Relatario: Edición Especial

El ojo hambriento

Abril, 2023

Por las noches llegaba muy cansado del trabajo, se quitaba la ropa, encendía la televisión y se quedaba de inmediato dormido. Sólo uno de sus ojos se mantenía despierto y esperaba a que su dueño estuviera rendido para devorar almas. El hambre del ojo cada día crecía y al terminar con el banquete mandaba los restos a un volcán mediante un leve camino de luz que proyectaba. Cuando las almas se arrojaban al fuego regresaban a sus cuerpos en forma de cenizas. Armando y su ojo despertaban con una pesadez en los pies que subía hasta llegar al corazón. A escondidas lloraba en la oficina, a veces fingía que estaba resfriado o que simplemente tenía flojera y se tapaba la mitad de la cara. Sin embargo, el frío era algo imposible de disimular, una chamarra encima del suéter.

Un escalofrío permanente en la espalda y la piel helada. Generalmente lo cuestionaban por estar tan arropado y se justificaba diciendo que el clima le hacía daño por sus constantes cambios. Aunque todos sabían la verdad, se acababa de divorciar y preferían darle una palmada. Sus compañeros de trabajo no estaban dispuestos a comenzar una larga plática que luego se volvería tensa y que nadie sabría cómo terminarla. Sin embargo, ellos también lloraban antes de llegar al trabajo, arriba del carro o en el baño. ¿Qué necesidad había en hacer énfasis en que todos de alguna u otra forma eran infelices? Pero, el ojo ya estaba cansado de nadar en lágrimas y se coloreaba de rojo.

—Armando, ¿no tendrá usted la presión alta?

—Debe ser el azúcar…

—Tiene que ir con el oculista…

Él simplemente apretaba la boca con temor que alguna respuesta como ya lo hice saliera al paso y se tumbara sobre la silla dispuesto a contarles a todos cómo Graciela se había ido al extranjero con una beca, firmó los papeles sin verlo, ni despedirse. Cuando salía de trabajar llegaba a la tienda por una caja de cervezas, se tomaba algunas, revisaba el celular en busca de mensajes y se deprimía hasta casi desear desaparecer.

Unas semanas después de su crisis conoció a Verónica. Se sentía tranquilo a su lado, se podría decir que alegre. Y todos lo habían notado. Se perfumaba al salir del trabajo y abría los ojos grandes casi como si la viera cuando hablaban por teléfono. Cuando se encontraban tenían conversaciones largas y la pupila de aquel ojo rebelde brincaba. Solo se controlaba cuando hacían el amor. Las idas al parque, los besos y los paseos en la playa fueron buenos por un tiempo, hasta que regresó Graciela con un nuevo novio. Armando regresó a sus antiguos momentos de tristeza y tuvo que terminar con Verónica. Retomó sus jornadas de trabajo intensas y fingió que todo iba bien.

La última noche antes que todo cambiara, él se tiró sobre la cama y se cortó las venas con una navaja. A la mañana siguiente despertó en el cuarto de un hospital. Verónica lo había rescatado a tiempo cuando fue por un abrigo que dejó olvidado. Se levantó sorprendido de seguir con vida y con algunos recuerdos difusos. Le dio ansiedad ver que nadie acudía a revisarlo y parecía que una canción estaba en replay. Caminó por los pasillos, mientras buscaba alguna enfermera o doctor, pero el lugar parecía vacío.

Tocó distintas puertas, marcó números en el teléfono de la recepción, pero nadie respondía. No entendía a qué clase de hospital lo habían traído. Salió de allí y gritó, pero parecía que un completo silencio invadía la ciudad. Robó un carro para ir con su madre y tampoco la encontró. Una satisfacción le surgía al contemplar los edificios solitarios, echó la culpa a las drogas que le habían dado y se formuló teorías de lo que posiblemente ocurría. No lo pensó mucho y decidió regresar al hospital, allá podría encontrar a alguien que le bajara de aquel viaje. Al subir al carro, vio por el retrovisor que uno de sus ojos se miraba extraño y manchado de colores. Recordó la noche del suicidio, el ojo se había alimentado en exceso y él lo había permitido por ser la última vez. Se tragó todas las almas de la Tierra. Tuvo una urgencia de asomarse a la presa desde la ventanilla y encontró cuerpos mutilados que eran arrastrados por una corriente de agua.

Verónica había sido la última junto a todas las personas del hospital. Armando dio un puñetazo al espejo, acercó uno de los pedazos y vio más de cerca su ojo. Las almas se reflejaban en su pupila y por primera vez vio a sus compañeros de trabajo felices e incluso su antigua amante se ahogaba en su propia risa. Complacido, se dio cuenta que nunca volvería a estar solo y cerró los ojos.

Marcia Ramos Lozoya nació en Tijuana (1989). Tiene publicados los libros Las calles hablan (2015), Brevedades infinitas (2017) y Diles que no nos vean (2018) por la Tinta del Silencio. Es tallerista de narrativa y poesía. Su página de Facebook es: Brevedades infinitas.

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