Abril, 2025
para Rafael Volta
Con una inversión superior a los 85 millones de pesos, el Ministerio de Cultura de Ciudad Baldía ha reiterado su compromiso con una visión gubernamental estatal vanguardista, innovadora e inteligente, centrada especialmente en áreas cruciales como la cultura, las artes y, de manera particular, la literatura. Este anuncio fue proclamado con gran solemnidad por el recién nombrado ministro de cultura en una ceremonia que contó con la distinguida presencia del gobernador, el alcalde de Ciudad Baldía y otros destacados miembros honorarios y vitalicios del consejo municipal. Aunque su jurisdicción sobre Ciudad Baldía sea limitada, no desaprovecharon la oportunidad de asegurar un lugar en los titulares del periódico local.
Es precisamente en el ámbito literario donde el actual gobierno, a través del Ministerio de Cultura, ha focalizado sus esfuerzos para hacerse de los servicios del Gran Dictaminador, un innovador prototipo de androide chatbot desarrollado con los más recientes avances en biotecnología e inteligencia artificial generativa. Este prodigio tecnológico es capaz de leer, analizar, escudriñar, comparar y emitir dictámenes precisos, equitativos y transparentes en cada uno de los concursos literarios que se celebren de ahora en adelante.
El arribo del Gran Dictaminador no podría haberse producido en mejor momento. Hace tres décadas, cuando se lanzaron las primeras convocatorias para los concursos literarios de Ciudad Baldía, los comités de selección eran reclutados de otras regiones de la vasta República: “La cultura es como un manto de distinción, que, cualquiera que sea la rusticidad de aquel que lo porte, le confiere elegancia y prestigio”, aseveró el ministro de educación al gobernador, quien, a su vez, instó al alcalde de Ciudad Baldía a gestionar las medidas necesarias para convocar la primera edición del concurso literario.
Los miembros del comité fueron seleccionados gracias a la influencia de un amigo íntimo del ministro de educación, cuyos lazos se habían forjado durante sus años de estudio de letras modernas en una prestigiosa universidad capitalina. Aunque su incursión en dicho campo académico fue efímera, motivada por razones puramente vocacionales (“Prefiero dedicarme al estudio del Derecho antes que padecer la indigencia leyendo a autores ya fallecidos”, había explicado a su padre al decidir abandonar sus estudios), el ministro de educación cultivó amistades duraderas durante su estancia universitaria. Alcahuetes, pues. Estas relaciones se afianzaron en animados encuentros literarios que se transformaban en pintorescas celebraciones, en simposios internacionales que desembocaban en extravagantes festines y en viajes académicos que se convertían en desenfrenadas odiseas al estilo de los bohemios beatniks, cualquier cosa que este enigmático anglicismo pudiera connotar.
Con suma satisfacción, los invitados respondían con entusiasmo a sus respectivas invitaciones, cautivados por el prestigio que confería la firma del emisor de la misiva. A cada miembro del comité se le remitía un elegante telegrama impregnado del característico olor a oficina municipal, acompañado de un impecable oficio impreso en papel membretado de la más exquisita calidad, donde se detallaba escrupulosamente la compensación ofrecida: se les garantizaba el reembolso total de los gastos de viaje, alojamiento y manutención, además de una generosa asignación suplementaria destinada a cubrir cualquier desembolso adicional derivado de su ardua labor. Y, por supuesto, no se escatimaban los jugosos honorarios que reconocían la invaluable contribución de los miembros del comité.
