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“Dudo que los periodistas seamos lo bastante escépticos”

Una conversación con Isaac Chotiner, reportero del «The New Yorker», y, para muchos, maestro del género de la entrevista.

Enero, 2023

Entrevistar a Isaac Chotiner es como preparar una cena para el cocinero español Ferran Adrià. Una temeridad, vamos. Chotiner, un maestro del género si los hay, escribe en la prestigiosa revista The New Yorker, donde cada semana publica un “Q&A” (por question & answer): artículos en los que habla con una persona experta o prominente sobre algún tema candente. Ahora, el periodista, escritor y profesor Sebastiaan Faber le ha puesto en el banquillo. He aquí el resultado…


Sebastiaan Faber


Entrevistar a Isaac Chotiner es como preparar una cena para el cocinero español Ferran Adrià. Una temeridad, vamos.

Chotiner, un maestro del género si los hay, escribe en la prestigiosa revista The New Yorker (con una circulación impresa de 1,2 millones y más de 18 millones de visitas mensuales en la web), donde cada semana publica un “Q&A” (por question & answer): artículos en los que habla con una persona experta o prominente sobre algún tema candente.

Pero las suyas no son entrevistas en regla. A lo largo de los años, ha desarrollado un estilo peculiar basado en dos elementos: primero, una persona de entrevistador entre dialogante y desafiante pero siempre alerta, informada e irreverente; y, segundo, un método de edición que se acerca bastante más de lo habitual a la transcripción en crudo. Si lo común es lijar las asperezas de la conversación grabada en el texto publicado, Chotiner prefiere mantener intactos los malentendidos, los coloquialismos, las interrupciones y los exabruptos.

Este método produce resultados de alta calidad periodística: conversaciones amenas, siempre informativas, a menudo algo tensas y a veces hilarantes. Cuando, en enero de 2019, Chotiner entrevistó por teléfono a Rudy Giuliani, entonces abogado personal de Trump, el exalcalde de Nueva York empezó diciéndole que tenía muy poco tiempo porque estaba a punto de meterse en la ducha, para después enzarzarse en una larga conversación en la que llegó a confesar que temía que en su tumba pusiera: “Rudy Giuliani: mintió por Trump”. “Bueno” —reflexionó acto seguido—, “y si lo pone, ¿qué me importa? Estaré muerto. Supongo que seré capaz de explicárselo a San Pedro”.

En noviembre, Chotiner entrevistó a John Mearsheimer, politólogo, sobre su visión (controvertida) de Putin y su visita reciente (más controvertida) a Viktor Orbán. Cuando el periodista abordó este último tema, Mearsheimer reaccionó mosqueado. “No pensé que íbamos a hablar de Hungría”, espetó. “Creí que íbamos a hablar de Ucrania y de armas nucl…”. “Le preguntaré sobre armas nucleares”, le interrumpió Chotiner, conciliador. Pero minutos después, cuando intentó volver sobre el tema húngaro, Mearsheimer volvió a protestar. Reproduzco la parte final del texto:

JM: Mira, yo no quiero hablar de Orbán. Me dijiste que íbamos a hablar de Ucrania.

IC: Pero si ya hemos hablado de Ucrania.

JM: Vale, pero yo no quiero hablar de mi visita a Hungría ni de mi conversación con Orbán. De verdad que no quiero. Quiero decir, te he contestado a una pregunta, sí, pero simplemente no me quiero meter en aquello. De verdad no quiero que me cites con referencia a nada más de lo que he dicho hace un minuto. Digo, deberías haberme dicho de qué querías hablar. Porque sabes que yo estoy en una posición muy delicada cuando hablo contigo.

IC: No, no es algo que yo sepa. Dígame por qué.

JM: Esto va a ser off the record.

IC: Dado que esta conservación es on the record, ¿podemos mantenerla así?

