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Juan García Ponce, dos décadas después

Un autor compulsivo

Diciembre, 2023

Nació en Mérida (Yucatán, México) en septiembre de 1932 y se marchó de este mundo 71 años después, en diciembre de 2003. Se cumplen dos décadas de la muerte del escritor Juan García Ponce. Autor prolífico, publicó cerca de medio centenar de libros en los que ejercitó el ensayo, la novela, el teatro, el cuento y la crítica de artes plásticas y literaria. Recipiendario de diversos premios, García Ponce fue además un destacado integrante de la llamada Generación de Medio Siglo, también conocida como Generación de la Ruptura o «de la Casa del Lago», a la que pertenecieron, entre otros, Carlos Fuentes, José de la Colina, Salvador Elizondo, Inés Arredondo, Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas, Emilio Carballido, Rosario Castellanos, Elena Poniatowska o Sergio Pitol; de ahí que también se le consideraba miembro de ‘La Mafia’, grupo comandado por Fernando Benítez. En el siguiente texto, Víctor Roura lo recuerda.

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Setenta y un años después de su nacimiento —en septiembre de 1932 en Mérida—, fallece el escritor Juan García Ponce el 27 de diciembre de 2003 en la Ciudad de México.

Sin duda, Juan García Ponce es uno de los escritores más prolíficos del país —con más de 50 títulos en su haber—, y uno de los más mencionados a la hora de los recuentos literarios. Seix Barral editó en 1997 sus Cuentos completos que incorpora en un tomo sus cinco libros de relatos: La noche (1963), Imagen primera (1963), Encuentros (1972), Figuraciones (1982) y Cinco mujeres (1995), que contienen un total de 21 textos, mismos que, según apunta Christopher Domínguez Michael en el prólogo, “ganarán para su autor nuevos lectores e impondrán entre sus fieles la urgencia de la relectura”. El crítico encargado de loar al escritor mítico, por desgracia, se sumerge en su papel —el de alabador de su literatura (¿de otro modo para qué diablos se comprometería a escribir una introducción?)— y deja afuera el análisis riguroso (¿cómo, a fin de cuentas, él, Christopher Domínguez, el crítico consentido de las figuras míticas, se iba a atrever a tocar al intocable García Ponce?), aunque no deja de reconocer el complejo trance en que se encontraba: “Es difícil prologar a García Ponce sin rehabilitar de manera cansina los tópicos que unos y otros hemos configurado sobre su obra, hasta convertirla en una leyenda áurea, casi santa (entendiendo la santidad como demonología) que él recrea incesantemente. Tan pronto escribo sobre él me desespero, pues esa imagen primera me hipnotiza”.

Así, ¿qué clase de orientación literaria espera el incauto lector?

Pero tampoco debemos alarmarnos ante esta rendición —¿sumisión?— delante del mito, pues es ya una costumbre intelectual admitida en el reino de la cultura, y se maneja con tal asiduidad que lo contrario (el debate crítico), paradójicamente, se tomaría como una imperdonable irreverencia. Después de todo, críticos y escritores conforman una esfera amigable compleja de deshacer.

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Juan García Ponce.

Juan García Ponce, desde su arribo a las letras mexicanas, lo sabía muy bien: en su libro Personas, lugares y anexas (Joaquín Mortiz, 1996) se refiere a la amistad como un don que sabe incluso repartir, a la hora buena, premios al por mayor. En el capítulo referido a Huberto Batis, García Ponce dice que el entonces director del suplemento “Sábado” del unomásuno es el “único amigo de una época antiquísima del que todavía soy amigo. En su revista Cuadernos del Viento, en el tercer número, publiqué ‘Tajimara’ y después muchas cosas más. Esa revista la hacían él y Carlos Valdés. Carlos Valdés y yo, con Jaime García Terrés como director, formábamos la Revista de la Universidad en la que Huberto colaboró antes que yo como escritor y de la que leía las pruebas. Huberto fue jurado en el concurso de cine en el que Tajimara con otros cuatro bodrios compitió. Ganamos el tercer premio, Huberto me dice que si Tajimara hubiese competido sola nos hubiesen dado el primero. Cuando gané el Premio Nacional de Literatura, él fue jurado, desde luego, con otros amigos. Esos premios se dan así: escogiendo un jurado adecuado”.

¡Ah, la mafia intelectual, cuánta generosidad derrama para sí!

