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Guerra en Ucrania: dos miradas históricas

Dossier: Crisis en Europa...

Febrero, 2022

Para comprender el conflicto actual entre Rusia y Ucrania, es necesario conocer la historia de las relaciones entre ambos países y la composición étnica y religiosa del Estado ucraniano. De ello nos habla la académica Sarali Gintsburg. Por otra parte, la periodista y analista política Luciana Castellina nos recuerda la historia reciente: sí, las graves responsabilidades históricas de la Unión Europa que han llevado a la crisis actual.


Rusia y Ucrania: una relación con mucha historia

Sarali Gintsburg


A primera hora del 24 de febrero, el presidente ruso, Vladimir Putin, anunció el envío de tropas rusas a las regiones de Donetsk y Lugansk, en Ucrania. Esta decisión se tomó dos días después de que la Federación Rusa reconociera oficialmente como estados independientes a estas repúblicas autoproclamadas en 2014.

Mientras que los medios de comunicación occidentales y ucranianos hacen hincapié en la posibilidad de que estalle la Tercera Guerra Mundial y predicen una catástrofe humanitaria, la prensa rusa no se muestra menos emocional e informa con orgullo sobre sus rápidos avances en el territorio ucraniano. De hecho, ha llegado ya a Kiev. Las tropas rusas apenas han encontrado resistencia ni en la parte oriental de Ucrania ni en la central.

Debido a la carga afectiva de estas publicaciones resulta prácticamente imposible entender qué está pasando exactamente y cuáles pueden ser las consecuencias. Para comprender mejor las razones subyacentes a estos trágicos acontecimientos, debemos volver a la historia de las relaciones entre ambos países y observar la composición étnica y religiosa del Estado ucraniano. Por cuestiones de brevedad, mencionaré esquemáticamente algunos hitos destacados.

Kiev, la madre de las ciudades rusas

Para los eslavos orientales, que constan de varias ramas, Kiev se asocia históricamente con la imagen de la Madre Rusia. Esta expresión se menciona por primera vez en La primera crónica eslava, recopilada supuestamente en 1113 por Néstor, un monje de Kiev.

A este respecto, es importante mencionar que esta capital se percibe tradicionalmente en la cultura rusa como una especie de centro espiritual. El príncipe Vladimiro, quien en el año 989 eligió la rama ortodoxa del cristianismo y tomó la histórica decisión de bautizar a sus súbditos, también era de Kiev.

La ciudad continuó siendo el centro de las tierras rusas hasta el siglo XII, cuando comenzó a dividirse en varios estados independientes.

Bogdan Khmelnitsky: la incorporación a Rusia

A principios del siglo XVII, la población ortodoxa de Ucrania, entonces Hermanato cosaco (actual centro de Ucrania), sufría una opresión continua por parte de la Commonwealth católica polaco-lituana y la Turquía musulmana. Bogdan Khmelnitsky intentó establecer alianzas con varios gobernantes europeos, pero se dio cuenta de que la única salida era formar parte del Estado ruso.

La firma del acuerdo en 1654, el Tratado de Pereyaslav, fue iniciativa de la parte ucraniana.

Obviamente, la incorporación a Rusia trajo una considerable influencia cultural. El idioma ruso se extendió y Moscú y, posteriormente, San Petersburgo, se convirtieron en centros de atracción para muchos ucranianos con talento. No es coincidencia que varios escritores ucranianos de fama mundial, como Nikolái Gógol, Tarás Shevchenko y Vladímir Korolenko, vivieran parte de su vida en Rusia y escribieran en la lengua de este país.

Visita de Bogdan Khmelnitsky a Kiev en 1649. / Obra de Mykola Ivasiuk (Wikimedia Commons).

La Unión Soviética

Ucrania pasó a formar parte del joven Estado prácticamente desde el principio y fue uno de los fundadores de la Unión Soviética. Durante la época soviética, Ucrania adquirió la configuración geográfica actual.