JM: No quiero hablar de esto. La verdad es que creo que esto no es justo. Estás siendo injusto conmigo. Querías hablar sobre Ucrania y querías hablar, sobre todo, de asuntos nucleares.

IC: Exacto. Yo le dije por email que quería hablar de Ucrania. Usted me respondió diciendo que estaba en Hungría. Yo noté que Orbán había tuiteado sobre usted y pensé que podíamos hablar del tema. […] Pero si de verdad no quiere hablar sobre Hungría, entonces no hay necesidad de hacerlo, se lo digo de verdad. Nadie le está obligando a hablar de Hungría.

JM: No quiero. Ya te lo he dicho. No quiero hablar de Hungría.

IC: Cuando el jefe de un país tuitea una foto de usted y de él juntos, me parece justo preguntarle sobre el tema.

JM: Acabo de decirte que no quería hablar de Hungría.

Y así termina la pieza.

Como se puede suponer, no todos salen ilesos de sus encuentros con Chotiner. En 2018, cuando aún trabajaba en la revista Slate, habló con el director de la prestigiosa New York Review of Books, Ian Buruma, sobre la sonada publicación en su revista de un ensayo personal redactado por un presentador canadiense de radio “cancelado” por maltratar a sus parejas femeninas. Las respuestas vacilantes e irritadas de Buruma ante las preguntas de Chotiner dejaron meridianamente claro que Buruma no había comprendido el cambio cultural que supuso el movimiento #MeToo. “Leyendo el interrogatorio perfectamente razonable, tranquilo pero implacable al que le sometió Isaac Chotiner”, escribió Margaret Sullivan en su columna en el Washington Post, “me pregunté: ¿Buruma podrá sobrevivir a sus propias respuestas?” Cinco días después, se anunció su despedida.

Chotiner (Los Ángeles, 1982) es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de California en Davis. Hizo sus pinitos como crítico de libros y entrevistador en The New Republic (2006-14) para después pasar a Slate, desde la cual fue fichado en 2018 por el New Yorker. Vive en Oakland, cerca de San Francisco. Hablamos por teléfono a mediados de diciembre.

Isaac Chotiner. / Foto cedida por el entrevistado.

—Yo diría que, a día de hoy, dejarse entrevistar por Isaac Chotiner no está, precisamente, exento de riesgo. ¿Está de acuerdo?

—No. Yo lo que pienso es que a mucha gente le encanta hablar. Yo mismo soy una de esas personas. Generalmente, la gente quiere tener la oportunidad de que se le escuche. Si tantas personas se dejan entrevistar por mí es porque quieren compartir sus puntos de vista. Claro, pueden ser puntos de vista que yo no comparto. Pero me parece que lo normal es que la gente disfrute dando entrevistas.

—Quizá el riesgo de hablar con usted sea mayor para personas determinadas. Sus entrevistas tienden a crear problemas para ciertos hombres poderosos.

—Dejaré a los lectores que juzguen mis entrevistas como quieran. Es verdad que a veces alguien me dice que una persona determinada no salió muy bien parada en una entrevista mía. Pero muchas veces los propios entrevistados no lo sienten así. Les parece que salieron bien: inteligentes e interesantes. Lo que quiero decir es que tú y yo podemos disentir sobre la impresión que deja una persona entrevistada. Yo mismo me sorprendo a menudo cuando oigo que mis entrevistados están contentos con el resultado. No me ha pasado casi nunca… no me ha pasado nunca que una persona entrevistada tuviera la sensación de no tener la oportunidad de expresar su punto de vista. O al menos nunca me lo han dicho así. No sé. Como digo, puede tratarse de una simple diferencia de perspectiva.

—Pero si esa impresión positiva le sorprende, quiere decir que anticipaba que estarían descontentos.

