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Muy viejos para roquear y muy jóvenes para morir

Él, en Londres; ella, en California. En sólo diecisiete días, dos grandes músicos de la historia del rock fallecieron por sobredosis. Entre el 18 de septiembre y el 4 de octubre de 1970, el guitarrista Jimi Hendrix y la cantante Janis Joplin murieron por la misma razón: una sobredosis accidental mientras transitaban tiempos convulsos en los que buscaban apartarse del consumo de drogas. Ambos tenían 27 años. Junto a otros artistas célebres del rock que fallecieron a esa edad (Jim Morrison, Brian Jones, Kurt Cobain, Amy Winehouse) se los conoce como parte del Club de los 27.


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Ahora es la gran maquinaria de las aquiescencias rebeldes, una especie de ministerio donde se otorgan los permisos para ponerse las máscaras de la insurrección.

Como nunca, el rock es hoy una marca registrada. Casi setenta años después es la música del relajo domesticado, de la subversión oficializada. En su paso a esta dosificación, sin embargo, ha levantado iconos y heroicidades, modelos que, como el Che Guevara, transmiten simbologías todavía inquietantes.

Algo tuvo de torbellino esta música, después de todo. Quizás el último símbolo lo represente Kurt Cobain (Estados Unidos, 20 de febrero de 1967-5 de abril de 1994), cuya muerte en los noventa, como las muertes de Jimi Hendrix (Estados Unidos, 27 de noviembre de 1942-18 de septiembre de 1970), Janis Joplin (Estados Unidos, 19 de enero de 1943-4 de octubre de 1970) y Jim Morrison (Estados Unidos, 8 de diciembre de 1943-Francia, 3 de julio de 1971) en la década de los setenta, y la de John Lennon (Inglaterra, 9 de octubre de 1940-Estados Unidos, 8 de diciembre de 1980) en los ochenta, pusieron al rock encima de las montañas, en las nubes del “sueño americano”.

Curiosas mortuorias conexiones involuntarias, las suyas: los primeros fallecen a causa de las drogas, cuando los estupefacientes comienzan a conformar un mercado negro (ilegal, por lo que, automáticamente, estos roqueros se hallan en la lista de la transgresión desautorizada, alentadores involuntarios de las grandes mafias del crimen organizado, consumidores irredentos de los negociadores de la ilegalidad); el ex Beatle muere en el momento en que la droga vive su expansivo reinado, y el líder de Nirvana se va de este mundo cuando el narcotráfico pervive en los mismos circuitos de los poderes políticos de la Tierra.

Es decir, gestación, acomodamiento y dominio del emporio de la sobredosis… un camino similar, acaso con la tesitura alrevesada, al del rock: eclosión libremente explosiva, desarrollo autónomo y acatamiento voluntario al empresariado del entretenimiento.

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Lo que en un principio, por cuestiones de moralidad victoriana en pleno siglo XX, se asociaba con el rock, acaba siendo —la droga— el vehículo negociador de los jerarcas del planeta. De ahí que, durante la última década del siglo XX, consumada la expropiación del rock —por parte de la poderosa y minoritaria, porque tal vez sea a estas alturas una sola, industria fonográfica, que ha reducido el mercado de la música alternativa, trátese de jazz, rock, electrónica, regional, experimental e incluso clásica—, se le haya desligado, con más ingenuidad que convencimiento, a este género su necia relación con los “vicios ilegales” del sistema. Al fin y al cabo, ahora hasta el abuelo termina siendo roquero, y por convicción, no por consentimiento familiar.

Por eso hoy hacen ruido, y al parecer mucho más que los jóvenes, los viejos músicos como Dylan, Paul Simon, Patti Smith, U2, Neil Young, Van Morrison, Sting, Clapton, Aerosmith o Paul McCartney quienes, a pesar de sus edades, o por eso mismo, son más jóvenes roqueramente que el más joven de los millennials: ¿habría que desconfiar, entonces —invirtiendo el orden aparentemente lógico de la cronología humana: Ian Anderson intuía algo de todo esto cuando intituló uno de sus discos, a mediados de los setenta: Too old to rock’n’roll, too young to die!—, de los menores de 30 años de edad, que salen a la calle con insultos inofensivos en la boca? (Y con una canción en la Tablet que un músico acaba de subir en la red digital sin ningún proyecto creativo en su vida pero muy inspirado en componer una pieza con la esperanza de ganar mucho dinero debido a las múltiples reproducciones en Internet, que ahora ese es el camino condicente, y no otro, para acceder a la gama y al empoderamiento económico.)

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Lo que parece aún una certeza es que el rock sigue siendo una ilusión. Y mientras los espectadores vivan en ella, el rock no dejará de representar, por lo tanto, los alardes y las pretensiones de la imperecedera juventud: el magnífico roquero J. J. Cale, por ejemplo, a sus 66 años, en 2004 (nueve años antes de su muerte) era mucho más joven que cualquier elemento de, digamos, los Strokes o de Limp Bizkit.

El rock es un gran póster del espejismo social pegado en las alcobas desordenadas de los durmientes roqueros.

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Jimi Hendrix, a medio siglo de su muerte, continúa siendo un icono de la música por su aún vigente exploración en la guitarra, imitado por numerosos instrumentalistas aun sin saberlo… y quizás sin conseguir las afortunadas notas en las seis cuerdas que Hendrix solía consolidar a la hora de sus magníficas improvisaciones, que de eso entonces se trataba el rock: de soñar despiertos. No en vano Lennon, antes de morir, estaba seguro de que el sueño ya había terminado.

