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‘In memoriam’: Enrique Metinides (1934-2022)

Se llamaba Jaralambos Enrique Metinides Tsironides, pero era conocido simplemente como Enrique Metinides. Le apodaban el Niño —pues incursionó en la foto desde su infancia—, también el Griego —por los orígenes de sus padres—, y, desde 2015, era “El hombre que vio demasiado”, como tituló Trisha Ziff su documental sobre él. Fotógrafo mexicano, famoso por sus trabajos periodísticos en nota roja —que catapultó su obra a galerías en todo el mundo—, Enrique Metinides falleció el pasado 10 de mayo. Vicente Francisco Torres (ensayista, narrador y profesor-investigador en la UAM-Azcapotzalco) aquí lo recuerda…


El fotorreportero de nota roja Enrique Metinides murió el 10 de mayo en la Ciudad de México. Paradojas de la vida: el hombre que brincaba sobre vagones de trenes volcados con tal de conseguir la toma dramática, subía a las terribles escaleras panorámicas de los bomberos para dar noticias del infierno, el joven que milagrosamente sobrevivió bajo los escombros de un edificio que voló por la explosión de un camión transportador de gas, sucumbió a causa de una caída doméstica. Los artistas, como todos los mortales, son presas de las paradojas que nos regala la existencia; así sucedió con el fortachón Luis Sepúlveda, quien se fajaba contra los jóvenes neonazis alemanes y fue derrotado por el bicho diminuto conocido como SARS-CoV2. Metinides, que por tener pánico a volar en avión no asistió a las inauguraciones de sus exposiciones fotográficas en diversos países del mundo, murió de una caída a ras de piso. Tal como el mismo fotógrafo cuenta en una de las varias entrevistas y películas que hicieron sobre su persona, esta fobia nació desde su infancia, el día en que unos conocidos, para hacerle una broma, lo sostuvieron en el vacío desde la azotea de un edificio.

Apodado el Griego por sus orígenes familiares (su nombre era Jaralambos Enrique Metinides Tsironides), aunque también el Niño porque desde antes los 12 años de edad ya tomaba fotos en los anfiteatros y delegaciones de policía para publicarlas en el periódico La Prensa, fue ejemplo de la pasión con que se ejerce un oficio. Reunió decenas de carpetas con fotografías de la plana roja, suyas y de otros autores; fotografió escenas de la pantalla televisiva igual que hacía en su infancia: iba al cine para retratar imágenes de muertos y choques que aparecieran la pantalla. Dicho sea de paso: nuestro personaje se hizo fotógrafo desde su infancia porque, del mismo modo en que lo papás regalan pistolas de chinampinas a sus niños, su padre le regaló una cámara fotográfica de las que vendía en su negocio, que estaba junto al desaparecido cine Regis. El destino también lo encaminó porque su cuñado era dueño de un cine y proyectaban cintas para que las viera solo el niño Jaralambos.

Desde las planas rojas de los diarios, sus fotografías fueron escalando hasta el terreno del arte, un arte que muchas personas se siguen preguntando cómo pueden considerarlo atractivo si está fincado en el dolor, el horror y la sangre. El exquisito escritor y académico italiano Mario Praz (1896-1982) acuñó, en La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (1930), una expresión para referirse al arte nacido de temas poco edificantes: se trata de la belleza medusea[1].

Hay muchas fotografías de Metinides que se repitieron de exposición en exposición, de libro en libro y de video en video. En este momento puedo mencionar tres. La primera es la de Adela Legarreta Rivas, una bella mujer que salió muy arreglada para una entrevista de trabajo y, mientras esperaba el transporte público, la arrolló un auto y quedó prensada entre un muro de contención y un poste, con los ojos abiertos. No hay horror en su mirada, sino la radiante expresión de su belleza que no perdió ni en el momento de la muerte.

Otra proviene de la infancia del fotógrafo: un agente de ministerio público en Santa María la Rivera, al ver la fascinación del muchacho por las fotos de nota roja, recordó que en la delegación tenían el cadáver de un hombre que había sido decapitado por un tren. Le dijo que, mientras él comía, Metinides tomara algunas fotos. En la agencia de policía un hombre levantó de los cabellos la cabeza para que el muchacho tomara la foto. Metinides hizo la fotografía y después salió corriendo.

Una tercera toma emblemática es la que el Niño hizo en un mercado y que un fotógrafo estadounidense, para horror de sus invitados, tiene expuesta en su cocina: una niña estaba moliendo carne pero se descuidó y el molino devoró su mano. Antes de que llegaran a desarmar el molino, el Griego pudo tomarle una foto en donde la víctima aparece sin tener plena conciencia de su tragedia.