—Bueno, sí. Pero es también porque esa es mi perspectiva, ¿sabes? Hay entrevistas en que yo estoy en desacuerdo con la persona entrevistada. De hecho, ocurre más bien a menudo. En esos casos, yo a veces pienso que al entrevistado se le nota poco coherente o incluso tortuoso. Y esa impresión la suelen compartir los que comparten mi perspectiva política. Pero después, para mi sorpresa, las personas con perspectivas políticas diferentes leen el texto de forma distinta. Es más, hace un tiempo, me dijo un amigo sobre una entrevista mía que, según él, el que quedaba mal en la conversación era yo. Por cierto, supongo que con estas preguntas te estás refiriendo a mis entrevistas más conflictivas.

—Sí, sí. En las entrevistas que realiza a expertos para aprender más sobre un tema determinado su tono suele ser bastante distinto.

—Es verdad que a las entrevistas más conflictivas entro de forma diferente que cuando hablo con una persona experta para informarme a mí y a los lectores. Es que, para mí, las conversaciones más contenciosas tienen una utilidad clara. Ayudan a ir al grano del trabajo de una persona, o de mi visión de su trabajo. También me sirven para llamar la atención sobre ciertas conductas con las que no estoy de acuerdo.

—¿A qué conductas se refiere?

—Déjame que piense en un ejemplo…

—Yo le puedo dar uno. En su entrevista con John Mearsheimer sobre Putin y Orbán, me pareció que su decisión de incluir ciertos intercambios hizo que él no saliera muy airoso, precisamente. Leyendo sus entrevistas, yo creo percibir un claro patrón: cuanto más poderosa la persona, peor queda en el texto publicado.

—Bueno, dejaré que otros juzguen cómo queda la gente con la que hablo. Pero el ejemplo de Mearsheimer ciertamente no era al que me refería yo. Yo pensaba más bien en una entrevista que hice, por ejemplo, sobre la política migratoria de separar a padres e hijos, cuando Trump era presidente. Esa política me pareció absolutamente atroz. Y me pareció importante llamar la atención sobre ella, para que los responsables sintieran alguna presión de la sociedad. El caso de Mearsheimer es distinto. Hay algunas áreas en las que estoy en desacuerdo con él, pero no creo, ni mucho menos, que se le debiera expulsar de la vida pública. Pero donde sí tienes razón es en lo que se refiere al tema de la edición del texto. Yo llevo mucho tiempo pensando (y, conmigo, todos los editores con los que he trabajado) que en muchos medios las entrevistas se editan en exceso. A nosotros, en cambio, nos interesa transmitir el tono de la conversación. Cuando se habla de un estilo u otro de realizar entrevistas, a menudo de lo que se trata en verdad es de cómo se editan. A nosotros nos gusta minimizar la edición para dar una impresión más precisa del tono.

—¿De verdad minimizan la edición? ¿O simplemente editan de forma diferente?

—No, no, creo que la minimizamos. Intentamos ser extremadamente justos a la hora de editar el texto. Hace siete u ocho años, cuando aún estaba en The New Republic, realicé una entrevista a V.S. Naipaul, el autor, que era una persona muy arisca, nada simpática. Por entonces yo no había hecho muchas entrevistas. Así que básicamente transcribí la conversación tal y como se había producido y se la pasé a mis editores. Entonces tomamos la decisión de dar el texto tal cual, para transmitir una impresión precisa de nuestras interacciones, que habían sido bastante incómodas. Fue una decisión muy consciente. Nos dijimos: dejar la conversación sin cortarla demasiado, sin quitar los momentos incómodos, nos permite aprender algo sobre Naipaul. En ese sentido, se trata de un estilo deliberado.

***

[En la entrevista con V.S. Naipaul, de 2012, estuvo presente también la mujer del novelista, Nadira, que intervino con cierta frecuencia. Reproduzco un par de fragmentos:]

IC: ¿Hay autores ingleses o británicos a los que vuelva una y otra vez?

VSN: No, no. Usted, ¿a quién vuelve?

IC: A Orwell. Y a P.G. Wodehouse.

