Relatario: Edición Especial

La defensoría de un celoso


—Una noche se suma a otra noche que es un soplo de vanidades —dice el abogado defensor del hombre que es acusado por su amada por celoso recalcitrante y desmesurado—. Una noche larga que termina en un cuerpo exhausto. En una vereda donde cae un alud de mentiras, de piadosas caravanas rumbo a un húmedo ombligo reflejado en un espejo que es un rompecabezas con fragmentos perdidos…

El juicio oral es atendido minuciosamente por el jurado que escucha, con arrobo, al abogado que ha empezado a desplegar sus alas poéticas para tratar de convencer a la gente reunida en el gran salón de que su defendido es inocente. La amada se muerde una uña, mientras tanto.

—¿Pero no una noche principia con los lamentos del amor? —prosigue el leguleyo—, ¿no un camino puede seguirse quitando piedras, abrojos, ayes, disgustos, hambre, dolores, reconcomios?, ¿no una noche se suma a otra noche infatigablemente? Pienso disuadir a mi oponente hablándole de inmadureces…

—¿A qué oponente se refiere el abogado, señor juez? No hay aquí ninguna intransigen…

El juez lo interrumpe:

—No ha lugar, guarde silencio. Continúe usted, abogado.

En la sala se escucha un clamor generalizado en baja voz.

—… Gracias, señor juez. Pienso, decía, disuadir a mi oponente hablándole de inmadureces impropias. No voy a permitir interrupciones abstractas. No me moverán de mi sitio ceñido con la punta de los dedos al razonamiento. Es una irradiación la que me conmueve profundamente, la que me obliga a tapizar entonces el silencio obtuso de mis quimeras.

Silencio absoluto en la sala.

—¿Pero no una inmadurez es ya impropia? —se pregunta el abogado—, ¿las interrupciones, todas ellas, son acaso concretas?, ¿porque no todos abren la boca para decir cosas con cordura?, ¿no un sueño irradia convalecencias, extravíos, perdiciones, muertes transitorias?, ¿una oscuridad no es un silencio simulado? Pero el que me ofende no sabe de mí. Alguna idea tendrá de los pormenores del valle de la cólera milimétrica, algo sabrá de los fuegos cruzados entre dos bandos que jamás se han mirado a los ojos. Se me ocurre una frase para dilapidarla en las redes sociales, para difundirla audazmente en contra de mi cliente enamorado: nada como dormir en paz con cuerpos ajenos.

Se oyen murmullos, cuchicheos, una breve alharaca alicaída. El juez, con un martillazo, conmina al orden.

Silencio en la sala, de nuevo.

—¿Pero no mi cuerpo también es un desconocido que despierta fugaces rencores? —prosigue el magistrado—. Yo mismo hago garabatos en mi cara para contradecirme ruidosamente. Un argumento vuela a mi alrededor sin conseguir dar en el blanco. ¡Enciendo una hoguera con tu mirada que arde mirando otros ojos! Hoy tengo ganas de contar hasta un millón sesenta y nueve sin un parpadeo, vacilante, medrosa, altiva, tímidamente. ¡No entiendo por qué la gente es sorda y solemne!

La denunciante llora, pero es consolada por la madre.

—Voy a cautivar a una contradictoria dama —y el abogado mira, furibundo, a la mujer en llanto silencioso— que enciende velas después de la medianoche en un altar que ha erigido a un lado de la repisa donde descansa un santo destronado. No me hago ilusiones, pero tampoco mis inciensos permanecen humeantes luego de la canción de invierno…

El abogado de la mujer pide tiempo, pero el juez lo vuelve a callar.

—No ha lugar, prosiga usted, abogado —ordena el juez.

