuando por fin su taimada y cobarde actitud (luego de que Joseph Welch, abogado legal del ejército de Estados Unidos, a quien McCarthy quería también involucrar con el comunismo, le espetara antes de entablarle una demanda: “¿Tiene usted algún sentido de la decencia?”) fuera reprobada por el Senado en pleno con 45 votos en su contra, luego de lo cual el infame McCarthy se sumió en la mediocridad del anonimato muriendo tres años después, en 1957, por su incontrolable alcoholismo.

“Esperamos que los excesos del macartismo sirvan como advertencia a las futuras generaciones”, declaró la senadora republicana Susan Collins, una de las responsables de la apertura de estos archivos que se habían mantenido inexplicablemente en secreto. Carl Levin, el otro supervisor del proyecto, señaló a su vez que “la historia es una maestra poderosa, y estos documentos ofrecen muchas lecciones sobre la importancia de que haya un gobierno abierto, un proceso justo y un respeto hacia los derechos individuales”.

Pero, bueno, la desgracia que entonces recayó en innumerables personalidades nadie va a poder resarcirla, como fue el caso del tristemente célebre escritor Dashiell Hammett, a quien luego de su encarcelamiento no le permitieron nunca más el cobro de sus regalías, muriendo en 1961 en un alarmantemente endeble estado monetario: el fisco estadounidense, durante una década, se apoderó de manera ilegal de sus ingresos mientras fue sospechoso de comunismo en la era macartista, que desde 1947 salió a la escena para perturbar el orden público. Y ya desde ese año, apunta Garry Wills, el Comité de Actividades Anti-Norteamericanas “había dado a conocer sus amplios poderes exigiendo exámenes ideológicos para los productos norteamericanos, comenzando por el cine”. Una película de 1944, por ejemplo, trastornó “especialmente” a los miembros del Comité, que “pidieron el testimonio experto de la novelista Ayn Rand, y ella identificó al punto la falla principal del filme: los rusos aparecían sonriendo.

—Es uno de los trucos más corrientes de la propaganda comunista: mostrar a los rusos sonriendo —dijo la escritora.

“Como la propaganda rusa mostraba a los rusos sonriendo —dice Wills—, y esta película estadounidense también, por tanto esta película formaba parte de la propaganda rusa. Éste es el tipo de lógica que ha hecho famosa a Ayn Rand, y que deslumbró a los pupilos congresistas que la habían citado en 1957 para que los instruyera. Richard Nixon fue uno de aquellos discípulos, y en esa ocasión no tuvo ninguna pregunta qué hacer a Ayn Rand sobre su silogismo de las sonrisas”. Únicamente el diputado John McDowell tuvo algunas reservas al respecto:

—¿Ya nadie sonríe en Rusia? —preguntó a Rand.

—Bueno, si usted habla en sentido literal, le diré que no mucho —respondió la escritora.

—¿Ya no sonríen? —insistió el diputado.

—No de esa manera. Y si lo hacen, es en privado y casualmente. Desde luego, no es un acto social. No sonríen para aprobar su sistema.

Por eso Wills sugería que, cuando escribiera la novelista sus guiones fílmicos, debía añadir seguramente extrañas acotaciones a sus libretos: “Sonría en forma casual, no socialmente”. Y uno parece estar viendo, digamos, a Anthony Quinn sonreír de modo casual, no social.

En fin.

Lillian Hellman. / Foto: Bernard Gotfryd.

2

Ahí, junto al fiero e inquisidor McCarthy, estaba por supuesto Richard Nixon, que también interrogaba con saña inaudita a los probables e ingratos hijos del socialismo, como el actor Robert Taylor, quien protagonizara la cinta Song of Rusia.

—En lo que a usted respecta —dijo Nixon a Taylor—, incluso en el caso de que se viera afectado en su popularidad, en su reputación, o en cualquier otra forma por presentarse ante este Comité, ¿siente que está en lo justo al comparecer? ¿Volvería usted a hacerlo si se le pidiera?