Enrique Metinides llegó a ser considerado como artista de un modo semejante a como sucedió con el ucraniano-norteamericano y reportero de nota roja Arthur H. Fellig (1899-1968), conocido como Weegee, quien se volvió mito y personaje de película. Tenía un radio de onda corta y, como escuchaba las frecuencias de las ambulancias y la policía, llegaba inmediatamente a los lugares de los siniestros. Fotografió también escenas de la farándula y de la vida nocturna neoyorquina.

Por los extraños caminos del arte, este personaje, caracterizado siempre con una gran gabardina, vino a relacionarse con México.

Cuando los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez estaban en su apogeo, los diarios juarenses se negaban a publicar las fotos que daban cuenta de la crueldad y el horror que conducían a la complicidad de las autoridades. Los fotorreporteros pudieron hacer una exposición semiclandestina que reporteó el norteamericano Charles Bowden y, tiempo después, con esas fotografías que consideraba salvajes frente a la pureza de su escrito, hizo un libro, Juárez: The Laboratory of Our Future (1998), que la gente glamorosa aclamó por las alusiones que hacía a Arthur H. Fellig (Weegee). El libro recibió el premio Infinity Award, fundado por el Center of Photography de Nueva York. Y el galardón fue para Bowden porque, a fin de cuentas, él aparecía como autor[2].

Enrique Metinides fue un coleccionista de juguetes que tenían que ver con su pasión, como bomberos, enfermeras, médicos, policías, patrullas, ferrocarriles, camiones de bomberos y ambulancias.

Desde niño vivía en la Cruz Roja, en las agencias de policía o en las centrales de bomberos para treparse a los camiones y ambulancias y llegar antes que cualquier reportero. Para evitar los traumas ocasionados por la noticia de un atropellado, balaceado o niño muerto inventó las claves a base de letras y números que siguen usándose hasta la fecha.

Además de las películas y documentales que se hicieron sobre su persona, Metinides ha sido objeto de notables ensayos escritos por J.M. Servín. El narrador Bernardo Esquinca, en sus novelas, ha rendido homenajes a otros fotógrafos, los hermanos Casasola y, muy señaladamente, a Enrique Metinides.

En su novela La octava plaga (2011)[3] aparece el Griego, un personaje inspirado en Metinides que reflexiona, junto con otros personajes, sobre la naturaleza de la nota roja. Casasola y Verduzco, periodistas de nota roja hacen la valoración de este tipo de periodismo. Recuerdan que Sábato apreciaba las páginas policiacas porque le parecían la expresión más contundente de la realidad. La nota roja se parece a la literaria porque hay que inventar, poner imaginación y narrar. En los anuncios de ocasión, incluidos los de sexo servicio, los amarres y los oficios de los curanderos, se observa la expresión humana sin hipocresía.

Verduzco piensa, cuando entra a una librería y mira las mesas de novedades, que se trata de modas o libros por encargo. Cree fervientemente que la nota roja es mejor, más auténtica y vívida. Y, para terminar pronto, él tiene más lectores de sus reportajes morbosos que los escritores de libros.

El Griego, fotógrafo de nota roja, ya jubilado, dice una verdad sobre los asesinos, sacada de las planas rojas —también llamadas amarillas— de los periódicos y no de los libros: “La gran mayoría de los crímenes que cubrí no fueron realizados por asesinos fríos y meticulosos. Se trataba de personas comunes y corrientes, que cedieron a un arrebato de furia, provocado por celos, frustración o deseos de venganza. Cualquiera puede convertirse en asesino”[4]. Coincide con una definición que dio un prestigiado escritor sudamericano de cuyo nombre sí quiero acordarme pero no puedo (quizá sea Leopoldo Lugones): “Un asesino es un hombre común y corriente que estaba pasando por un mal momento”.

[Vicente Francisco Torres: ensayista y narrador. Profesor-investigador en la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco]

Notas

[1] Mario Praz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, traducción de Jorge Cruz, Caracas, Monte Ávila editores, 1969.

[2] Véase Willivaldo Delgadillo, Fabular Juárez. Marcos de guerra, memoria y foros por venir, Brown Buffalo Press/Instituto para la Ciudad y los Derechos Humanos A.C., 2020.

[3] Bernardo Esquinca, La octava plaga, México, Almadía Editores, 2011.

[4] Metinides, video de Bernardo Noyola y Santiago Stelley, México, 2007.

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