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Volviendo a sus Cuentos completos, de no ser por los relatos de su libro Imagen primera el grueso volumen, de 460 páginas, sería un reiterativo círculo expresivo donde lo único que gira son los chismes y las argucias entre los amigos y las familias: los personajes de García Ponce realmente no tienen vidas interesantes, inusuales o arriesgadas, porque siempre están al pendiente del “qué dirán” y se mueven alrededor de estos prejuicillos y rencillas inofensivos. “Tajimara”, que incluso se llevó al cine, es un cuento donde lo único que sucede (¡lo que requería el cinito mexicano!) es un acto amoroso del personaje central con la mujer que pronto va a desposarse con un conocido del protagonista. El relato comienza así, y su comienzo de alguna manera perfila el estilo cuentístico de García Ponce: “En su coche, camino a Tajimara, Cecilia me dijo al fin el motivo de la fiesta: Julia iba a casarse y Carlos había organizado la reunión para ‘despedirse de la casa’. Asombrado, le pregunté quién era el novio. Dijo un nombre que no significaba nada para mí y luego me explicó que era un chileno al que podría aplicársele el aforismo de Schopenhauer sobre las mujeres: pelo largo e ideas cortas. Yo quería que me contara todo, pero con Cecilia eso era imposible; por encima de cualquier otra cosa adoraba la confusión y el misterio y ésta era una oportunidad única”.

¡Asombrado, el protagonista quería saber inmediatamente quién era el novio!

En esa tesitura se hallan sus cuentos. Rodeados de pequeñeces, el atrevimiento mayor de un personaje es tratar de averiguar qué hace la vecina del departamento de abajo a la cual él espía con esmero sin saber por qué, como ocurre en el relato “La noche”, donde nunca pasa nada. ¿A quién le va a interesar que una señora se desvele en las noches si no a un vecino timorato y morboso? Los personajes, como no tienen mundo, se enamoran de las amigas o de las propias hermanas (como en el relato “Imagen primera”), y, por supuesto, siempre son gustosamente correspondidos.

Juan García Ponce en una imagen de 1981. / Foto: Elisa Cabot (Wikimedia Commons-CC BY-SA 2.0 Deed)

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Los vericuetos que se inventa el autor son formidablemente laberínticos: “Pero cuando el padre de él sugirió dar un paseo para que los invitados conocieran la costa y le pidió que lo acompañara a buscar la lancha que con la ayuda de los pescadores del pueblo habían echado al mar la mañana anterior y ahora subía y bajaba con el ritmo de las olas mar adentro, tanto Katina como sus padres y la madre de él se pusieron blusas para protegerse y Katina y su madre unos sombreros de copa en punta y ala ancha echada hacia abajo de lo que el de Katina tenía una cinta azul, que ella se ató cuidadosamente bajo la barbilla, haciéndose sombra además con el brazo y mirando la raya blanca de la costa que se dibujaba a lo lejos, de tal modo que cada vez que él, sentado en el extremo de la proa se volvía a mirarla, mientras la espuma levantada por la lancha salpicaba su cuerpo, la mitad superior del rostro de ella quedaba en sombras y él no podía saber si ella lo estaba mirando también”.

Así, una y otra vez, García Ponce se entretenía en minucias que nada tenían que ver con las tramas reales de los cuentos, buscando en vano, desesperadamente, algún gramo de credibilidad. Aparte de estos farragosos párrafos, hallamos luego incongruencias al parecer nunca advertidas por el autor: en el cuento “Envío”, casi al final, se apunta que una de las “amigas con las que te enorgullecías de estar conmigo”, le comentó al personaje central, “con un aire contrito, una tarde que me crucé con ella en la calle [¿este dato le importará realmente al lector?], que te habías casado”… y, 20 líneas más adelante, el cuentista nos dice que dejaron de verse —los personajes centrales— varios días y “luego nuestros amigos comunes se encargaron de decirme de tu parte que habías decidido casarte”. Por fin, ¿estaba ya casada o iba a casarse?