VSN: Yo no puedo leer a Wodehouse. La idea de, digamos, pasar tres o cuatro meses con nada más que novelas de Wodehouse me llena de horror.

IC: ¿Y George Eliot?

VSN: La infancia, ¿sabe?, la infancia. Se me leyó un poco de The Mill on the Floss. Fue importante en aquel momento. Pero con la edad, cambian los gustos y las necesidades. No me gusta Eliot ni me gustan los grandes autores ingleses. No me gusta Dickens.

IC: No le gustan los autores británicos.

[Aquí intervino Nadira.] NN: Le gustan los poetas, no la prosa. Le gustan los columnistas más que los autores.

VSN: No quiero enfadarlos.

NN: Enfada a la gente sin motivo.

IC: Le iba a preguntar a su marido sobre sus comentarios a propósito de Jane Austen.

NN: Dios mío, si todo el mundo odia a Jane Austen. Les faltan los cojones para decirlo. Créame. ¿A quién vimos el otro día, ese académico famoso que nos dijo que Jane Austen era una basura? Y yo le dije: “¿Por qué no te levantas y lo dices?” Y él me dijo: “¿Me tomas por un loco?” Todos la han reevaluado, pero simplemente no quieren admitirlo. […]

IC: ¿Qué le ha parecido que le hayan escrito una biografía tan crítica? ¿Se enfadó?

VSN: No quiero hablar del tema. […]

IC: La gente tiene un gran respeto por su obra. Supongo que lo sabe.

VSN: Nadira, ¿eso lo sé?

NN: Lo sabes.

VSN: Lo sé. No me preocupa. Me parece lo correcto.

***

—Le confieso que este estilo de editar entrevistas me parece genial. Pero reproducir una conversación así también es como poner a alguien delante de una cámara de televisión sin dejarle la oportunidad de pasar por maquillaje.

—Es una analogía interesante.

—Pero eso lo puede experimentar la persona entrevistada como una representación genuina o, en cambio, como algo ofensivo.

—Vale. Sí es verdad que editamos los textos para que queden más claros, por lo que a veces quitamos ciertos pasajes confusos. Pero conservar el tono de la conversación también es importante. Mira, sería injusto reproducir cada “eh” o “ah” que emite una persona. Así sí que quedaría más tonta de lo que es. Pero tu analogía del maquillaje me parece apropiada.

—Le diré que cuando me hizo una entrevista a mí a propósito del referéndum catalán, me avergoncé un poco al leer el texto: era inconsciente de la frecuencia con la que, al parecer, yo uso la palabra “really”, que aparece diez veces en mis respuestas, incluidas dos en la misma oración. Si yo hubiera hecho la entrevista, las habría quitado al redactar del texto.

—Ya. Yo mismo también tengo tics de esos, que seguro los lectores de mis entrevistas no habrán dejado de notar. Pero, como digo, nos parece importante conservar la forma de hablar de la gente. Que el texto parezca una conversación de verdad.

—Entiendo la intención. Pero ¿no ocurre algo más? Cuando usted entrevista a personas poderosas con una imagen muy elevada de sí mismas —hombres sobre todo—, me parece que suele introducir un elemento, no sé, casi de ironía literaria. Quiero decir que usted, como entrevistador y editor del texto, establece una complicidad con el lector, claramente a expensas de la persona entrevistada. Por ejemplo, en los momentos cuando la persona afirma una cosa y usted agrega, entre corchetes, un fact check o contrastación de datos que le contradice directamente.

***

[En julio, Chotiner entrevistó al conocido abogado Alan Dershowitz, que alegaba haber sido “cancelado” por sus amistades en Martha’s Vineyard, isla veraniega de lujo en Massachusetts, donde —decía— ya nadie le invitaba a dar charlas después de que defendiera en público al presidente Trump en una comparación ante el Senado. Reproduzco un par de fragmentos.]

AD: Fui el conferenciante más popular de la Biblioteca Chilmark.

