La limpieza
Junio, 2025
El mundo se divide en los que limpian y los que no limpian, dice Pablo Fernández Christlieb en esta nueva entrega. Sin embargo, el problema en el mundo de hoy es que el poder hacer cosas cada vez más difíciles de limpiar, que es cuando eleva su cochinero a escala planetaria. Por eso, al poder le encantaría que los nuevos barrenderos globales fueran los ecologistas. De hecho, el poder cree que los ecologistas son sus sirvientes.
Hay quien nunca le ha pasado un trapito a la mesa en esta vida. El mundo se divide en los que limpian y los que no limpian. Los que limpian adquieren, a fuerza de encorvarse la espalda y exprimir la jerga, una ética: no ensuciar; porque recuerdan que cada vez que ven algo limpio, alguien lo limpió, y entienden el trabajo inútil que eso cuesta. Los que no limpian, por default, sólo ensucian, aunque lo hagan sin querer, nada más al pasar, al cocinar o hacer cualquier actividad (y si se ponen creativos, la cosa empeora); ensucian la ropa nada más de ponérsela. Su maldad histórica no radica en ensuciar, sino en fabricar cosas que se tengan que limpiar, y en la especie de paz de espíritu que les entra cuando ven que ya están limpias otra vez, como si se limpiaran solas, porque aunque sí han visto a los que limpian —alguna sombra con plumero que se les atraviesa—, no saben que existen hasta que hay algo sucio que les interrumpe la paz de espíritu.
Los barrenderos de la calle son vistos como bolardos con los que no hay que tropezar, y para eso es que traen chalecos fosforescentes; las muchachas que trapean con Pinol en las casas, aunque discretas y de vez en cuando cantando, sólo sirven para que la reinita del hogar se fascine dándoles órdenes y les compre más Fabuloso; y los limpiapisos, afanadores, camaristas de los servicios de limpieza de oficinas y hoteles y tiendas grandotas y andenes de estaciones, solamente se perciben cuando estorban con sus gigantescos mechudos y cubetas. Y la verdad es que no tienen ningún interés en ser visibles, y prefieren proseguir limpie y limpie sin ninguna ilusión que los perturbe, ni siquiera la de la venganza, como si hubieran encontrado su nicho en ese rincón en donde pasan inadvertidos. Y por eso mismo, no compiten entre sí —nadie quiere ser mejor limpiador que el otro— sino que se acompañan (las miradas y las sonrisas de solidaridad que se hacen entre ellos son un encanto). Y por supuesto no compiten por el poder —que es el poder de ensuciar— y ni siquiera compiten con los que andan peleando por obtener algún podercito, que son el grueso de la población: los empleados medios en ascenso estático, es decir, que siempre creen que van subiendo pero siempre se quedan ahí. El ansia de poder es el ansia de ensuciar. Y los que limpian, por ética, no ensucian, y por lo tanto, tampoco quieren ningún poder.

Como dijo James Jones —un escritor otrora conocido y ahora olvidado—, “la limpieza es la necesaria fajina de reparación de las consecuencias de vivir”, y parece que hay quien quiere vivir sin sus consecuencias y hacer que otros paguen las consecuencias aunque no vivan. Como puede advertirse, aquella maldad histórica inocente, cuando se hace adrede, deliberadamente, se transforma en poder, que consiste en construir objetos y lugares ensuciables para contemplar arrobados cómo se limpian, o los limpian, como levantar esos edificios con fachadas abismales de vidrio nada más para que haya quienes tengan que descolgarse en columpios con jabón y jalador sin voltear para abajo: eso es el poder, la delicia cruel de verlos desde la ventana. El poder consiste en hacer cosas cada vez más difíciles de limpiar, para que se note y se sepa que los que limpian no están en este mundo para ser felices ni tonterías por el estilo, sino para que haya alguien que lo limpie.
Los que tienen el poder necesitan que algo se ensucie para que haya alguien que lo limpie. Y así, ensoberbecido de su capacidad, encantado de su proeza de ensuciar, el poder se enferma de sí mismo, y se pone entonces a hacer cosas cuya cualidad es que ya no se puedan limpiar, a sembrar un cochinero tan tremebundo que ya nada ni nadie lo pueda limpiar, que es cuando lo elevan a escala planetaria, haciendo mugre con el agua, la tierra, el aire —y el fuego—. Lo global es la globalización del ensuciamiento.
Y al poder le encantaría que los nuevos barrenderos globales, las domésticas planetarias, el personal de limpia mundial, fueran los ecologistas, y que se dediquen a limpiarles sus océanos de bolsas de plástico, reciclarles desechos o recopilar pilas alcalinas usadas, como limpiadores resignados que están hasta contentos de que haya tanto que hacer. El poder cree que los ecologistas son sus sirvientes. Pero la ecología no es verde pasto —natural—, sino verde fuerte radical —y está enojada.
Porque la ética de la ecología no consiste en no ensuciar, sino en acabar con el poder, el económico, el político, tecnológico o cognitivo, acabar con esa dinámica tan creativa, innovadora y entusiasta que todo lo ensucia; y por lo tanto, en hacer imposible que haya gente que limpie la suciedad de los demás.