Ah, pero eso sí: sus personajes son, siempre, gente fina y culta, que tiene en la boca alguna frase de Klossowski, Musil o Rilke. Eugenia, por ejemplo, del cuento “Reunión de familia”, habla en una tremenda fiesta de los problemas que trae consigo el teatro, mientras los otros invitados beben como desaforados a su alrededor: “Se vive en continua contradicción —dice Eugenia—. Es lo que dice Diderot, una paradoja inagotable y agotante. Acabo de hacer una nihilista rusa, sucia, atormentada, terrible, decidida, angustiada y angustiosa, y ahora quieren que me convierta en una adúltera rica, mundana, inteligente, audaz, irónica, desconcertada y desconcertante. ¿Qué puedo hacer? Girar de un lado a otro, volverme loca simplemente. Pero las actrices tenemos que ser así. Debemos conocerlo todo, agarrar parejo, con el corazón abierto y todo el amor del mundo. Hay una verdad vergonzosa, casi siniestra, pero indiscutible: para llegar a ser gran actriz, lo que se llama una gran actriz, hay que empezar por ser una grandísima puta”.

Luego, habla otro tipo en la fiesta, un tal poeta Rafael: “Ningún poeta moderno es verdaderamente profundo. Son triviales, sentimentales o anecdóticos; jamás trascendentales. Yo no ignoro la imposibilidad actual de la poesía dramática; el poeta contemporáneo ya no puede trabajar con personajes; tiene que valerse de ideas convertidas en símbolos; pero creo con absoluta seguridad en la épica. Hay que resucitar los mitos eternos. Allí está nuestra fuente, la única. Habría que hacer con la poesía algo parecido a lo que Santo Tomás hizo con la escolástica y, mucho después, Joyce con la novela; resúmenes exhaustivos, totales…”

Etcétera.

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Es obvio que quien habla es García Ponce, no sus personajes, y de ahí que resulten poco convincentes, nada agraciados. Tal vez debido a esta carencia de mundo de los protagonistas, Juan García Ponce se decidió a hacer un tipo de cuento resueltamente pornográfico (“teólogo de la pornografía y agorero de libertinos, coleccionista de damas galantes y de mujeres fatales, sádico que vota por el Eterno Femenino”, lo llama, amablemente, Christopher Domínguez Michael para no caer de su gracia) en los cuales lo de más es narrar los actos (Julia, porque sí, acepta la invitación de un desconocido para dejarse amar no sólo por este amador compulsivo sino también por un amigo de éste que, casualmente, llega al departamento para completar el suculento menage á trois) y lo de menos es introducirse en la psicología de estos amantes desenfrenados (Liliana le dice a su esposo Arturo —en el cuento “Rito” —, luego de hacer el amor con un desconocido delante del apacible Arturo: “¡Qué humillación! ¡Todo el mundo que quiere me coge!”). Cuentos para acostarse irrazonadamente, como los videos XXX (hasta con el gato, si los rasguños son exquisitos).

En cambio, los relatos “El Café”, “Después de la cita” y “Enigma”, quizás a pesar del propio autor, conforman un trazo diferente: son cuentos redondos, podríamos incluso decir soberbios por su intención, aquí sí, literaria: la mujer que sueña, en su cafetería, con el hombre que nunca llega; la desastrosa impresión de la ausencia en una espera amorosa, y la obsesión de un hombre por la nana de sus hijos integran un cuerpo donde, por fin, el concepto “cuento” se satisface por completo.

Juan García Ponce no dejó nunca de comportarse como un niño malcriado de la literatura, de ahí, probablemente, los juegos de la maniática concupiscencia disfrazada de frágil erotismo que sólo conducen, por un lado, al aburrido bostezo o, por otro, al entusiasmo fútil de los literatos esnobs que ven en cualquier performance la obra perfecta de la posmodernidad. Qué contradicción tan relevante: un escritor que basa mucho de sus cuentos en el qué dirán de los vecinos y las familias y las amistades de pronto encierra a sus personajes en alcobas para desgarrarles las vestiduras y hacerlos devorar mórbidamente sus cuerpos. Si por lo menos tuvieran huesos y piel los segundos y menos prejuicios sociales los primeros. Si por lo menos tuvieran humor todos sus cuentos estuviéramos, quizás, delante efectivamente de un —como atronadoramente y jubilosamente recalca Christopher Domínguez Michael en el prólogo— artista “como héroe y vidente de la mirada”… pero no: estamos, estuvimos siempre, ante un escritor que no definió con amplitud las características de su prosa, sino, acaso, y en eso tiene razón Domínguez Michael, ante un “narrador compulsivo” que, con tal de escribir —o de dictar sus imágenes—, caminaba a tropezones sin importarle el tiradero verbal que dejó en su apresurada carrera literaria.

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