IC: Claro, ya me lo imagino.

AD: Todos los años, acudían multitudes para escucharme hablar del libro que estuviera escribiendo, sobre el tema que fuera, u otra cosa que estuviera haciendo. Pero de repente [después de defender a Trump en el Senado] la biblioteca encontró excusas para no invitarme. Su primera excusa era que mis multitudes eran demasiado numerosas. Así que yo les dije: “¿Por qué no las limitan?”. Me dijeron: “Ah, no se nos había ocurrido”.

IC: ¡Imagínese que Ed Sullivan hubiera hecho algo así con los Beatles! Es una excusa ridícula.

AD: Claro que lo es. Así que, básicamente, yo he sido cancelado por la Biblioteca Chilmark. Esto ha hecho que mucha gente en Chilmark me haya llamado, y haya llamado a la biblioteca, para quejarse: “Se nos ha privado de la conferencia anual de Alan”. [Ebba Hierta, directora de la Chilmark, ha disputado la caracterización de Dershowitz. Afirma: “Ni una sola persona me ha contactado para quejarse de no haber tenido la oportunidad de escuchar la conferencia de Alan.”]

***

—Para mí, estos fact-checks —de los que hubo cinco solo en la conversación con Dershowitz— acaban por minar la credibilidad de la persona entrevistada, si no la dejan directamente en ridículo. O por lo menos se le revela un lado, digamos, humano cuando quizá no quiera compartir ese lado humano públicamente.

—Permíteme disputarte un matiz. Los comentarios entre corchetes no los ponemos para dejar a la gente de una forma u otra. Casi siempre los insertamos porque el fact checking department [una sección de The New Yorker famosa por su tamaño, poder e implacabilidad] nos alerta sobre un problema factual determinado que se tiene que subsanar. No los subsanamos para que alguien quede en ridículo. Hace algunos años, por ejemplo, entrevisté a un hombre llamado Richard Epstein, sobre el covid. Dijo algunas cosas sobre el virus que resultaron ser falsas. Así que incluimos una serie de correcciones factuales en la pieza. Pero, repito, no con el deseo de dejar aparentar que él era ignorante de los hechos, sino simplemente por corregir los errores.

—Vale. Pero en una entrevista como la que le hizo a Dershowitz son tantas las correcciones que produce un efecto hilarante.

—A ver. Son correcciones que cualquier periodista que escribiera un artículo sobre el tema habría hecho. Si Dershowitz afirma algo sobre la biblioteca en Martha’s Vineyard, nosotros contactamos con la biblioteca para contrastar ese dato. Es una práctica periodística normal, nada más. No llamamos a la biblioteca para ponerle a Dershowitz en un aprieto. Simplemente contrastamos el dato tal y como lo habríamos hecho para cualquier otra pieza.

—Cuando habló con Mearsheimer, él no quiso hablar de Hungría. Le pidió decir algo off the record. Usted no le dejó. Ahora bien, incluir todo ese intercambio en el texto publicado, ¿no es un poco cruel?

—No tengo el texto delante de mí y no recuerdo las circunstancias exactas de cada decisión que tomamos al editarlo. Pero si le haces preguntas a una persona sobre un área en que es experta, y te pide contestar off the record, es un poco diferente que si le haces una pregunta personal sobre su vida romántica, digamos. Lo que recuerdo de Mearsheimer es que estábamos hablando de temas amplios sobre los que un profesor de Relaciones Internacionales debería poder comentar cómodamente. No le preparé ninguna emboscada.

—Vale.

—Pero si a ti te parece injusto, me interesa saber por qué.

