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El periodismo cultural, visible apenas hace dos décadas

El último género avalado por la SEP

Octubre, 2024

Hace 47 años, en 1977, el periódico ya inexistente unomásuno creaba a partir de su fundación, formalmente incluido el salario de los reporteros, una sección cultural pese a que todos los otros periódicos del país contaban con una, ya editada de manera espontánea a causa de algún evento importante o considerada permisible gracias a las colaboraciones esporádicas de gente relacionada con el arte cuya remuneración era sólo el agradecimiento de la directiva sencillamente porque, en ese entonces y prácticamente desde el inicio de la prensa en México, se publicaba, sí, ese tipo de periodismo cultural pero era inadvertido por las autoridades educativas que sólo lo admitieron como materia escolar entrado el siglo XXI en el año 2004, hace apenas dos décadas, en que por fin la prensa cultural obtuvo su aval académico. Sin embargo, el asunto aún es manejado a sotto voce en la periferia institucional. Víctor Roura nos habla de ello.

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Cuando uno le encarga una crónica a alguien tiene que saber, valga la redundancia, que sabe escribir esa persona, pues no puede encargársela a cualquier reportero. Porque no todos los reporteros saben escribir, así como tampoco todos los literatos tienen una gran sensibilidad a pesar de escribir sobre las distintas emociones.

—No es posible, ¿cómo?, un escritor tiene que ser sensible; de no serlo, no podría escribir —me dicen, pero cuando uno está mero adentro del medio escritural se percata de que esto no es cierto.

Una anécdota (y me voy a ir con un peso enorme): Jaime Sabines…

¿Quién no ha leído sus poemas?, ¿quién no ha tratado de enamorar a una mujer con Los amorosos? Uno podría pensar que don Jaime Sabines era un hombre verdaderamente sensible, porque también así lo cuentan ciertos ensayos. Pero Jaime Sabines no era sensible: cuando en su natal Chiapas surge en 1994 el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, uno de los escritores más preocupados por controlar e inmovilizar a los indígenas fue, sí, Jaime Sabines, quien llamara de inmediato a su amigo, a su entrañable amigo, Carlos Salinas de Gortari para decirle:

—Carlitos… —y Carlos Salinas de Gortari siempre le decía “poeta”.

—Dígame, poeta, en qué puedo servirle…

Y, sin preámbulo alguno, Jaime Sabines le dijo:

—Le quiero pedir un favor, don Carlos, mande a matar a todos esos pinches indígenas que empiezan a perpetrar desordenes en mi estado natal.

Uno pudo haber pensado “¿Cómo, Jaime Sabines, el poeta ilustre?”, sí, Jaime Sabines, el poeta ilustre no tuvo ninguna sensibilidad política para entender un movimiento, y se preocupó por los intereses materiales de su Chiapas, y quiso que todos los indígenas fueran muertos de inmediato.

Otro literato, Ricardo Garibay, escribió numerosas crónicas donde uno no atina a saber si se trataba de un hombre sincero o de un cínico, por los vericuetos corruptores en los cuales se metía gustosamente siempre en busca de su satisfacción monetaria.

¿No un cronista es aquella persona que cuenta fidedignamente lo que le está sucediendo o lo que está mirando o lo que le está ocurriendo a otro ser que no es uno? Ricardo Garibay publicó muchos años después de que Díaz Ordaz abandonara la Presidencia de la República e incluso el mundo mismo. Contaba Garibay que, luego del descabellado asesinato masivo en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, Gustavo Díaz Ordaz lo mandó llamar. Recuérdese que Ricardo Garibay era un escritor de la suprema élite de la intelectualidad, digamos, izquierdista, además de supuestamente progresista. Díaz Ordaz le dijo que no se preocupara, que él —Díaz Ordaz— era una persona buena y que se lo quería hacer saber. La crónica la narra en su libro Cómo se gana la vida, donde apunta que lo escuchó atento, pues no tuvo más remedio, así dijo, pues una cosa es hablar a espaldas de un político y muy otra actuar en consecuencia cuando se está en frente justamente de ese político. Díaz Ordaz lo envió con su secretario Cisneros, exgobernador de Tlaxcala. Decía Ricardo Garibay que este personaje era aún más feo que Díaz Ordaz, que estando juntos le entregó un sobre y le dijo:

—Don Ricardo, a partir de este día queremos que venga usted personalmente o envíe a alguien de su confianza para recibir este dinero de aquí hasta que el Presidente deje de serlo.