Consciente de la importancia de cultivar una estrecha relación con los medios de comunicación, el ministro de educación emitió sendos comunicados de prensa dirigidos a los dos periódicos de mayor trayectoria en la localidad (decanos, les dicen) instándolos a destacar en sus primeras planas y a siete columnas que, “para la presente administración, la cultura y la literatura son pilares fundamentales para el progreso de Ciudad Baldía”. Estos comunicados, que posteriormente adquirirían relevancia como notas principales e incluso reportajes, fueron enriquecidos con numerosas fotografías que capturaban la magnificencia y solemnidad del certamen literario. Sin embargo, algunas voces disidentes se alzaron en desaprobación al notar que, entre los torrentes de tinta y las cascadas de imágenes que retrataban a funcionarios posando con libros en actitud de lectura, posando como si realmente leyeran, se omitía proporcionar información crucial como la convocatoria, las bases del concurso, los premios en juego o la fecha límite para participar en el certamen.
Luego de solventadas las omisiones y erratas en la oficina de Comunicación Social, cuya titular fue despedida de inmediato, y a pesar de la publicación corregida de la convocatoria, el comité designado para el Primer Concurso de Poesía y Narrativa de Ciudad Baldía desencantó al ministerio, a los escritores locales y a la sociedad en general al declarar desierto el certamen: “Nos encontramos plenamente convencidos de que, a medida que el tiempo transcurra, tanto los venerables autores arraigados en nuestras tierras como sus egregias obras literarias habrán de experimentar un proceso de maduración, que por su ineludible virtud, será merecedor del más alto reconocimiento y consideración por parte de la distinguida comunidad literaria”, declaró pomposo, sonriente, implacable y con prisa el sumo representante del comité, en rueda de prensa desde la ciudad capital, no en Ciudad Baldía, minutos antes de abordar su avión rumbo a París. En pleno vuelo, había recordado de súbito el nombre de la ciudad en donde había fungido como representante del comité y cuyo nombre no recordana: “¡Ciudad Baldía!”, dijo en voz alta, ante la mirada estupefacta de los pasajeros que lo alcanzaron a escuchar.
Ningún gobierno de Ciudad Baldía, al menos ninguno del que se tenga memoria, está dispuesto a esperar a que los procesos de largo aliento surtan el efecto deseado. Mucho menos en lo que respecta al ámbito cultural, elemento fundamental para el prestigio y la proyección internacional de Ciudad Baldía como destino turístico. Los sexenios son muy breves y en política el tiempo apremia. Por ello, el Ministerio de Cultura decidió formar un comité dictaminador integrado por especialistas y eruditos en letras. Como no encontraron críticos literarios, periodistas, académicos, autores reconocidos nacionalmente (ya no digamos en el plano internacional), que fueran expertos o, por lo menos, conocedores de la literatura local, decidieron conformar su propio comité. Acudieron a tres autores que eran los conocidos de un compadre del secretario particular del ministro de Cultura. “Ya contamos con un comité de casa”, diría con jauja el ministro cuando terminó de armar al tan ansiado comité.
La primera encomienda que el Ministerio de Cultura dirigió al comité de casa fue evitar declarar desierto el certamen. Para asegurarse de que esto se cumpliera, el ministro condicionó el pago de honorarios hasta que se hubieran publicado los resultados finales:
—Es imperativo subrayar que nuestros conspicuos autores, pilares de nuestra cultura y baluartes de la creación literaria, merecen ser investidos con la más alta reverencia y acatamiento por parte de esta honorable institución. En virtud de ello, es mi honroso deber anunciar la decisión trascendental de abolir la disposición que preveía la eventualidad de declarar vacante el concurso literario. ¡Que quede patente: en esta magna contienda, y bajo el abrigo de mi administración, debe emerger un laureado victorioso! —dijo en rueda de prensa el ministro en aquella ocasión en que viajó a la capital para entrevistarse con el embajador de la República Árabe de Egipto, para estrechar lazos de colaboración entre ambas culturas.
—Gracias, señor ministro, pero mi pregunta iba en el sentido de su asistencia aquí, con el embajador de la República Árabe de Egipto. ¿No le corresponde al señor gobernador o al señor presidente, en el mejor de los casos, acudir a este evento diplomático? —insistió la reportera con el puntilloso tono estricto de los periodistas de oficio.