Taylor, para salvarse de la hoguera inquisitorial tal como lo hicieran cientos de artistas e intelectuales estadounidenses, respondió solemnemente:

—Por supuesto que sí, señor. Tengo una fe lo bastante grande en nuestro pueblo norteamericano y en nuestros principios norteamericanos para creer que pueden ir de la mano con quien prefiera nuestro sistema norteamericano así como nuestra patria norteamericana, antes que a cualesquiera otras ideologías subversivas que pudieran seguir existiendo y por las que pudieran criticarme.

Dicha respuesta obtuvo, y mereció, enfatiza Wills, “un aplauso estrepitoso: cualquiera que pueda incluir el término norteamericano cuatro veces en una sola frase merece nuestra admiración”.

Ya para 1947, ha de aclararse, el Comité de Actividades Anti-Norteamericanas llevaba “casi una década de existencia. Pero había sido una operación desordenada y casi clandestina; se especializó en insinuaciones anti-semitas y raciales bajo la presidencia de dos demócratas sureños (Martin Dies y John S. Wood). Los congresistas respetables procuraban no tener nada que ver con él”.

Sin embargo, en 1947 las cosas cambiaron drásticamente: “Un Harry Truman agresivo había dado comienzo a la Guerra Fría en la primavera de 1947 con su plan de rescatar a Grecia y Turquía. Introdujo simultáneamente un nuevo programa de lealtades: amplió las investigaciones a todos los empleados federales (requisito que no había sido impuesto ni siquiera en tiempo de guerra). El Departamento de Justicia de Truman convocó al Gran Jurado de Nueva York, que habría de considerar que el mero hecho de pertenecer al Partido Comunista era causa de procesamiento según la Ley Smith”.

Y aparecerían, luego, las listas negras y el abominable Joseph McCarthy para crear su propio tiempo fantasmal, que Lillian Hellman denominara atinadamente “de canallas”.

3

Dice la estadounidense Lillian Hellman —fallecida diez días después de haber cumplido 79 años de edad hace ya cuatro décadas, el 30 de junio de 1984— en su libro Tiempo de canallas (editado en español por el Fondo de Cultura Económica) que no le fue fácil escribir su participación en dicho periodo —“triste, cómico y a la vez desdichado”— de la historia norteamericana por algunas “extrañas obsesiones” difíciles de explicar, consistentes, sobre todo, “en la incapacidad de sentir demasiada animosidad contra las figuras destacadas de la época”, precisamente todos aquellos que la castigaron: los senadores McCarthy y McCarran y los diputados Nixon, Walter y Wood, “todos eran lo que eran: hombres que mentían cuando era necesario mentir y que calumniaban aun cuando no era necesario calumniar”.

El grupo de McCarthy (“término demasiado genérico para todos ellos —dice Hellman—: politiquillos de corredor, congresistas, burócratas del Departamento de Estado, agentes de la CIA”), al escoger el tema del fantasma anti-rojo, “demostró más cinismo que el propio Hitler al escoger el del anti-semitismo. Hitler al menos, y la historia no puede ya negarlo, estaba profundamente convencido de la impureza de los judíos. Imposible recordar el rostro de borracho de McCarthy, a menudo alegre con una especie de malicia mundana, como si estuviera burlándose de quienes lo tomaban en serio, y creer que pudiera tomar en serio algo más que sus propias pesadillas de beodo”. La dramaturga no sabía cómo escribir su crudo testimonio porque también estaba confundida. “Cuando me enfrenté a quienes yo creía que pertenecían a mi mundo —dice—, el trauma y la ira me sobrevinieron, aunque es cierto que en muchos casos yo no conocía a los hombres y mujeres de tal mundo, excepto de nombre. Había vivido convencida, hasta fines de la década de los cuarenta [del siglo XX], de que la gente culta, los intelectuales, vivían de acuerdo con lo que predicaban: la libertad de pensamiento y expresión, el derecho de cada cual a sus propias convicciones, y algo más que un compromiso implícito de ayudar a quienes se vieran perseguidos. Pero sólo un pequeño número se dignó mover un dedo cuando McCarthy y sus chicos aparecieron en escena. Casi todos, por lo que hicieron o por lo que dejaron de hacer, contribuyeron al macartismo corriendo tras esa carreta de feria que no se había molestado en detenerse para dejarlos subir”.