Recibió el sobre, salió, se fue a su coche, lo abrió y eran cinco mil pesos, muchísimo dinero para fines de 1968. Ricardo Garibay termina su crónica diciendo que bajó las ventanillas de su coche y, “a partir de ese momento, pude escribir con entera libertad”.

¿Qué sucede con el cronista que cuenta estas cosas, quién es en realidad como persona, por qué lo cuenta, cuál es su intención básica? ¿Es plausible su actitud como humano? ¿Es reprobable su actitud como humano, porque nos está contando lo que hizo corruptamente? Cuestionamientos posibles, sobre todo si uno escribe.

Cómo me he cuestionado a lo largo de mi vida estas circunstancias que yo he visto, que me ha tocado mirar de cerca: creo que uno tiene que ser como es, no sentirse, o ser, obligado, o coaccionado, a caminar por el lado de la soberana corrupción.

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En el viejo periódico unomásuno la prensa cultural empezó, por fin, a ser un género periodístico, el último género en la prensa toda: el 14 de noviembre de 1977 nació el unomásuno y, desde su primer número, por primera vez en la historia es creada una plantilla de reporteros de cultura en la nómina de un periódico. Antes de este medio los reporteros de cultura no existían como tales, no se los retribuía económicamente, eran inexistentes oficialmente, eran una alegoría paradójicamente cultural; si publicaban artículos de arte era por mero placer, un gusto personal, el periodismo sin fines de lucro, literariamente ocasional, si los textos de estos críticos improvisados eran considerados se publicaban al día siguiente; si no, a ver cuándo Dios se aparecía por la redacción para bendecirlos: el género periodístico de la cultura sencillamente no existía.

Esta rama, encrucijada, periodística cultural fue registrada oficialmente 27 años después de que apareciera, en forma y con cuadrilla especializada, en el unomásuno: el periodismo cultural fue aceptado como tal hasta el año 2004, ahora hace apenas dos décadas, incluso calificado y aprobado por la Secretaría de Educación Pública.

Cuando yo estaba al frente de la sección de cultura del unomásuno, por decisión de Humberto Musacchio, no de la dirección general a cargo de Manuel Becerra Acosta, recuerdo que a los que no hacían bien su trabajo en política o en deportes los castigaban remitiéndolos a la sección cultural:

—¡Vete a cultura a ver si aprendes algo, por lo menos a escribir!

Y a estos reporteros con alguna experiencia en el medio uno les decía que se fueran a entrevistar, por ejemplo, a José Luis Cuevas.

—¿Pero qué le pregunto? —respondían extraviados en el oficio.

Todo periodista debe ser cultural, porque es básico tener o saber algo de cultura para poder medio entenderse con las letras. Y en el oficio no es común la lectura de libros, al grado de que periodistas afamados, admirados por miles de personas, jamás han pasado sus ojos por una sola línea de, digamos, La Ilíada ni idea tienen de qué trata La Odisea.

Hay periodistas de veras desilustrados sin importarles un gramo su ignorancia.

Otro problema, si llegara a serlo, es cuando algún periodista no quiere salirse de su propio lenguaje o hurgar en otro que considera ajeno: no sé cuándo leí que los habitantes de las cárceles no poseen más de 100 o 150 palabras, cuando el lenguaje es amplísimo, variado, versátil, incluso ampuloso con neologismos y caló transitorios.

En el Metro escucho a dos jóvenes, un hombre y una mujer:

—¿Te gustó, uei? —le preguntó la muchacha sin dejar de mirar, concentrada, la pantalla de su celular.

—¡Me en cantó, cabrón! —respondió a la chica sin dejar tampoco, él, de digitar su celular.

Son otros tiempos, que siempre están cambiando.