No hubo más preguntas, la rueda de prensa se dio por concluida.
Para el próximo certamen se recibieron aproximadamente un centenar de trabajos, la mayoría de una calidad lamentable, según comentaron los distinguidos miembros del comité. Dado que el concurso estaba exclusivamente dirigido a autores locales, la estratagema evasiva para evitar declararlo desierto se convirtió en poco más que una broma de mal gusto: los miembros del comité optaron por otorgarse premios entre ellos mismos. En primer lugar, seleccionaron al autor más veterano, cuyo poemario de ochenta páginas fue presentado al concurso apenas unos minutos antes del cierre del plazo de recepción de documentos, tal como estipulaba la convocatoria, y con la colaboración diligente de Lupita, la secretaria encargada de recibir los trabajos en la oficina del ministerio. Dado que sólo se premiaría a un único autor y los nombres del comité dictaminador debían permanecer en el anonimato, no se presentó ningún obstáculo para anunciar al ganador durante una ceremonia que degeneró en una desenfrenada bacanal que se prolongó durante tres días y sus respectivas noches, contando con la distinguida presencia del embajador de la República Árabe de Egipto como invitado de honor.
Así transcurrieron los dos años siguientes, inmersos en la efervescencia del certamen literario. Se llevaron a cabo inauguraciones de bibliotecas municipales en cada una de las delegaciones baldienses, marcando un hito en el desarrollo cultural de la región, al menos así lo consignaban los periódicos decanos locales y los conductores de noticias en la radio. Se establecieron salas de lectura que, aunque en su apariencia recordaban más a museos, se erigían como espacios sagrados del conocimiento, donde los infantes, antes de poder manipular los libros, debían cumplir con un riguroso proceso de registro que incluía la presentación de una identificación oficial, un comprobante del pago del impuesto predial, un certificado de salud y otros trámites fundamentales para acceder a las obras literarias. Algún malpensado de la comunidad sugirió que en las paredes de una de las salas colocaran un letrero que indicara: “Prohibido leer”. En plazas y jardines se erigieron estatuas y bustos de bronce en honor a los autores de Ciudad Baldía de los años sesenta, aunque, en verdad, su obra había permanecido en la penumbra del anonimato característico de los autores que no son leídos. Con el tiempo, estas efigies terminaron en las manos talacheras de talleres de reciclaje, donde hicieron su agosto vendiendo el metal por kilo.
Además, se firmaron trascendentales convenios de colaboración con prestigiosas universidades, programas de radio y televisión, influyentes consorcios editoriales y reconocidos festivales internacionales. Estos acuerdos no sólo prometían la llegada de autores laureados y best sellers a Ciudad Baldía, sino que también ofrecían la invaluable oportunidad para que los autores provincianos pudieran entablar un diálogo con las mentes literarias más destacadas del mundo. Como bien expresó el ministro en una ocasión, al recibir a un autor de origen polaco, esta era “una oportunidad que no se volverá a repetir jamás, por eso invitamos a todos los autores que aprovechen para conocer a un escritor exitoso”. Sin embargo, la pomposa visita del mencionado autor extranjero dejó perplejos a muchos: ningún miembro de la administración, de la prensa local ni de la comunidad literaria de Ciudad Baldía logró articular el nombre del escritor, quien, por cierto, cobró una suma equivalente al costo de un lujoso Grand Marquis por hacer un espacio en su abarrotada agenda. Su presentación había durado quince minutos.
En la subsiguiente edición, el destino tomó su peculiar rumbo otorgando el ansiado galardón al segundo integrante del comité evaluador, y en la edición consecutiva, al tercero. ¿Podría ser posible replicar tan extraordinaria secuencia de triunfos? Aunque el año siguiente estuvo marcado por el cambio de gobierno, el eminente primer miembro del comité dictaminador, impulsado por una inspiración súbita, se entregó con fervor a la tarea de componer, en menos de dos horas, un poemario, con la intención de inscribirlo de última hora en el certamen. Para sorpresa y desconcierto de muchos, y entre el vaho etílico que emanaba del primer miembro del comité dictaminador, este impromptu literario emergió victorioso entre las obras en competencia. Este episodio, sin duda, dejó perplejos a propios y extraños, desafiando las expectativas y añadiendo un nuevo capítulo de gloria a la ya legendaria historia del certamen literario de Ciudad Baldía.