Vaya decepción, pero eso ha ocurrido, y sigue ocurriendo, generalmente en todos los países del mundo. Aquí, en México, el papel del intelectual es notoriamente codicioso: critica al gobierno pero la mayoría posee un sueldo del gobierno, priista, panista o morenista, incluyendo al más progresista —que no izquierdista porque éste es un concepto ya, tal vez, extemporáneo. Lillian Hellman desconocía esta mezquina faceta natural de la gente culta, de ahí su caída estrepitosa en su ánimo: sola (porque ni quiso recurrir a su pareja, Dashiell Hammett, quien siempre estuvo a su lado, porque él acababa de salir de la cárcel justamente por ser sospechoso de comunista) tuvo que enfrentarse a las inmundicias politiqueras de McCarthy, que finalmente no encontró argumentos para recluirla tras las rejas porque la escritora, de manera astuta, se encomendó a la Quinta Enmienda constitucional, que ampara a todo estadounidense para negarse a contestar preguntas sobre sus opiniones políticas, sus actividades y sus relaciones personales. No obstante, Hellman sufrió horrores la presión a la que se vio sometida, principalmente porque sabía que nadie la apoyaría: todos los acusados se protegían primero la piel haciéndose de la vista gorda.

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El editor inglés de New Statesman and Nation, Richard Crossman, aun sin saber que Hellman vivía con Hammett, le comentó a la escritora que le parecía una infamia, a un mes de haber sido encarcelado el narrador, “que ni un solo intelectual norteamericano se hubiese pronunciado públicamente a favor de Hammett, acudiendo en su ayuda. Si en Londres se hubiese dado el mismo caso, él y muchos intelectuales habrían protestado al punto, partiendo de la convicción de que todo ciudadano tiene derecho a creer lo que quiera, así como el deber de apoyar el derecho de los que discrepan, aunque no esté de acuerdo con sus creencias”.

Ser comunista nunca fue un error, dice Hellman. Quizás sí lo fue el no percatarse, en su momento, qué clase de gobierno “socialista” tenía la Unión Soviética… pero eso es muy otra cosa. El resultado de todo ese absurdo temor, después de todo, “fue la guerra de Vietnam y el ascenso de Nixon al poder. Claro que muchos anticomunistas eran hombres honrados. Pero ninguno de ellos, hasta donde yo sé —dice Lillian Hellman—, se ha atrevido a ponerse de pie para reconocer su error. No hace falta hacerlo en Estados Unidos, también ellos [los anticomunistas] saben que nuestra memoria es corta y que lo olvidamos todo prontamente”.

Sin embargo, por ese negro periodo macartista, “muchas vidas habían quedado tronchadas a lo largo del camino que ellos [los anticomunistas] habían arrasado con su caballería, pero el remedio estaba en volver la espalda lo más rápidamente posible para olvidar que existían, convenciéndonos a nosotros mismos, como habríamos de volver a hacer después de Watergate, de que la justicia norteamericana prevalecería siempre, por muy desastrosa que pareciese a los que nos observan críticamente desde fuera”.

No es cierto, dice Hellman aludiendo al optimista Ernest Hemingway, “que cuando tocan las campanas están tocando por ti. Si hubiese sido cierto, no habríamos elegido a la Presidencia pocos años después a Richard Nixon, hombre que siempre había estado estrechamente aliado a McCarthy”. Tan fue desterrada en su propio país la dramaturga desde aquella acusación macartista en 1952 que no le fue posible encontrar trabajo literario sino hasta un lustro después, hacia 1958. Entonces, solicitó empleo en un gran almacén “bajo un nombre falso” por medio tiempo. “Me lo consiguió una vieja amiga que trabajaba allí —confiesa Hellman—. Estuve en el departamento de comestibles y el trabajo no era desagradable, pero nunca quise decírselo a Hammett para no preocuparlo”.

