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Porfirio Barba Jacob: “La tierra mexicana le dio su rebeldía…”


Muchas veces se ha hecho notar que las tradiciones culturales que conforman a México no son precisamente democráticas. La verticalidad de la pirámide mesoamericana es fiel reliquia de una sociedad teocrática y ya bien estratificada en castas; la plaza de armas española, escoltada por un palacio y una catedral, le reserva igualmente el poder a Dios y al rey, su vicario político transubstanciado como en ejercicio escolástico bajo la especie de virrey. Nuestro siglo XIX, de cualquier manera, es guiado con sable y arenga por los caudillos, líderes paternales que cargan sobre sí los destinos de una patria todavía en brazos, prematura para tomar sus propias decisiones. Esta idea hace crisis a principios del siglo XX. El Moisés octogenario que nos guio a través del desierto de las guerras intestinas y nos hizo cruzar el Mar Rojo en ferrocarril, el patriarca que nos alcanzó el maná de la industrialización y el progreso, Porfirio Díaz, tampoco llegaría a ver, como aquél, la tierra prometida. “No pasarás este Jordan” (Deut. 3: 27), le ha dicho el Yahvé iracundo de la Revolución.

La enorme dificultad de transitar de un régimen autoritario a uno democrático fue trágicamente constatada en aquel momento por una sociedad inmolada. Por una paradoja, las primeras elecciones libres en México en mucho tiempo, aquellas de 1911 en que “el apóstol de la democracia”, Francisco I. Madero, ganó la presidencia, fueron la antesala de la mayor violencia —¿no la habremos superado ya?— en la vida del país. La historia es conocida. El 9 de febrero de 1913 un grupo de generales del antiguo régimen se lanza para derrocar al legítimo presidente Madero. En sarta de traiciones, asesinatos y devastación transcurren los diez días que encaminarán décadas del país hacia todo tipo de rumbos, menos al de la autodeterminación popular.

Redescubierto por Sebastián Pineda, el opúsculo llamado El combate de la Ciudadela narrado por un extranjero (1913) es la crónica de la Decena Trágica que escribió el poeta colombiano de los mil pseudónimos y biografías, Porfirio Barba Jacob (1883-1942), a la sazón residente y periodista en México. Es un texto que reúne infrecuentes cualidades. Dice su prefacio: “Yo, Emigdio S. Paniagua, escribo estas páginas acerca de los tremendos sucesos ocurridos en la Ciudad de los Palacios del 9 al 18 del pasado febrero. Nací en el puerto de Valparaíso, república de Chile, de padre español y madre mexicana. Pude presenciar muchas de las escenas de la terrible pugna, pude ver los destrozos causados por la metralla; pude, en términos más amplios, ‘vivir’ el horror del combate. Lo que he visto, y algo de lo que he oído, es lo que narro en este folleto”. Compárese este inicio con el prefacio de los Diez días que estremecieron al mundo (1919) de John Reed: “Este libro es un trozo condensado de historia tal como yo la viví. No pretende ser más que un detallado relato de la Revolución de Noviembre. En este libro tendré que limitarme a registrar los acontecimientos que yo vi y viví personalmente o que han sido confirmados por testimonios fidedignos”. Se trata del tópico historiográfico de la autopsia, el “haber visto por cuenta propia”, que reviste de autoridad al autor. Habría que remontarse a La historia de la guerra del Peloponeso (s. V a. C.) para encontrar el paradigma: “Tucídides de Atenas escribió la historia de la guerra entre peloponesios y atenienses […] porque pensaba que iba a ser importante y más memorable que las anteriores […] escribiendo sobre aquello que yo mismo he presenciado o que, cuando otros me han informado, he investigado”.

Esta filiación podría contener lo esencial del sentido, su espíritu histórico y literario: la historia está siempre aconteciendo pero, habiendo momentos de más peso que otros, es deber del escritor que así lo asuma dar cuenta veraz de ellos. Poco importan los artificios ficcionales y la técnica literaria siempre y cuando se escriba “desde adentro” del suceso. Un escrito histórico de estas características es valioso para los futuros ciudadanos en la medida en que les presenta ante sus ojos circunstancias que tienden a repetirse y que exigen un discernimiento responsable. En este sentido, dijo Tucídides de su obra que era “una posesión para siempre”.

Los argumentos de aquel conflicto mexicano entre maderistas y opositores fueron rescatados por Barba Jacob en boca de dos personajes.

“El país está cansado —dice el porfirista—. Se le ofreció democracia y no se le ha dado sino desorden. Nadie puede trabajar. Por todas partes encuentra usted partidas de bandoleros que incendian las haciendas, que saquean los pueblos, que vuelan los puentes, que asaltan los trenes, que asesinan mujeres y niños indefensos, que todo lo destruyen y arruinan. Nadie puede emprender un negocio ni explotar una mina ni arar un campo. Entretanto, se pretende que nos resignemos, dizque porque se pueden publicar periódicos en que se echa culpa de todo esto al mismo gobierno”. A lo que revira el maderista: “Todos queríamos democracia. ‘Sufragio efectivo y no reelección’. Pues bueno, la democracia es la que el gobierno trata de realizar; no más que no lo dejan, porque desde el pelado que se lanza a robar en los campos, hasta los políticos que conspiran desde su gabinete, en la capital, todo el mundo le pone trabas a la obra de Madero. Y así, francamente…

Estabilidad oligárquica o democracia endeble fue la insalvable encrucijada de hace un siglo. Y no bastaron a Madero ni su buena intención ni sus ideales. La prudencia política que se exige de todos para un tránsito tan radical en la vida de una sociedad no es escatimable sino a precios demasiado elevados. Porque afuera y adentro, agazapados, estaban un Victoriano Huerta, un Félix Díaz, y una herencia histórica.

La Decena Roja. El combate de la Ciudadela narrado por un extranjero, de Porfirio Barba Jacob, prólogo de Sebastián Pineda Buitrago; coedición: Cariátide y Ediciones del Lirio (2017).

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