Todos los que se murieron antes de que el nuevo siglo XXI arribara probablemente lo sabían: la música sin duda cambiaría. Hoy, aunque no se crea, ni Hendrix, ni Joplin, ni Morrison, acaso ni Cobain ni Lennon estuvieran metidos en los estudios de grabación, ya no producirían discos porque ya muy poca gente compraría sus discos.

¿A quién le interesaría justo en estos momentos un malabarista de las cuerdas roqueras?

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Otra vez, como lección inocultable: el rock, desde las primeras muertes que conmocionaron su entorno hasta la última considerada drástica ocurrida en los noventa (porque ya los decesos, acontecidos en el nuevo milenio, de músicos trascendentes como el británico Keith Emerson en 2016 a sus 71 años o el también inglés David Bowie en 2016 a sus 69 años o del estadounidense Ray Manzarek en 2013 a sus 74 años o del también norteamericano Glenn Frey en 2016 a sus 67 años o del alemán Florian Schneider en 2020 a sus 73 años, por ejemplo, no marcaron, informativamente, relevancia alguna, por desgracia, sino han sido tomadas como sucesos naturales, e igual pasará en el trágico momento en que se vayan de esta vida personalidades tan relevantes como un Stone o un Beatle o un Creedence), tuvo, el rock, su apogeo y su decadencia, o su trasminada adaptación, emparejados con la eclosión y el auge de la droga.

Así es.

La muerte, o su difuminación como entidad utópica, del rock está contada en capítulos, de manera cronológica, durante las tres últimas décadas del siglo XX, curiosamente afincados en el problema (o, mejor, con su visibilidad en los ámbitos de la moralidad política) del narcotráfico, exhibiendo a todas luces la eclosión, el desarrollo y el auge de este suceso social que ha desembocado en un caudaloso río de violencia organizada.

Cuando mueren, en una criminalidad propiciada por las propias víctimas, Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison —en septiembre y octubre de 1970 y julio de 1971, respectivamente—, el rock se halla en un estado completamente nutritivo, con numerosas aportaciones ingeniosas de diversos músicos del orbe, pero sobre todo del mundo anglosajón, que tomaban las riendas de una incipiente —y descabezada, aún— industria discográfica, cuyos empresarios fueron tomados por sorpresa por la inmensa ola creativa de los ya improvisados, ya refinados, ya académicos roqueros, que, utilizando con desbordado descaro las variadas sustancias prohibidas —para su alimentación imaginativa, según se ha acotado— que empezaban a circular de modo estratosférico en las grandes urbes, gestando —como en los tiempos de Al Capone en el momento en que el alcohol no era lícito— las consabidas mafias para su control, distribución y venta.

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Los músicos, aligerados en sus desprejuicios normativos (y con solvencia económica, al grado de convertirse en adictos famosos, a veces incluso ya más consumidores de droga que músicos, como Dennis Carl Wilson, primer baterista de los Beach Boys y expulsado del grupo por su incontrolado afán por los estupefacientes, muerto en 1983 a sus 39 años de edad), las ingerían, y las ingieren, en cantidades ingentes, causando estragos naturales en sus organismos de mayor vitalidad.

Cuando matan a John Lennon, en diciembre de 1980 —en un acto de violencia que lentamente se irá haciendo rutinario en las ciudades masivas—, las drogas, y sus comerciantes, ya estaban perfectamente cohesionados en las metrópolis, de manera que su consumo era ya una costumbre diríase aceptada, aunque los simulacros de su persecución nunca han dejado de ser motivo de espectacularidades mediáticas: el rock había entrado al condominio de las liviandades solicitado por los ejecutivos de las disqueras que volvían a tomar al toro por los cuernos, estableciendo de nuevo un apocado orden rígido para lanzar al estrellato a los que no contradecían sus caprichos esnobistas.

Y con el suicidio de Kurt Cobain, en abril de 1994, el rock prácticamente ha pasado a otro plano: es un cadáver exquisito aprovechado por la [ya] solvente industria musical para silenciar las antiguas rebeldías de sus fundadores.

Cuando Cobain se mata de un balazo, el narcotráfico es una brillante empresa financiera (El Chapo Guzmán es uno de los hombres más ricos del mundo) que había establecido, a diferencia del rock (mayoritariamente convertido en pop), sus dominios y sus preponderancias. Hay fotos de admiradores con poperos y roqueros, pero no hay nada como la obtención de una gráfica con un líder narco, como el periodista mexicano Julio Scherer García con El Mayo Zambada o Kate del Castillo y Sean Penn con el propio Chapo, más valiosas que los retratos con Mick Jagger o con Lionel Messi.

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Mientras el narco establecía sus dominios, el auge del rock disminuía. De allí en adelante, ninguna otra muerte roquera impactará más. (Porque ni los fallecimientos de Elvis Presley y George Harrison, en 1977 y 2001, lograron la sacudida que afectó en realidad al planeta roquero con las muertes descritas, ya por una indolencia mediática o por descuidos arbitrarios de una prensa de antemano desnaturalizada que en esos momentos tenía otras prioridades: acaso para morir también son necesarias las aquiescencias de los que detentan el poder público.)

Mientras no sea legalizada, la droga, aparte de ser una figura más de la corrupción política, será un cotidiano campo de cultivo con una eterna compañía a su lado: la violencia mortal y moral.

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