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Al terminar de escribir su Tiempo de canallas, en 1976 —casi un cuarto de siglo después de la campaña anticomunista en su Estados Unidos—, la autora dice haber llegado al mismo punto de partida: su recuperación “ha sido parcial” con relación a la ofensa que recibió “gracias a una fe no analizada que brotaba de mi propia naturaleza, de mi propio tiempo y lugar. Había confiado en los intelectuales, tanto en los que habían sido mis maestros como en los que habían sido mis amigos, y también en los que no conocía pero cuyos libros había leído”.

Desengañada, Lillian Hellman acabó finalmente por no creer en los cultos y su cultura: se dio cuenta, fatalmente, que el escritor honesto escribe a solas y se halla siempre solo, a la espera, a veces inútil, de discutir sus firmes convicciones.

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Hay, sin embargo, una cosa que me molesta, que siempre me molestó, de la lectura del libro Tiempo de canallas, de Lillian Hellman, y no es sino la cruel indiferencia que exhibió, a lo largo del centenar y medio de páginas, hacia Dashiell Hammett, su pareja de entonces y que, según ella misma confesó, jamás la dejó en el abandono. Entiendo que sus memorias sobre el macartismo las escribió tres lustros después de que falleciera su amante (en 1961), lo cual puede significar que sus sentimientos ya habían probablemente cambiado, y una nueva relación, acaso discreta, impedía la apertura de sus emociones pretéritas, pero el trato que recibe el buen Hammett, en el documento de Hellman, sinceramente creo que no es el que se merecía.

“En la segunda mitad de la década de los treinta —refiere la dramaturga— muchas personas descubrieron soluciones políticas en los planteamientos radicales, y Dashiell fue una de ellas. Yo lo seguía, preocupada a menudo por cosas que a él lo tenían sin cuidado, inhibida por lo que él pasaba por alto. Estoy casi absolutamente segura de que Hammett ingresó en el Partido Comunista en 1937; quizás en 1938. No puedo ser más precisa porque nunca se lo pregunté y, de habérselo preguntado, estoy segura que no hubiese recibido contestación. No se lo pregunté nunca, porque sabía que no recibiría respuesta: esto era típico de nuestra relación”.

Tal vez con el transcurso de los años, Hellman reflexionó sobre aquel hombre que la protegió y quiso todo el tiempo. La escritora, por ejemplo, nunca habla de amor, ni mucho menos de que estaba enamorada, ni siquiera hay términos que se aproximen a los conceptos mínimos de ternura. Todo lo contrario. Hammett, lamentablemente, no pudo leer el texto. No me imagino la sorpresa que se hubiese llevado de haber tenido la oportunidad de echarle un vistazo al manuscrito. Jamás, quizá, se hubiera creído ese trato tan gélido que su Lillian se atrevía a escribir, ya no estando él en este mundo.

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“Es cierto que Hammett se volvió un radical comprometido, y que yo no lo fui nunca —acota Hellman—. Resulta extraño que, cuando nos conocimos por primera vez, era yo y no él quien había llegado a ciertas conclusiones inconmovibles. Recuerdo estar sentada a su lado en la cama, durante aquellos primeros meses, escuchándolo hablar sobre sus días de detective, cuando un funcionario de la Anaconda Cooper Company le había ofrecido cinco mil dólares por asesinar a Frank Little, el organizador del sindicato. Aún no conocía a Hammett lo suficiente para reconocer la ira velada bajo su voz aparentemente tranquila, la amargura bajo su risa, y por eso le dije:

“—No pudo haberte hecho tal oferta a menos que estuvieras rompiendo huelgas para Pinkerton.

“—Entendiste bien —me dijo.

“Caminé hasta su sala, repitiéndome: ‘No quiero estar aquí, no quiero estar con este hombre’. Regresé a la puerta de su habitación para decírselo. Estaba apoyado sobre el codo, mirando en dirección a la puerta, como si me hubiese estado esperando. Dijo:

“—Sí, claro. ¿Por qué crees que te lo conté?”