Pero para el que escribe el lenguaje es un menú sin fin. Cuando empecé a leer suplementos culturales incluso muchos años antes de la incorporación del periodismo cultural en los certificados de la SEP, siempre recurría, impetuoso, al diccionario, donde aprehendía y a prendía palabras, definiciones, significados, procedencias, orígenes, bifurcaciones o señalamientos etimológicos. Me encantaba ver, o saber, de palabras nuevas que yo desconocía que incorporaba a mi catálogo lingüístico a la menor provocación. A las palabras uno las digiere si no quieren ser digerido antes por ellas.

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“Periodismo cultural” es, dice Humberto Musacchio, una expresión redundante, pues, subraya, “todo periodismo se halla en el campo de la cultura si ésta se ha de entender como el conjunto de conocimientos, hábitos y tradiciones, expresiones creativas y recreativas, juicios y prejuicios de una colectividad”. Sin embargo, como tal, como periodismo cultural, “la costumbre ha legitimado la expresión para hacer referencia al que proporciona información, análisis, reflexión y crítica sobre las manifestaciones intelectuales y artísticas”.

Y fue, es, precisamente Humberto Musacchio, acaso como fino enciclopedista que es, el primero en hacer, en México, la historia de este género periodístico desde los tiempos de la Colonia, cuando surge el primer impresor, llegado de España, Esteban Martín, desmitificando con esta información lo que todos anteriormente sabíamos: que había sido Juan Pablos el primero.

Un documento de 1539 señala que Esteban Martín “pidió al ayuntamiento que se le admitiera como vecino de la capital novohispana y lo menciona como impresor de oficio. Hay quien dice [empero] que pudo ser impresor de telas, lo que era muy distinto a serlo de papeles, y lo cierto es que no hay testimonio gráfico de que su tórculo, si lo tuvo, hubiera producido texto alguno”.

Por eso “en México la historia comprobable de la imprenta empieza con la llegada, en septiembre de 1539, del italiano Giovanni Paoli, quien castellanizó su nombre para quedar en Juan Pablos, como hasta hoy lo conocemos”. De esos talleres “salieron hojas volantes, de aparición ocasional, que constituían un periodismo sin periodicidad, pues la función de informar empezaría a recibir el nombre de periodismo a fines del siglo XVIII, cuando ya se había hecho costumbre la edición regular, periódica, de impresos”.

Los oficiantes de la comunicación fueron llamados inicialmente gacetilleros, publicistas, redactores o escritores antes que periodistas.

Ya previamente, en su Diccionario Enciclopédico de México, cuya labor titánica le costara un lustro de su vida hace ya poco más de un cuarto de siglo, Humberto Musacchio se había sumergido en las páginas de la historia para contarnos con detalle el desarrollo de la prensa nacional, que no se hallaba, por increíble que ahora parezca, a la mano del lector interesado. Eso, sin contar con los parcializados relatos que se pueden encontrar ocasionalmente donde el camarada menciona al camarada, si no es que, de plano, son manuales básicos donde se barajan los nombres clásicos de la prensa hasta mediados de la década de los cincuenta del siglo XX, pues ya luego la multiplicidad ha desorientado a los antólogos que sólo incluían a las amistades o a las amistades de las amistades.

Por eso, aunque causara breves irritaciones en gente como don Emmanuel Carballo que quería que Musacchio escribiera un libro especial para mencionar exclusivamente sus deferencias periodísticas, con libros como Historia del periodismo cultural en México (Conaculta, 2007), donde Humberto Musacchio se asume como un notable (aunque esto lo diga yo, no él) documentalista al hacer una minuciosa revisión, sin prejuicios —porque vaya si no causa malestar esta aprensión por el trabajo de los otros, que nunca, jamás, puede compararse con el propio, inequiparable, sustancioso como ninguno otro— de toda la prensa cultural para pormenorizarla, evitando, como buen diccionarista que es, el comentario, sino ajustándose a apuntar nada más el hecho, que con eso bastaría para entrar de lleno en la historia. Por ejemplo, el poeta José de Jesús Sampedro, con más de 40 años manufacturando la revista —ahora ya sin una periodicidad fija— DosFilos en su natal Zacatecas, por fin, y con justicia, aparece en un recuento de periodismo cultural. Musacchio lo incluye, sin decirnos, y a lo mejor no tenía por qué decirlo, que cada una de las portadas de DosFilos ilustra a un roquero diferente —dibujado por ese grandioso artista que es Luis Fernando Enríquez—, hazaña no igualada en nuestro México.

