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Centenario natal de Norman Mailer

La aterradora vida de Hitler...

Enero, 2023

Hombre de letras de la cabeza a los pies, en este enero de 2023 se celebra-conmemora el centenario natal de Norman Mailer. Novelista renombrado, innovador del periodismo, ensayista antisistema, a ratos director de cine, guionista y actor, además de activista político, pero sobre todo enfant terrible todoterreno, Norman Mailer era y es considerado uno de los más importantes escritores estadounidense del siglo pasado, así como una gran figura en el panorama cultural global. Víctor Roura aquí lo recuerda…

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Quizás la única incomodidad de la sorprendente lectura de la última novela —de una treintena de libros entre periodismo, ensayo y biografía— del norteamericano Norman Mailer, intitulada El castillo en el bosque (Anagrama, 2007), sea ese narrador omnisciente que, en un principio, se presenta como Dieter, agente de las SS, para luego confesar ser nada menos que un emisario de Satanás… ¡enviado para conducir, desde su nacimiento, los perversos pasos de Adolfo Hitler!

Es decir, Mailer —de quien ahora conmemoramos, el 31 de enero, su centenario natal, muerto a los 84 años de edad el 10 de noviembre de 2007—, acaso sin querer (porque el novelista norteamericano pudo haber sido lo que uno quisiera, menos moralista), se mueve en toda su historia bajo premisas francamente maniqueas: esta vida se rige conceptualmente sólo por el bien y el mal. No hay rutas intermedias. Y si Hitler fue lo que fue era porque su destino ya estaba signado para ello, de modo que, si se quiere mirar con sarcasmo la propuesta literaria de Mailer, todas las actuaciones del líder nazi entonces son, de algún modo, justificadas porque, por lo menos en su caso, el Demonio venció implacablemente a Dios guiando al niño alemán, de manera victoriosa, hacia los jubilosos caminos lóbregos y terroríficos del mundo humano.

Porque, vaya si no, la biografía de Hitler está plagada de cretinismos, bajezas, traiciones, depravaciones, envilecimientos, crueldades, malignidades, infamias, bellaquerías. Tras una comedida investigación (si hemos de creerle, Mailer leyó 126 documentos básicos sobre el nazismo), el novelista desarrolla los años previos al nacimiento del niño Adolfo hasta que éste llega a sus tres primeros lustros, cuidando de no introducirse en sus canalladas y arrebatos políticos, que es una vivencia, de suyo miserable, ya mil veces contada.

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El asunto comienza con un tal Johann Nepomuk Hiedler, casado y con tres hijas, que se acostó —movido por la calentura instantánea— con Maria Anna Schicklgruber durante una visita de aquél a Strones, concibiendo a Alois, quien, fallecida su madre en 1847, fue a vivir con su verdadero padre (ignorándolo él, desde luego… si bien con fundadas sospechas de que sí lo era), acostándose, con el paso de los años y en diversos momentos y circunstancias, con las hijas de su padre, esto es sus mediohermanas: Walpurga, Josefa y Johanna, y aunque ésta ya estaba casada y parido seis hijos, “de los que a la sazón sólo dos estaban vivos”, aceptó hacer el amor con su mediohermano Alois (pero ella no sabía que lo era) para concebir a Klara Poelzl —porque el marido de Johanna se llamaba Johann Poelzl—, ¡la misma Klara que sería la propia esposa de Alois (es decir, se casó con su propia hija, que era, a su vez, su sobrina, porque todo el tiempo, mientras vivió, Klara llamó tío a su esposo Alois) muchos años después luego de fallecidas sus dos primeras mujeres!

En síntesis: el origen del exterminador nazi es doblemente incestuoso, si bien nadie puede confirmar si el creador del Holocausto estaba verdaderamente consciente de ello, aunque Mailer lo deja insinuado en su novela por las obsesionantes pesquisas de Heinrich Himmler, para quien el paganismo (“el alma del mundo entero se vería enriquecida por placeres hasta entonces inaceptables”) era la filosofía idónea para encarrilar a este impuro planeta.

Para hacerse de Klara, Alois tuvo que invitarla como niñera para que cuidara de sus dos pequeños hijos (Alois, llamado igual que su padre, y Ángela), frutos de su amor con su segunda esposa, Fanni, que se estaba muriendo. Y aunque la madre de Klara sabía la incestuosa verdad, Johanna dejó que se fuera con su “tío” a vivir, mas no asistió a la boda por sentirse, según dijo, indispuesta. Klara, entonces, antes de ser la señora Hitler (el Hiedler original se había tergiversado en una ocasión anterior donde no hubo acuerdo en la ortografía durante el levantamiento del acta de nacimiento del niño Alois), fue la asistenta, la niñera y la amante, no necesariamente en ese riguroso orden, del hombre que mientras esperaba el deceso de su mujer la tomaba a ella como tal, complaciente y complacida también.