En sus últimas comparecencias públicas, el saliente ministro de cultura, desde los lóbregos recintos del Instituto Italiano de Cultura, donde se hallaba inmerso en una misión diplomática para fomentar la cooperación internacional y atraer inversiones extranjeras hacia la urbe de Ciudad Baldía para generar más de cien empleos, hizo llegar su sincero beneplácito al recién proclamado ganador, en un gesto que trascendió las fronteras nacionales y simbolizó la apertura hacia nuevas alianzas culturales.
Algunos distinguidos exponentes de la comunidad literaria local expresaron su disentimiento a través de la difusión de panfletos y la publicación de artículos en los medios de comunicación de alcance regional. No obstante, cuando el eco de esta controversia alcanzó los ámbitos de la prensa nacional, el asunto concerniente al comité de selección adquirió la dimensión de un escándalo de proporciones inusitadas. Resulta paradigmático cómo, de manera desproporcionada, un tema tan arraigado, simple e insignificante en la esfera cultural como es la literatura, se vio sometido a una presión innecesaria.
En respuesta a este tenso panorama, el recién investido gobernador, mediado por el nuevo y flamante ministro de cultura, decidió intervenir de manera enérgica para erradicar de raíz el ciclo vicioso que envolvía al comité de selección. En un giro de acontecimientos, el ministro instruyó en tono imperioso la formación de un nuevo comité, esta vez compuesto por un distinguido autor de renombre internacional y dos destacados exponentes de la escena literaria local, quienes a su vez representaban el sector disconforme que había alzado su voz de protesta.
Esta determinación fue recibida con beneplácito por parte de la comunidad literaria de Ciudad Baldía, la cual vislumbró en ella un punto de inflexión hacia la reconciliación y la restauración del prestigio del certamen. En este contexto, entre los venerables autores pertenecientes a la vieja guardia, cuya experiencia y renombre los erigían como pilares indiscutibles de la literatura local, surgió un círculo hermético de colaboración dispuesto a brindar su apoyo y orientación al nuevo comité, especialmente en lo concerniente a los dos miembros locales, cuyo compromiso y dedicación fueron recibidos con los brazos abiertos.
Los primeros fallos emitidos por el flamante comité de selección dieron lugar a un escenario de generosidad sin precedentes, especialmente dirigido hacia los distinguidos autores pertenecientes a la gloriosa pléyade de la tradición literaria local. Estos veredictos se tradujeron en premios pecuniarios exentos de gravámenes fiscales, menciones honoríficas, otorgamiento de becas, residencias artísticas en el extranjero y la publicación de sus obras en las más prestigiosas editoriales del país.
A pesar de las reservas expresadas por el ilustre autor foráneo, integrante del comité de evaluación, respecto a la calidad de las obras recibidas, las cuales a su juicio no alcanzaban el nivel deseado para ser consideradas dignas de reconocimiento, los dos conspicuos autores locales coincidieron en una apreciación diametralmente opuesta. Ambos afirmaron con firmeza que no sólo las obras exhibían un nivel de excelencia superlativo, sino que además representaban hitos fundamentales que ilustraban de manera elocuente el estado del arte de la literatura contemporánea en la próspera Ciudad Baldía:
—Pero de entre los finalistas no hay ninguno que no contenga errores, desde ingenuas pifias ortográficas hasta la incapacidad para construir una simple oración. En algunos casos confunden “bruma” con “brama” o usan “humilde” como sinónimo de “pobre”. En otros no saben diferenciar entre el uso del pretérito y del copretérito —argumentó el autor foráneo en la última reunión para la emisión del dictamen, llevada a cabo en una de las habitaciones más frías de aquel exconvento barroco baldiense, elegido para alojar las oficinas del Ministerio de Cultura.