—No, no. No es que me parezca injusto. Estoy intentando identificar qué es lo que distingue su estilo. Sus entrevistas son informativas y divertidas y, como decía, me parece que, cuando habla con grandes personalidades, ganan una cierta calidad literaria. Casi se convierten en diálogos dramáticos o cómicos. Me pregunto si lo que crea ese efecto es la actitud que adopta usted en la entrevista. Sea quien sea la persona en cuestión —personaje prominente o experto— me parece que siempre le habla de igual a igual. Por un lado, hace que el entrevistado se sienta lo bastante cómodo como para decir lo que piensa. Por otro, usted le hace notar que viene preparado y que no le dejará salir ni con una. ¿Entiende lo que quiero decir?

Isaac Chotiner.

—Quizá lo que pasa es que, en la política de este país, han venido ocurriendo cosas en los últimos cinco o diez años que, a mi modo de ver, son muy preocupantes, desafortunadas, realmente terribles. Pero también son muchas veces muy graciosas. Mira, hace un par de años entrevisté a un hombre, Victor Davis Hanson, que escribió un libro en que describe a Trump como un héroe griego. Ahora bien, yo no pienso que Trump sea un fenómeno gracioso. Pero pintarlo como héroe griego sí que lo es. Lo que yo intento comunicarles a mis lectores es mi impresión de que las cosas que han venido ocurriendo en los últimos años tienen una dimensión absurda, además de ser trágicas, preocupantes, horribles, etcétera. Esa dimensión la introduzco en mis entrevistas, es verdad. También es verdad que me gusta discutir con la gente, someter a prueba mis ideas y las de otras personas. Los amigos con los que discuto de política a veces sacan lo mejor de mí, precisamente cuando están en desacuerdo conmigo.

—Hace dos años entrevistó a Noam Chomsky. ¿Cómo fue eso?

—Divertido. Lo que me interesaba, ante todo, era que su visión de Trump se acercaba mucho más al consenso progresista mainstream de lo que habría esperado.

—¿Prefiere conducir sus entrevistas por teléfono?

—A veces es mejor hacerlas en persona, como cuando hablé con Naipaul. Pero sí, prefiero el teléfono. Te permite concentrarte exclusivamente en lo que dice la persona, o en tus propios apuntes. Me parece mucho más fácil. Además, no soy bueno haciendo descripciones físicas.

—Algo tan propio, por otra parte, del estilo del New Yorker, que nunca deja de describir la indumentaria de las personas, aunque no venga a cuento.

—Sí, eso mis colegas allí lo hacen todos mucho mejor que yo. Lo evito cada vez que puedo.

—Si mis datos son correctos, cumplió 40 años el pasado verano.

—[Con cierta sorpresa suspicaz:] En efecto…

—¿Se ve haciendo entrevistas durante muchos años más? ¿El formato no le limita?

—No, me gusta el formato, las entrevistas son divertidas de leer. Y no las encuentro nada limitadoras. Me permiten leer y concentrarme sobre una gama enorme de temas, mucho mayor que si me dedicara a escribir reportajes o artículos de opinión. La semana pasada, por ejemplo, hice una entrevista sobre la política sanitaria china con respecto al covid. Yo no soy ningún experto en política china y no me sentiría nada cómodo haciendo un reportaje sobre el tema. Tampoco soy científico o médico. Pero en relación al covid me di cuenta de que las preguntas que yo tengo son las mismas que tiene mucha gente. Y que bastaba con plantear esas preguntas.

—¿Sería justo tildar de escéptica su actitud como entrevistador?

—Me gustaría que lo fuera, sí. Aunque seguramente haya cosas que debería tratar con más escepticismo. Pero todos tenemos nuestros prejuicios. Creo que los periodistas siempre deberíamos ser escépticos, aunque dudo que siempre lo seamos lo bastante.

—¿Y es fácil que el escepticismo se transforme en cinismo?

—En mi caso, sí, dada mi personalidad. Sería estúpido negarlo. Pero espero que no se me note demasiado.

[Sebastiaan Faber: profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de varios libros, el último de ellos Exhuming Franco: Spain’s second transition. // Entrevista publicada originalmente en CTXT / Revista Contexto; es reproducido aquí bajo la licencia Creative Commons.]

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