La prensa cultural, ahora tan denostada y rezagada, tan vilipendiada y negada, tan pospuesta y rebajada a infoentretenimiento (¡el apoderado del diario Reforma dijo a inicios del siglo XXI que su publicación competía no con los otros rotativos, sino con la mismísima televisión, de ahí su propia y explicativa transparencia de adocenamiento del espectáculo informativo!), tiene una célebre antigüedad, por más que lo ignoren los directivos de las empresas periodísticas, que debiera infundirles respeto en lugar de indiferencia. Humberto Musacchio lo dice con claridad: la prensa cultural surgió con el nacimiento del periodismo mexicano: “El primer periódico de información general, la Gaceta de México, aparecido en 1722, desde el número uno, además de las notas políticas, económicas, internacionales y religiosas, se ocupó de información que hoy podríamos calificar de cultural, como es la referente a las actividades universitarias o sobre un certamen poético en Zacatecas, de donde era originario Juan Ignacio María de Castorena Ursúa y Goyeneche, creador, redactor y director de esta gaceta que a partir del segundo número dio cuenta de títulos de reciente aparición en las secciones ‘Libros nuevos de México’ y ‘Libros nuevos de España’ o sencillamente ‘Libros nuevos’, así como de los lugares donde podían adquirirse, lo que proporciona al lector contemporáneo interesantes menciones sobre las librerías del Empedradillo, la calle del costado poniente de la catedral de México”.

El libro de Musacchio, profusamente ilustrado en sus 250 páginas a color en papel couché, es una victoriosa reivindicación de la prensa cultural —materia de estudio por fin avalada por la Secretaría de Educación Pública sólo tres años antes de la aparición del libro de Musacchio—, esa misma a la que dan por muerta varios insignes, aunque quizás ya extemporáneos, periodistas que creen que con la muerte de Fernando Benítez, ocurrida en 2000 —¡cuatro años antes de la incorporación a la SEP del periodismo cultural como materia válida!—, también había muerto el periodismo cultural, cosa que Humberto Musacchio, con éste su necesario libro, desmiente categóricamente: la prensa cultural, y las páginas de este volumen así lo corroboran, es un género que no puede morir porque está insoslayablemente adherido a la prensa integradora, es parte suya, un fragmento de su totalidad. Y para signar tal aseveración, Musacchio proporciona un dato irrefutable: en su índice onomástico incluye nada menos que 2,130 nombres, que pueden reducirse, acaso, a 2,000 hacedores del ejercicio periodístico cultural si hacemos a un lado el número sobrante por tratarse de figuras clásicas como Cervantes Saavedra, Shakespeare, Rabelais, Quevedo o Aristófanes. (Aún más: el personaje de la prensa cultural mexicana más mencionado es Octavio Paz con 27 alusiones, seguido de Alfonso Reyes con 26 y de Carlos Monsiváis con 21; Fernando Benítez ocupa el undécimo sitio con 11 menciones, abajo de Carlos Pellicer, José Revueltas, Xavier Villaurrutia, Luis Cardoza y Aragón, José Emilio Pacheco, Efraín Huerta y Enrique González Martínez.)

Lo que acontece tal vez es que, ahora, los empresarios que están al frente de los medios —sobre todo los digitales, cuyo costo es mucho más accesible, al grado de que a veces de los más de 5,000 portales habidos en el país, acaso mucho más, sólo se halla una persona laborando en las noticias tomando de aquí y de allá notas para hacer efervescente su periódico— son más dados a la búsqueda financiera que a la práctica informativa a pesar de que se empeñen —para simular un humanitarismo para ellos desconocido— en decir lo contrario. No hay nada como bendecir a la cultura asesinándola discretamente por la espalda.

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