—Mi colega y yo coincidimos en que estos elementos metaliterarios son guiños narrativos o poéticos del estilo particular de cada uno de los escritores. Es la voz de nuestra tierra hecha literatura. Es, quizás, el nacimiento de un canon literario: el surgimiento del Baldiensismo —sentenció uno de los autores locales, acorralando a su colega foráneo quien prefirió guardar silencio antes de poner en riesgo sus emolumentos.
Siguiendo esta misma línea de razonamiento, se llevó a cabo la publicación de una serie de volúmenes que abarcaban géneros literarios tan diversos como la poesía, la novela, el cuento, la crónica e incluso el ensayo, todos ellos protagonizados por los venerables autores que conformaban la distinguida pléyade literaria. Estos prolíficos escritores no tardaron en erigirse como auténticos héroes de las letras, cuyas plumas valientes, viperinas y visionarias estaban abriendo nuevos horizontes para las generaciones venideras.
—Es menester expresar mi encomio por el hecho incontrovertible de que, tras la publicación de mi magna obra literaria, se ha desatado un fervoroso renacimiento en el ámbito de la creación literaria local. Esta inesperada efervescencia en el seno de nuestra comunidad de escritores provoca en mi ser una profunda sensación de regocijo y gratitud. Antes de la irrupción de mi obra en el panorama literario se erguía un vacío desolador, un abismo insondable en la conciencia colectiva de nuestra sociedad, en el que yacía latente e ignorada la potencialidad del Estado como figura protagónica en el arte literario —farfulló en rueda de prensa aquel autor de la vieja pléyade premiado por el comité de casa.
—Pero antes de su novela ya se habían publicado, por lo menos, una veintena de obras en donde Ciudad Baldía es la protagonista… —fustigó un reportero de la sección cultural de un periódico nacional.
—Permítame, estimado jovenzuelo, ilustrarlo sobre un punto de vital importancia. Le suplico que comprenda que mi obra literaria ha marcado el advenimiento de una era sin precedentes en el ámbito de la narrativa baldiense. En mi inminente trabajo, las páginas que yacen en el umbral de la creación, las calles empedradas, los tugurios nocturnos, las figuras trágicas de la noche, las sombrías esquinas de los bares, los susurros de las prostitutas, los relieves de las escupideras en los rincones más oscuros de la cantina de la esquina, los rieles metálicos de la vía férrea y sus borrachos que yacen en las durmientes, la majestuosidad silente del cerro que se alza ante nosotros con su imponente presencia, e incluso el mismísimo Lucifer, señor de las tinieblas, se erigirán como los auténticos protagonistas de mi relato —respondió ensoberbecido el autor longevo ignorando al igualado reportero, a quien jamás volvieron a invitar por su impertinencia al atreverse a preguntar semejantes cosas al laureado literato.
Los siguientes galardones continuaron siguiendo la misma pauta, perpetuando así el favoritismo hacia los insignes y veteranos autores que componían la ilustre pléyade literaria. Sin embargo, a pesar del esfuerzo diligente de las instituciones y de los intentos por renovar periódicamente la composición del comité de selección con la inclusión de escritores foráneos, la producción literaria de Ciudad Baldía permanecía relegada a los márgenes del panorama nacional. Mientras que las obras premiadas y publicadas en otros estados obtenían el reconocimiento efusivo de los poderosos conglomerados editoriales tanto nacionales como internacionales, aquellas que emergían victoriosas en el ámbito local apenas si conseguían captar la atención fugaz de las páginas dedicadas a la vida social en los periódicos de la región.