Desde esta historia hasta el encarcelamiento de Hammett, en 1951, dice Hellman que pasaron, tal vez, dos décadas: “En el transcurso de esos veinte años no siempre vivimos juntos, no siempre compartimos la misma casa, ni la misma ciudad, y aun cuando convivíamos teníamos nuestras leyes tácitas, pero estrictas, sobre la intimidad”.

Lo enviaron a la “inmunda” cárcel de West Street, en Nueva York, “en un juicio sin precedentes en el que no se admitió fianza, y luego fue trasladado a la prisión federal de Ashland, Kentucky”.

Lillian Hellman nos refiere que Hammett “estaba enfermizo cuando entró en la cárcel, y salió aún más quebrantado; pero lo tomó todo con ánimo, evidentemente satisfecho de su capacidad de soportar cualquier castigo que le fuera impuesto”.

Ella no estaba de acuerdo con esta actitud… quizá porque, con fortuna, jamás fue a dar a la cárcel pese a la amenaza macartista.

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“Sea como fuere —dice la dramaturga—, su actitud hacia la cárcel no me hizo ningún bien cuando me vi amenazada de prisión. Yo sabía que no podría soportar lo que él había soportado. Tengo un carácter irascible, que se despierta en los momentos más insólitos por las razones más insólitas, y que, una vez despertado, se encuentra fuera de mi dominio. […] Hammett me conocía, sabía cómo era yo, de modo que cuando me amenazaron con la cárcel, menos de un año después de su excarcelación, se valió de todas sus mañas para salvarme de una prueba que él juzgaba que yo no podría resistir. Quizá tenía razón, quizá no la tenía. Ni entonces ni ahora pude adivinarlo, porque nunca padecimos lo que los franceses llaman una neurosis compartida. Cada uno cargó siempre con su paquete, y ni los intercambiábamos ni los confundíamos”.

Lo curioso de este asunto es que, pese a su voluntariosa frialdad, y que pareciera recalcar más aún en el caso de Hammett —el hombre que, hay que subrayarlo de nuevo, siempre estuvo a su lado mientras la dramaturga padeció el acoso macartista—, esta mujer se daba tiempo de ligar a espaldas de su pareja. Una vez, en el teatro, porque un pelirrojo (“un corpulento irlandés”) le ofreció “el trago de bourbon más enorme que he visto en mi vida”, se enamora de él y, por más que lo busca después del estreno, nadie puede ubicarlo, nadie en el sindicato de luminotécnicos sabe quién estaba esa noche de turno. Ella investiga, en vano. Y el pelirrojo se le escapa de las manos.

Asimismo, un año después de su histórica comparecencia que la libraría de la cárcel, es decir en 1953 —ocho años antes de la muerte de Hammett—, tuvo también “lo que podría llamarse, por cortesía romántica, un lance amoroso con un hombre al que había despreciado cuando yo tenía 21 años. Su carácter cruel, que a los veinte me divertía, a los cuarenta llegó a parecerme la perversidad misma por su afán de disfrutar del dolor que pudiera infligir a quienes se le acercaran. Yo fui —confiesa Hellman— presa fácil ese año, y luego él mismo reconoció que al comunicarse inicialmente conmigo estaba convencido de que lo sería, de que podría por fin vengar la afrenta que yo le había infligido en mi juventud. Se vengó bien vengado, pero no por mucho tiempo”.

¡Dios mío, incluso se ufana la dramaturga de que no fue por mucho tiempo!

Dejarse amar por un tipo verdaderamente gandalla, y que ella sabía que lo era, a espaldas de Hammett, a quien tampoco seguramente amaba pero nunca cortó con él, es una de esas cosas incomprensibles que me ha dejado con una sensación de molestia luego de releer este Tiempo de canallas, y que aún nadie, mucho menos una mujer, me ha podido explicar con razonables cavilaciones.

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