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Los entretenimientos

Enero, 2024

En rigor, solamente hay dos cosas importantes e imprescindibles: nacer y morirse. Lo demás es entretenimiento, escribe Pablo Fernández Christlieb en esta nueva entrega de ‘El Espíritu Inútil’. Claro que hay los que buscan que los entretengan y los que deciden entretenerse como ostras, los que viven dando órdenes y los que viven dando permisos, los que para entretenerse se hacen lifting y los que para entretenerse escriben La guerra y la paz.

La exigencia social de que a uno lo entretengan ya ha sido incorporada a los derechos universales del hombre, y de la mujer, y —tiernamente correctos que somos— de los niños y las niñas, para que ya todos tengan el poder inalienable de que alguien venga a entretenerlos, el imperativo de que siempre haya el número suficiente de semejantes dedicados a distraerlo para que no se sienta discriminado: ahora quiero platicar, ahora quiero que me lleves a pasear, ahora quiero que me invites un cafecito y así sucesivamente. A veces los semejantes, que no se dan abasto, les organizan a los derechohabientes alguna actividad o acontecimiento con el cual puedan entretenerse un ratito, que suele recibir el peyorativo nombre de “tenmeacá” porque no es tan entretenido como los prójimos, los cuales siempre se tienen que fregar nada más porque alguien está aburrido: los tenmeacás se usan de pasatiempo mientras llega un prójimo a entretenerlos.

Los pasatiempos, como los crucigramas, se inventaron para las salas de espera y las peluquerías (ni modo que el peluquero se pusiera a bailarles a los clientes), que ahora fueron sustituidos por las pantallas, y por los celulares que traen hasta crucigramas y son entretenidísimos, de modo que hoy en día nadie suelta su aparatito que es como un derecho universal, lo cual significa, primero, que la gente está cada vez más urgida de entretenimiento; y segundo, que le entra un vértigo como de abismo ante el peligro de darse cuenta de que no tiene nada que hacer en esta vida.

Un entretenimiento es un dispositivo desechable —persona, animal o cosa— que no tiene ningún sentido y que se utiliza con el único objetivo de que el tiempo, ese desierto inmenso y vacío, pase y se acabe. Por ende, un entretenimiento, por definición, es corto, momentáneo, y no tiene ninguna relación con nada. Es algo que no importa que se hace entre dos cosas que sí importan, entre que le crece el pelo y que se lo corta el peluquero, y más universalmente, entre que uno quiere hacer algo y que uno lo empieza a hacer. Pero lo característico de la época actual es que las cosas que sí importaban ya no existen. Y entonces toda la vida se convierte en una retahíla de entretenimientos, espasmódicos, dispares y fugaces, que como son cortos se terminan, y como no tienen relación no se continúan, lo cual es angustiante, porque uno sabe que su entretenimiento, la visita que hace, la búsqueda en Google, ir a que le corten el pelo, no le va a durar y se le va acabar y así sucesivamente uno tras otro, y como si fuera droga dura, hay que buscar más y más. De hecho la paradoja tan contradictoria de que la gente tan aburrida quiera siempre alargarse la vida y vivir más años es que eso de irse a curar y a que lo operen y luche contra el cáncer —“porque es un guerrero”— es como la gente se entretiene más que nada hoy en día: sobrevivir es un entretenimiento.

En rigor, solamente hay dos cosas importantes e imprescindibles: nacer y morirse. Lo demás es entretenimiento. Claro que hay los que buscan que los entretengan y los que deciden entretenerse como ostras, los que viven dando órdenes y los que viven dando permisos, los que para entretenerse se hacen lifting y los que para entretenerse escriben La guerra y la paz. Andar de entrometido, chismoso y metiche es un entretenimiento muy violento, mientras que leer es más inofensivo porque no le exige nada a nadie. Ciertamente, parece que la diferencia está ahí: entre los entretenimientos que se acortan y se entrecortan y se exigen, y los otros más imaginativos que consisten en inventarse el entretenimiento y además entretenerse haciéndolo, o sea, que se expanden y continúan y se hacen solos, que incluso suelen llamarse de otras maneras, como pasión, obra, sentido, y son, por lo menos, menos dependientes.

Hay gente que hace como que le importa su trabajo o la política o el arte, pero se les cacha que en realidad se están haciendo güeyes porque a la primera de cambio ahí están viendo quién los llama o teniendo hambre o yendo a todo evento que se les atraviese, desde bautizos hasta defunciones —y presentaciones de libro— con tal de entretenerse. Pero hay otra, que alguna vez fue al cine para pasar el rato, o se sentó de puro hastío a ver el futbol un sábado en la noche, o agarró un libro para hojear o un calcetín para remendar o una receta para cocinar o se puso a escucharle sus cuitas al vecino, y por angas o mangas, incluso sin que necesariamente le haya gustado, continuó haciéndolo a lo largo de los años sostenidamente, y se le alargó y eso dejó de ser un pasatiempo y se convirtió en una obra o una pasión. Paradójicamente de vuelta, a éstos por lo común no les asusta morirse al final —cosa importante e imprescindible— porque ya lograron hacer algo que tuvo sentido (a los que les da terror es a los que se gastaron la vida en puro entretenimiento).

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