No obstante, los laureados exponentes de la pléyade literaria local no desaprovechaban ninguna oportunidad para ostentar su renombre en los selectos círculos culturales y literarios de Ciudad Baldía, incluso en eventos cuya relevancia para la literatura era más que discutible. Ya fuera en la presentación de la soberana de las festividades decembrinas y su respectivo anuncio de la reina de las fiestas, en la inauguración de un nuevo estacionamiento en el centro de la ciudad, en el corte ceremonial de una cinta para la carrera estival dedicada a los ancianos de la comunidad, o incluso en una misa especial destinada a conmemorar el nombramiento del nuevo obispo de Ciudad Baldía, los escritores celebrados no escatimaban esfuerzos para brillar en el ámbito local, aunque su influencia en la escena literaria nacional fuera prácticamente nula.
Con el advenimiento de un cambio de gobierno, el nuevo flamante ministro de cultura de la recién instaurada administración, un individuo joven, perspicaz y de porte altivo, recién llegado de concluir con mención honorífica una maestría en una renombrada universidad europea, mostró su interés más marcado en utilizar su posición como trampolín político hacia una futura diputación, en lugar de promover el florecimiento de las letras locales. En esta coyuntura, tomó la decisión de someter las obras de los venerables autores locales de la pléyade literaria al escrutinio de la crítica literaria nacional. La respuesta que recibió por parte de estos escrutadores fue tan contundente como desalentadora, configurando así un veredicto que resonó como un epitafio para la reputación de los escritores laureados:
“Comprendemos plenamente su imperante necesidad de promover el talento literario de los escritores representativos de su distinguida entidad. Sin embargo, es lamentable constatar que los textos producidos por los autores de Ciudad Baldía adolecen de una calidad tan deficiente que dificulta cualquier intento de entablar un diálogo crítico constructivo entre el análisis y la obra misma. Estoy convencido de que, con el devenir del tiempo, tanto los propios autores como sus respectivas creaciones literarias habrán de experimentar una evolución sustancial que les permitirá ser considerados con el respeto y la atención que merecen en el ámbito nacional”.
Señor X
Crítico literario
Reflexivo y sumido en un estado de contemplación profunda, el distinguido ministro de cultura se vio compelido a emprender un sutil ejercicio de carácter etnográfico. ¡Carajo, que por eso se había hecho merecedor de la mención de honor en aquella prestiogiosa universidad europea! Con meticulosidad y diligencia, se sumergió en las páginas impresas de revistas, periódicos y medios de comunicación locales, explorando las intricadas telarañas de las redes sociales de los prolíficos autores, particularmente de aquellos que ostentaban la distinción de pertenecer a la pléyade literaria.
La primera impresión que emergió de este detallado análisis fue la constatación de un fenómeno notable: los autores baldienses, con una vehemencia desmesurada, dedicaban más palabras a la exaltación de sus propias creaciones que a la esencia misma de dichas obras. Tal era la magnitud de sus proclamas autorreferenciales que el ministro no pudo evitar esbozar un pensamiento cargado de ironía y desencanto, y uno que otro bostezo: “Son, sin lugar a dudas, los más ilustres escritores de Ciudad Baldía, aunque paradójicamente ninguno de sus compatriotas haya tenido el privilegio de sumergirse en las páginas de sus obras: no se leen ni entre ellos”.
Con estas revelaciones resonando en sus pensamientos, el funcionario, enclaustrado en la penumbra de su oficina, continuó su labor, avizorando un camino hacia la transformación y el renacimiento de la escena literaria local.
Fue entonces cuando en los corrillos burocráticos de Ciudad Baldía cobró fuerza la idea de adquirir al Gran Dictaminador. Tras un largo proceso de licitación, de cabildeos tan despiadados como pesadosos para registrar la compra en el padrón de proveedores y poder así lograr que bajara el recurso, y una vez que el androide fue instalado en su oficina, el ministro de cultura ordenó de inmediato la publicación de la convocatoria para un concurso de narrativa y poesía.