Al final de esta etapa, Ucrania constituía una entidad multicultural y multiétnica compleja. Por un lado, el este y algunas áreas del centro eran predominantemente de habla rusa. Mientras, el oeste era muy irregular: población de habla ucraniana en Galicia oriental (antigua Polonia, cedida a la República Socialista Soviética, RSS, de Ucrania en 1939), de habla húngara (región de Zakarpattia, cedida a la RSS de Ucrania en 1945), de habla rumana (región de Zakarpattia, cedida a la URSS en 1945 y Bucovina, cedida a la RSS de Ucrania en 1940), así como rusinos, judíos, etc.

En 1954, Nikita Khrushchev, entonces primer secretario del Partido Comunista de la URSS, transfirió la península de Crimea de la Federación Rusa a la RSS de Ucrania a través de un decreto especial.

Otra faceta de esta diversidad étnica es la diversidad religiosa. El este y el centro de Ucrania son predominantemente ortodoxos y en la parte occidental hay ortodoxos, católicos, católicos griegos…

La independencia de Ucrania

Esta irregular composición geopolítica explica las tendencias generales del Estado ucraniano postsoviético.

Lamentablemente, ninguno de los líderes ucranianos —ya sean el proestadounidense Victor Yushenko, el prorruso Vitor Yanukovich, el proeuropeo Piotr Poroschenko o el actual Vladimir Zelenovsky— ha sido capaz de diseñar una estrategia exitosa que reúna a ciudadanos tan diversos.

Estas diferencias y desacuerdos se han multiplicado: la Ucrania de habla rusa comenzó a sentirse decepcionada por la política de ucranización y se inclinó hacia Rusia, mientras los de habla ucraniana en el oeste, en particular, los húngaros y los rumanos (alrededor de 150 000 en cada grupo), compartían sentimientos similares y formaron alianzas con sus respectivos países de origen.

Entre los eventos más destacados que muestran la gran división se encuentra el reciente conflicto en torno al papel de Moscú y el Patriarcado de Moscú en Ucrania. En los últimos años, muchos rusos y ucranianos han sentido que la fe ortodoxa es la única conexión que queda entre estos dos países y que es el motivo por el que mantienen la cordialidad.

No obstante, en 2019, el Patriarca Ecuménico de Constantinopla otorgó a la Iglesia ortodoxa de Ucrania el tomos, es decir, el derecho a la plena autonomía del Patriarcado de Moscú en materia religiosa. Este hecho avivó la discordia: mientras que algunas iglesias ortodoxas de Ucrania se unieron a la Iglesia ortodoxa ucraniana, otras se negaron y permanecieron en el Patriarcado de Moscú.

Y ahora, ¿qué?

Es muy posible que Ucrania continúe desintegrándose. El escenario más probable es que la parte de habla ucraniana se incline aún más hacia Polonia y los de Zakarpattie busquen acercarse respectivamente a Hungría y Rumanía. Por otro lado, la crisis política de las élites ucranianas conducirá a un relevo en el poder, que nos da esperanza de iniciar un diálogo tan necesario desde hace tiempo.  [Fuente: The Conversation.]


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La crisis de Ucrania y las graves responsabilidades históricas de la Unión Europa

Luciana Castellina


Espero no tener que aclarar que el ascenso de Putin a la cima de Rusia me parece una vergüenza y, aunque es una historia diferente, también tendría algo que decir sobre Xi Jinping (presidente de la República Popular China). Pero cuando dieron su opinión sobre Ucrania, pensé: menos mal que están aquí.

Porque lo más insoportable que estamos sufriendo ahora en silencio es la arrogancia de nuestro Occidente al presentarse como modelo óptimo de sociedad y, por tanto, garante de la democracia en el mundo, a pesar de los desastres sembrados en todo Oriente Medio, en Afganistán, pero también en aquellas partes nuestras donde la desigualdad crece cada día más.