—… En esta vida no somos para todos. Desde pequeños somos selectivos, incluso discriminatorios. Una paloma revolotea con un mensaje ya difuminado por el dibujo de una incesante lluvia. ¿Por qué caminamos en la ruta de los que nos ignoran?, ¿y cuando nos sonríen por qué se nos impregna en los labios una estrepitosa duda?, ¿por qué no voy a construir una ilusión a partir de una breve rozadura?, ¿por qué nos seguimos de largo cuando vemos pasar a alguien que nos corta el aliento?, ¿una canción de invierno no puede ser cantada en las primicias de una borrasca veraniega?

El abogado mira detenidamente al jurado, que lo continúa escuchando con arrobo.

Luego, declara:

—Pienso disuadir a mi oponente hablándole de inmadureces impropias…

—¡Tiempo! Eso ya lo dijo anteriormente —interrumpe el abogado de la mujer que llora en silencio.

—Vuelve usted a interrumpir la sesión —dice el juez— y lo tomaré como un desacato. Prosiga, licenciado.

—Gracias, señor juez. Voy a describir cómo cae una gota en su espalda desnuda de una mujer, según me ha referido mi defendido, siempre tan generoso y desprendido. Voy a definir el corte de mi corazón en las madrugadas calurosas. Voy a decir de una vez por todas el verdadero nombre de la pasión. Y he de sacudir el polvo de mi estremecedor grito nocturno. ¡Porque ya no tendré en el buró los recuerdos de sus arrebatados besos! ¿Y no una inmadurez ya es impropia precisamente por no haber crecido? ¿Y no los corazones por nacimiento son indefinidos, insolventes, caprichosos? ¿Por qué no he de guardar para mí los sentimientos de la enjundia, las palpitaciones de los quebrantos, las orfebrerías de tu cuerpo? ¿Por qué no he de llamarme a mí mismo con los nombres que susurran los vientos de octubre?

Silencio total en la sala. El jurado mira al acusado y a la mujer en llanto silencioso.

Prosigue el defensor:

—Cualquier día voy a sentarme en las rodillas de quien no me quiere. Y recostar mi cabeza en su pecho adormilado. Voy a mirar de cerca sus ojos que me negaron con insistencia abrumadora. No sé si vendrá a mí la osadía de la tentación o el temor del abandono, pero no me va a sorprender el sometimiento de su voluntad. ¿Mi oponente es mi aliado, mi amigo, mi circunstancia íntima, mi quehacer fársico, mi palabra que enmudece, mis lágrimas como piedras en los ojos que no miran? Una tarde voy a nombrar cada uno de los rescoldos que aprisionan mis puños. Una noche me voy a olvidar de lo que fui. Una noche, una noche, una noche.

El abogado calla. Va junto con su cliente, que lo recibe palpando su brazo con fuerza.

Casi dos horas después, el jurado da su veredicto: el acusado es encontrado culpable de tormentosos celos y su abogado debe retirarse de la abogacía para dedicarse a la poesía. Y la rima fue realizada a propósito por cada uno de los jueces que ordenó la obligada distancia del celoso de su amada, que sigue llorando en silencio.

Un miembro del jurado toma la palabra luego de pedir la aquiescencia del señor juez, que la admite:

—Es cierto: el enamoramiento puede conducir al trastorno, nadie lo duda, pero sucede que la mujer ya no soporta ese innecesario martirio por el sencillo hecho de ya no hallarse, ella, enamorada de este infecto (y perdone usted, su señoría, el apelativo) hombre, de lo que resulta un sustento ilegítimo continuar con esta farsa. Por supuesto, yo no lo digo tan bellamente como lo hubiera dicho el abogado defensor, aquí presente, pero eso es lo que hemos concluido. Y punto.

Y la audiencia comienza a retirarse, lentamente, no sin antes acercarse unas cuantas personas al abogado defensor para pedirle un autógrafo.

El celoso se va sin despedirse de nadie y la amada, que sigue llorando, mira con languidez, con su mirada turbia, al abogado que ha defendido a su ex amado. No deja de mirarlo. Y hay cierta dulzura en esa indecible turbiedad…

Víctor Roura (México, 1955).

Related Articles

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button