Una vez que los hábiles programadores del Gran Dictaminador hubieron concluido la configuración de su sistema, el equipo técnico, compuesto por tres ingenieros carentes de cualquier atisbo de conocimiento literario, asumió la responsabilidad de cargar en el androide los materiales recibidos. Los preciados manuscritos fueron meticulosamente almacenados en su memoria virtual, aguardando pacientemente para ser sometidos al escrutinio de la aplicación Debaser ver. 2.5, un avanzado procesador basado en Inteligencia Artificial de análisis de lenguaje crítico de textos literarios. Esta innovadora herramienta permitía al Gran Dictaminador no sólo llevar a cabo un análisis exhaustivo de cada obra, sino también establecer tablas comparativas y elaborar gráficos de valoración, todo ello fundamentado en los criterios predefinidos para asegurar una evaluación objetiva y precisa.
Tras leer una veintena de textos, los cuales arrojaron resultados misérrimos, el Gran Dictaminador sufrió un error grave de configuración en su sistema operativo:
—Por políticas de la empresa, y principalmente por la configuración del modelo de lenguaje ajustado con técnicas de aprendizaje cargado en los prototipos, ninguno de nuestros modelos acepta textos escritos en lenguaje inclusivo o binario/no binario —respondió en videollamada el representante de soporte técnico del desarrollador.
—¿Qué significa eso? ¿Acaso debemos actualizar la sintaxis de la programación del modelo de lenguaje? —preguntó ansioso uno de los miembros del equipo técnico.
—No, no, no… lo que quiero decir es que el Gran Dictaminador no sabe leer a autores que escriben así… —explicó el técnico, para después compartir en el chat de la videollamada las siguientes palabras: “nosotrxs” “nosotr@s” “nosotres” en vez de simplemente “nosotros”; “elle”, en lugar de “ella” o “él” o “ello”. Y todos sus derivados, explotó.
Tras un lapso de silencio, en el que a algún miembro del equipo se le escapó una risita, el técnico continuó:
—Si ustedes ingresan nuevamente textos con esta forma de escritura, el sistema de codificación avanzado del modelo de lenguaje del Gran Dictaminador se desprogramará de manera indefinida, liberando a nuestra compañía de cualquier responsabilidad al respecto.
El ministro y el equipo técnico decidieron separar a los participantes que escribieran de esta manera, antes de ingresar los textos al androide. Después de reiniciarlo, continuaron con la revisión. Al anochecer, el Gran Dictaminador había terminado de leer y analizar cerca de trescientos textos.
—¿Trescientos? ¿En serio hay tantos autores en Ciudad Baldía? —preguntó al aire el ministro de cultura, ante el silencio inocente del equipo técnico.
Tal vez por curiosidad o por morbo oculto, el ministro se dispuso a revisar personalmente los resultados.
Tras la meticulosa depuración de los textos plagados de un lenguaje inclusivo que distorsionaba la pureza del mensaje literario, quedaron al descubierto los manuscritos aquejados por una dolencia severa: una redacción deficiente que los tornaba irreconocibles como obras de arte literario. Acto seguido, emergieron a la luz los trabajos de los venerables autores pertenecientes al selecto círculo hermético de la pléyade literaria, aquellos que se enorgullecían de haber instaurado una nueva era en la narrativa baldiense con sus obras. Sin embargo, como advirtiera en su momento el autor foráneo, antiguo miembro del comité de selección, la gran mayoría de los manuscritos provenientes de esta distinguida pléyade no estaban exentos de falencias: “De manera injustificada y lamentable, la palabra ‘piernas’ y su sinónimo ‘muslos’ hacen su aparición hasta en 17 ocasiones en una sola página”, lamentó el ministro mientras escrutaba las múltiples anotaciones de error en el informe.