Asombra el asombro de quienes se alarman porque Putin ha desplegado tantos tanques en la frontera ucraniana: ¿y qué esperaban que hiciera alguien como él, a quien se le ha dado así la oportunidad de ganar popularidad en su país —y de utilizarla para lo peor— dada la perversa política de Occidente hacia Rusia? Tras la caída del Muro, podría haberse puesto en marcha por fin un proceso inclusivo, con la adhesión gradual de Europa del Este y la cooperación con Rusia, europea sólo a medias, es cierto, pero difícil de separar de nuestro contexto histórico y cultural. Pero, por el contrario, hemos tomado el camino inverso, en parte anexionándonos y en parte construyendo una colonia de leprosos para aislar a Rusia.

¿De qué lo acusamos? ¿De concentrar tanques en sus fronteras, siempre en suelo ruso, con Ucrania? Pero, ¿no ha llenado Estados Unidos durante décadas el mundo, por sí solos o con sus aliados, de cientos de bases militares y guerras, pero a miles de kilómetros de sus propias fronteras?

Recuerdo bien cómo se inició la política de la Unión Europea cuando empezó a derrumbarse el Muro de Berlín: yo estaba en Bruselas en aquellos años en el Europarlamento. Por fin, al frente de la Unión Soviética había un hombre como Gorbachov, que se ofreció generosamente a retirar sus tropas de los territorios del Pacto de Varsovia en nombre de la superación de la Guerra Fría y, por tanto, con el compromiso de no extender el Pacto Atlántico hacia el Este. A favor de tal hipótesis había un gran movimiento pacifista, el único verdaderamente europeo que existía, que luchaba por “una Europa sin misiles desde el Atlántico hasta los Urales”; había muchos líderes socialdemócratas de izquierdas al frente de sus respectivos partidos que lo apoyaban (Foot, Palme, Kreiski, Papandreu, muchos del SPD; en Italia, pero aislado en su propio partido, Berlinguer). Se podría haber intentado un nuevo orden que sepultara la Guerra Fría.

Pero, en cambio, esa ocasión quedó enterrada y ahora nos enfrentamos a un riesgo mucho peor. Porque antes estaban las grandes bombas atómicas de las que los presidentes tenían las llaves, ahora la energía nuclear se ha convertido en un componente de munición manejable al alcance de muchos, locos o humanos que cometen errores. Recuerdo cuando, en 1993, habiéndose ya prendido fuego Oriente Medio con los americanos, pasó oficialmente Europa de la Comunidad a la más exigente Unión, y por Constitución al infame Tratado de Maastricht.

Todavía no se habían retirado las banderas que adornaban la sala donde se celebró el bautismo, cuando uno de sus miembros más autorizados, Alemania, se apresuró a intervenir, en un primer momento en solitario y más tarde seguida por toda la Unión, en los asuntos yugoslavos, reconociendo, desafiando toda norma internacional en vigor, la independencia de Croacia, que se proclamaba como tal sobre una base étnica. Soplando así sobre el fuego que se reavivaba con una ridícula apelación incluso a la pertenencia común al católico Imperio Austro-húngaro, comunidad histórica que oponer a eslavos y ortodoxos.

Todo ello se acompañó de una campaña de adulación para inflamar la obsesión nacionalista y así desmantelar la intrusa República de Yugoslavia, un gran obstáculo en la relación entre Oriente y Occidente. Y así, desde el principio, la “ampliación” comandada por Bruselas se ha convertido en una campaña de reclutamiento para aquellos que pudieran presentar más similitudes con Occidente, para bien o para mal.

Oficialmente, esa línea con visión de futuro la lanzó en una cumbre en Copenhague en 1999 el nuevo presidente de la Comisión de la UE, Romano Prodi, recién llegado de la presidencia del gobierno italiano. Una operación presentada como caritativa, con el reproche a los que, como nuestra izquierda, se opusieron, de no ser generosos y, por lo tanto, de querer excluir a los pobres del Este del acceso a la preciosa tarta de crema que representaba la UE.