El día que por fin se casaron, Klara escribiría en su diario: “Estábamos en el altar antes de las seis de la mañana, pero a las siete el tío Alois estaba de servicio en su puesto. Estaba oscuro todavía cuando volví a nuestro alojamiento”. Y, bueno, el narrador incómodo de Norman Mailer se hace presente en el preciso momento de la cohabitación: “La mujer más angelical de Braunau sabía que se estaba entregando al demonio, sí, sabía que estaba yo allí presente, con Alois y con ella, los tres libertinos en el géiser que manaba de Alois [recuérdese que el relato de Mailer lo está narrando el Demonio], era la tercera presencia y me vi arrastrado hacia los maullidos del trío que se despeñaba por la catarata, Alois y yo llenando el útero de Klara Poelzl Hitler, y en efecto supe en qué momento la creación se produjo. Así como el ángel Gabriel sirvió a Jehová una noche trascendental en Nazaret, así también yo estaba allí con el Maligno en la concepción de aquella noche de julio, nueve meses y diez días antes de que Adolfo Hitler naciera el 20 de abril de 1889”.

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Tres niños de la pareja habían muerto ya antes de que arribara al mundo Adolfo. “Puedo decir que de recién nacido era el producto más típico de Klara Poelzl —dice Mailer que dice el Demonio—. No era saludable. Ciertamente, Klara se aterraba cada vez que de su nariz rezumaba una gota de mucosidad o que la burbuja de un esputo asomaba por sus labios de bebé”.

Dentro suyo, creía que su desgracia (¡las muertes de sus tres primeros hijos: Gustav a los dos años y medio, Ida a los 15 meses y Otto a la tercera semana, ocurrieron con pocos meses de diferencia en un mismo año!) provenía de “su situación de pecado en que ella vivía”: siempre tuvo la idea de que su esposo era su tío, no su padre, como en efecto lo fue (¡de haberlo sabido quizá la historia hubiera sido muy otra!). Por eso, antes de que diera a luz a Edmund —que moriría a los seis años, después de haber sido contagiado a propósito, y a espaldas de sus padres que lo tenían supuestamente en una rigurosa cuarentena, de sarampión por Adolfo— y a Paula —que nació con un poco de retraso mental—, las oraciones de Klara, a diferencia de las ambiciones comunes de las mujeres (una casa propia, si se es práctica, o “un amante sorprendentemente bueno”, si se es una estúpida, según Mailer), “ansiaban para su hijo una larga vida”, ruego que le fuera escuchado, por cierto, ya que Hitler vivió hasta 1945 (¡con más de medio siglo de vida!), cuando él mismo puso fin a su vida de un balazo cuando se vio derrotado tras la cruenta guerra que se armó para inventarse esa mentecatez del superhombre, donde, por supuesto, él era el modelo ideal.

Mailer describe la niñez del rabioso nazi, aterradora con un padre intolerante y vil, que lo zurraba hasta dejarlo exangüe siempre que cometía imperdonables travesuras, que eran muy seguidas. Adi, que así le decía su madre de pequeño, aprendió por lo tanto a soportar la rudeza y la intolerancia de su progenitor. Se formuló un juramento, basado en apechugar “con lo que fuese: fortificaría su voluntad de hierro”. Al recibir los golpes de su padre “se daba órdenes de fortalecer su determinación mordiéndose los labios”. Si no lloraba, “quizás adquiriese una fuerza lo bastante grande para justificar cualquier cosa que quisiera hacer a continuación. La fuerza creaba su propio tipo de justicia”.

Mentiroso tal vez acuciado por los consentimientos de su madre, que siempre le creía a pesar de las evidencias que exhibían lo contrario, Adolfo, ya entonces hijo favorito de Klara por la dolorosa ausencia de Edmund (de tan buenos sentimientos que el propio satánico narrador no tiene otro remedio que conmoverse ante su inesperado deceso), hizo lo que quiso de su destino, que no fue otro sino detener abrupta y salvaje e irracionalmente los corazones de millones de humanos que ignoraban, que acabaron ignorando, la putrefacta vida de su asesino.

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