Entre los textos desechados se contaron aquellos que sucumbieron bajo el peso de excesivas ocurrencias, descripciones prolíficas que carecían de sustancia narrativa, poemas incontinentes, desbordados por un torrente de palabras carentes de coherencia, así como relatos que se extraviaban en el lodazal de descripciones vulgares de personajes anodinos. Se detectó, asimismo, un texto escrito en su totalidad por una versión rudimentaria de chatbot literario. Este exhaustivo proceso de criba dejó al descubierto la magnitud de los desafíos que aguardaban en el horizonte de la literatura baldiense, desafíos que, a pesar de su envergadura, no hacían sino avivar el ardor del ministro por encaminar a la comunidad literaria local hacia la excelencia y el reconocimiento nacional.
Bajo el mandato del gobierno precedente, la opción de declarar vacío cualquier certamen literario se hallaba tajantemente prohibida. En el momento en que el eminente ministro se disponía a escoger, entre los manuscritos disponibles, aquel que destacara como el menos deficiente para ser proclamado como ganador, uno de los integrantes del equipo técnico irrumpió de forma intempestiva en su recinto, sacándolo bruscamente de su perplejidad. Este inesperado suceso habría de desencadenar una serie de acontecimientos que alterarían el devenir del concurso literario y sus implicaciones políticas:
—Disculpe la interrupción, distinguido señor ministro, pero me temo que el reporte que le presenté carece de una página crucial —expresó el joven con deferencia, extendiendo hacia el ministro la hoja en cuestión.
En ella se plasmaba la página inicial del informe, que revelaba únicamente el título de una obra y el respectivo seudónimo de su autor. Esta súbita revelación provocó una pausa reflexiva en el ministro, cuyos pensamientos danzaban entre la incertidumbre y la expectativa:
—Significa esto que… —comenzó a indagar el ministro, dejando la pregunta suspendida en el aire, expectante.
Con un gesto sereno, el joven asintió con seguridad.
—Que indudablemente, señor ministro, tenemos ante nosotros al merecedor del tan anhelado primer lugar —afirmó con convicción, indicando al ministro dirigir su mirada hacia el monitor que se erguía ante ellos.
La pantalla, impertérrita, revelaba el nombre verdadero del autor, junto con una breve semblanza que delineaba una figura inesperada: se trataba de una joven, nacida en Ciudad Baldía pero residente en la capital, cuyo quehacer literario había florecido lejos de los confines de nuestra entidad, dedicada aparentemente a una disciplina inusitada: la hechicería erótica.
Ante esta revelación, el ministro, tras un instante de perplejidad, se recompuso con determinación:
—¿Podemos concluir, entonces, que el Gran Dictaminador ha cumplido su cometido? —indagó, buscando en el joven una confirmación.
—Por supuesto, señor ministro. El reporte es incuestionable: este es, sin lugar a dudas, el manuscrito ganador que… —aseguró el joven con una serenidad que denotaba la certeza en sus palabras.
—Sí, sí, de acuerdo, pero por favor espera… —interrumpió el ministro antes de que el joven pudiera proseguir con el protocolo establecido—. No quiero dejar pasar esta ocasión sin expresar mi más sincero agradecimiento por su incansable esfuerzo y dedicación. Ha sido un privilegio conocerlos —concluyó el ministro, consciente de que, más allá del resultado de este concurso literario, el verdadero valor residía en el compromiso y la entrega de aquellos que habían contribuido a su ejecución en beneficio de su gestión y de la actual administración de Ciudad Baldía.
¡Ah, y por supuesto!, en beneficio de las letras locales.
—Eso suena a una despedida, señor —sugirió el miembro del equipo técnico.
El ministro de cultura le dedicó al chico una breve sonrisa triunfal y se retiró, dejando en aquel cubículo a los miembros del equipo técnico.
Tras ser apagado y desconectado, el androide permaneció inerte, sedente, inconmovible.
Hasta la fecha, nadie sabe dónde quedó guardado el Gran Dictaminador.