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Las ilusiones

Febrero, 2025

Lo único verdadero que tenemos son las ilusiones —de comprar una bolsa de diseñador, de trabajar en aquello para lo que se estudió, de que llegue el viernes—, escribe Pablo Fernández Christlieb en esta nueva entrega de ‘El Espíritu Inútil’. Porque las ilusiones no hacen nada excepto embellecer la vida, que de otro modo sería mero trabajo forzado de sobrevivencia biológica. Sí: estamos hechos de ilusiones, aunque, eso sí, no se tienen para cumplirlas sino sólo para tenerlas.

Lo único verdadero que tenemos son las ilusiones —de comprar una bolsa de Louis Vuitton, de trabajar en aquello para lo que se estudió, de volver del exilio, de que llegue el viernes, o la ilusión de independencia de Cataluña o de Córcega, o de que pase Fulanita a la hora de ir al pan; en fin, hay muchas, unas chiquitas y unas grandotas, unas para hoy y otras para el año que entra, porque casi todas las ocurrencias con las que vivimos son puras ilusiones.

Una ilusión es una especie de ideal real, es decir, que lógicamente se puede esperar, con la salvedad de que la vida no es lógica, pero de todos modos es una imagen no incoherente, aunque sí un poco inverosímil, de un futuro bien cumplido, porque son ideas que caben dentro de las posibilidades y aun dentro de las probabilidades, y que respetan las reglas de la factibilidad; o sea que sí se pueden, al contrario de las fantasías o los sueños o las utopías, que ésos sí no se pueden, no son factibles, como que el mundo se llene de amor o que gane el Cruz Azul o pertenecer a la realeza.

Las ilusiones sí puede que sucedan, pero no hay mucho que hacer: solamente se espera que lleguen, y lo único que hay que hacer al respecto es mantenerlas y no echarlas a perder. Y darles tiempo, ya que como decía Heidegger con el Ser, hay que tener ilusiones según el tiempo con que se cuente para tenerlas: los veinteañeros pueden tener muchas, porque les da tiempo de todas, pero a los del sexto piso más les vale escoger unas muy contadas y muy cortas, por ejemplo la de no dejarle herencia al patán de su yerno, porque de otro modo no sería ilusión sino demencia senil. Así que ni se construyen ni se persiguen, porque no son ni un proyecto ni un plan, sino una confianza; y los más felices de este mundo son los que viven con confianza, o sea, con ilusiones.

La palabra ilusión viene de in, dentro, y ludus-ludere, juego, esto es, entrar en el juego: todo juego es una ilusión, y la ilusión es el juego que jugamos a que el futuro ya llegó y es como se deseaba, bonito y definitivo. La desilusión es sacar a alguien del juego, como le pasa al que lo corren de su trabajo o le dicen que ya no lo quieren; o como les pasa a las mujeres que habían tenido la ilusión de formar una familia, y cuando ya están ahí, se les comunica que esto no es un juego y que se pongan a servir el desayuno y luego a lavar los trastes. De hecho, la depresión consiste en ser sacado del juego, romperle sus ilusiones, que es justo cuando se nota que eran reales, porque son lo que dan ganas, prestan ánimos para todo lo demás, incluso para irse a trabajar, porque son una especie de alegría guardada, escondida, tanto que a veces ni uno se las sabe. Son como la respiración de la vida.

Pero las ilusiones no se tienen para cumplirlas, sino para tenerlas: son verdaderas por sí mismas, no por sus resultados, ya que su realidad es justamente ser una ilusión, no otra cosa, así que, en rigor, no hay nada más tonto que cumplirlas, porque cuando se cumplen se obtendrá lo que se quiera, logros, premios, milagros, pero no ilusiones, ni su confianza ni su alegría ni sus ganas para la vida. Por eso, se puede perdonar el abandono, el abuso, la traición, pero lo que nadie puede perdonar es que le quiten la ilusión. Las ilusiones no hacen nada excepto embellecer la vida, que de otro modo sería mero trabajo forzado de sobrevivencia biológica, por puro instinto, lo cual ciertamente se acepta hacer sólo a cambio de tener una ilusión —de correr el maratón de Nueva York, de estrenar vajilla, de tener hijos, de irse a vivir a la ciudad: el ama de casa podrá seguir lavando los trastes si le entra la ilusión de largarse el día menos pensado. Como si la ilusión fuera el aliento con que se ejecutan las tareas.

Parece que las cosas más importantes que pasan son las que no suceden nunca, porque con ellas nos salimos de los animales y son con las que los seres humanos se duermen y se levantan al día siguiente, y entre unas y otras se construyen las ciudades, se instalan las instituciones y se desarrolla la historia. Estamos hechos de ilusiones. Y entonces, la conclusión es que la sociedad es una cosa mental, esto es, una fábrica de ideas, imaginaciones, sensaciones, plenas de significado existencial que sin embargo carecen de verificación y de comprobación, razón por la cual las ciencias no pueden agarrarlas. E incluso carecen de palabras, como lo nota cualquiera, ya que las ilusiones son como los pecados, que cuando se confiesan, se esfuman, pierden su realidad, de modo que no se puede hacer una encuesta de ilusiones, porque le contestarían mentiras. Su papel es preservarse como significados que hagan emocionante, interesante o por lo menos soportable la vida. El sentido de la sociedad está en sus ilusiones: sin ellas no se explicaría que sea tolerable y hasta bonito este mundo tan estúpido, tan adolorido y tan malvado.

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