Una caridad envenenada: largas negociaciones preliminares para obligar a los candidatos a la entrada a tragarse todo lo que se había establecido sin ellos en los cuarenta años anteriores —“l’acquis communautaire” (“el derecho comunitario adquirido”)— en buena medida las reglas del libre mercado: la privatización de los bancos, los servicios públicos, la libre competencia y el libre comercio y, por tanto, la exposición a la libre competencia internacional, combinada con la prohibición de las ayudas estatales a las empresas. Más o menos como en África: genial para una nueva burguesía compradora, más miseria para los más pobres (es bueno ver las cifras completas, para entender lo que ha producido este regalo).

Sin embargo, el más mortífero mal es aquel cuyas posibles consecuencias nefastas pueden verse hoy en día: en el “acquis communautaire”, nunca validado oficialmente por un acto formal, existe de hecho la OTAN, la libertad, por tanto, de plantar misiles nucleares allí donde lleguen las fronteras de la Unión. En las narices de Rusia. ¿Cómo podemos protestar por Crimea cuando hemos reconocido una tras otra la independencia de todas las naciones de la federación yugoslava, a pesar del acuerdo de posguerra de no tocar las fronteras de ningún estado sin negociación entre todas las partes?

¿Por qué demonios no le reconocemos ahora el mismo derecho a Rusia, que tiene al menos unas cuantas razones más para apoyar la elección de la inmensa mayoría de los habitantes de Crimea, que ha sido rusa durante siglos y que luego, mediante un gesto cuyo peso nadie pudo valorar en su momento, fue entregada a la entonces federada Ucrania por el ucraniano Jruschev y que hoy, con un 95% de votos, ha vuelto a formar parte del país al que perteneció durante siglos?

En 1947, Henry Wallace, ministro y antiguo segundo del presidente Roosevelt, declaró en un gran mitin popular en Nueva York que los secretos nucleares debían compartirse con la URSS y asegurar sus fronteras, algo así como la Doctrina Monroe de la que gozaba Estados Unidos: fue destituido en doce horas. Y quince años después, en nombre de esa doctrina, nos arriesgamos a una guerra porque la pequeña Cuba, amenazada de verdad, como sabemos, por cuatro misiles plantados en su defensa, fue acusada ridículamente de querer atacar al imperio americano, una apuesta por la que ha pagado el altísimo precio de las sanciones durante más de 60 años.

Por desgracia, la Europa unida no nació en Ventotene, sino en Washington. El primer voto a favor no vino de un Parlamento Europeo, sino del Congreso de Estados Unidos, el 10 de marzo de 1947, a propuesta de John Foster Dulles, Secretario de Estado y hermano de Allen, el poderoso jefe de la CIA. La Guerra Fría acababa de empezar y Occidente necesitaba asegurarse una fuerza política y militarmente unida a lo largo del Telón de Acero. Esa huella siempre ha permanecido, y nuestra batalla consiste en recuperar la inspiración de los presos antifascistas que, mientras la guerra seguía su curso, habían diseñado un proyecto totalmente diferente.

Dios mío, ¡qué cansado esto de seguir siendo pro-europeo! Si insistimos, es sólo porque la idea de depender del propio Estado-nación sería infinitamente peor.  [Fuente: il manifesto, febrero de 2022.]

[Sarali Gintsburg, grupo Discurso Público, Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra. Fuente: The Conversation. Reproducido aquí bajo la licencia Creative Commons.]
[Luciana Castellina. Periodista y analista política italiana que colabora regularmente con el cotidiano comunista Il Manifesto. Fue miembro del partido socialista y de Democrazia Proletaria y luego de Rifondazione Comunista. Ha sido diputada en el Parlamento italiano y en el europeo. Fuente: Il Manifesto / Sin Permiso. Reproducido aquí bajo la licencia Creative Commons.]

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