Relatario: Edición Especial

Descorazonada ballena


No podía creerlo cuando desperté al lado de una ballena.

—Te estuve observando mientras dormías —dijo.

Me sentí invadido, de pronto, en mi privacidad.

Es como si la niña, luego de jugar al supermercado durante la tarde anterior, se despertara con una caja de cereales que le hablara, como si fueran amigas de siempre, acerca de lo bello o lo desconcertante que es la vida.

Sí, es cierto, yo estuve pensando en las ballenas porque a una linda mujer le encantan; pero no imaginé, ni por un momento, que me iba a despertar conversando con una de ellas.

—¿Y cuál fue su impresión, perdón? —pregunté al cetáceo, cuyos ojos diminutos, y extrañamente entristecidos, no parpadeaban.

—Roncó usted en tres ocasiones —admitió—, y eso fue decepcionante; no me gustan en lo absoluto las cosas que roncan —luego de lo cual pasó a descobijarme para envolverse toda con la sábana, pero no pudo: su cola se salía de la cama.

Me abochorné un poco.

—Perdón —dije—, me hubiera usted dado un aletazo, no es culpa mía emitir sonidos bruscos con mi boca mientras duermo… Además, no soy una cosa —advertí, en baja voz, quizás en muy baja voz, tal vez sólo para mí—. Soy una persona, no una cosa.

Tampoco me hizo caso.

—Estoy desvelada —dijo, como en un murmullo, para indicar que no la molestara.

—Pero ya está amaneciendo —exclamé, poniéndome en pie, y corriendo las cortinas para que entrara un poco de Sol, que molestó a mi inesperada compañera.

—¡Qué insolencia! —masculló—, ¡mira que venir a impedir mi sueño con sus lamentables ronquidos y todavía ahora quiere que no complete mi dormidera! —y de su espiráculo salieron unos cuantos bufidos acuosos, que me indicaron que empezaba a enfadarse, y yo no sé, temo decirlo, cómo son las ballenas cuando se enojan, así que, de inmediato, cerré de un golpe las cortinas.

—No tiene por qué incomodarse —dije—, basta con que me diga que la deje dormir y no pasa nada, que con las palabras podemos entendernos.

Me miró con fastidio.

—A veces ni con las palabras se puede llegar a un acuerdo —dijo, me parece que un poco descorazonada—, sobre todo cuando te han roto una ilusión —completó.

¡Caray, era una ballena decepcionada por una relación!

Me acerqué a ella, entonces.

—No fue mi intención removerle sus sentimientos —le dije, acariciándola levemente.

Volvió a acomodarse en la cama, dándome la espalda (su lomo, mejor dicho), como encerrándose a sí misma en su pena, evitando proseguir con el doloroso tema.

Entendí la situación, de manera que, a un paso de abandonar la alcoba, alcancé a escuchar, apenitas, lo que me decía, o lo que se decía a ella misma.

—Mi corazón está incompleto, lo siento.

No supe qué decir.

¿Qué se hace en estos casos, cuando una ballena te confiesa su derrumbamiento amoroso?

Sentí mucha ternura.

—Me gustaría tener una aguja y un hilo para remendar el corazón suyo —dije.

Ella guardó silencio.

Pero yo no tenía hilo, ni aguja.

Cada quien vive con su pasado, y sólo quien lo ha vivido sabe de sus pormenores.

¿Qué podía yo hacer para difuminar su tristeza?

Me hubiera gustado bailar para ella, contarle un cuento, ofrecerle un frappé de rompope para aligerarle su pesar, escuchar tres asombrosas canciones, contemplar la quieta noche, mirarla callado a los ojos, recitarle un poema, dibujar el mar con colores distintos: el agua de enirio, las olas de anadrio fuego como unos labios hermosos de una mujer bonita, la espuma de yemalor intenso y la arena de quimérico vainumio.

Pero no hice nada.

Sólo la vi dormir, como ella, según dijo, me miró a mí unas cuantas horas antes.

No hice nada, sino sólo mirarla dormir.

Uno no puede hacer nada con quienes tienen los corazones rotos.

Me senté en la cama para mirarla dormir.

¿Qué más podía hacer?

¡Mil demonios!, ¿qué más podía hacer?

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