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Las pulquerías: el subterfugio del encuentro social, pero también el rincón de los caídos

De pulques finos, curados y otros topónimos

Diciembre, 2023

Desde el siglo XIX, incluso más atrás, pintores, cronistas y escritores han dejado constancia sobre el significado cultural y social no sólo del pulque, también de los lugares de reunión de sus devotos, hoy lugares conocidos como pulquerías o pulcatas. Algunos los menos—, las han menospreciado y satanizado por igual. Otros —los más—, las han descrito como esferas para la sociabilidad de los sectores populares, pero además como lugares que permiten contrastar la alegría con la tristeza de alrededor y donde conviven personajes variopintos. En este texto, Sergio Vicario reflexiona sobre ellas las pulquerías—, y de paso le dedica algunas loas al licor de las verdes matas.

«Voy Más A Mí». Según recuerdo, ése era el nombre de aquel establecimiento donde el olor se manifestaba insolente, con fuerza; amargo, rancio y picante. El olor mentado provenía de ahí, del expendio de pulques finos, donde no alcanzaba con la vista a ver de qué se trataba, la puerta plegable me impedía mirar al interior. Sólo escuchaba voces elevadas y risotadas, a veces música, como en una fiesta.

Cuando pasaba por ahí, tendría quizás ocho o nueve años, por ahí del año de 1972, iba rumbo a la panadería o al molino de nixtamal y chiles secos, que estaban casi junto a la pulquería. Pasaba y tenía que aguantar la respiración por el olor tan penetrante del lugar. Ahora sé que es el sopor de la fermentación y de los mingitorios. Por fin, ya a salvo en la panadería, tomaba la charola y las pinzas, por aquellos días se podía comprar bolillos y teleras a cinco centavos, luego las otras piezas que eran de a veinte y veinticinco centavos. Entonces solía recorrer con la vista un gran número de charola donde estaban acomodados y escoger que pan se me antojaba más para llevar. Si la pulcata ofrecía toda una variedad de pulques y curados, la panadería tenía mayor surtido en panes dulces y salados, cuyos nombres eran, sino el corolario de la gracia popular, sí al menos un juego verbal que aludía la forma de los panes y que conminaba a la simpatía; había entonces: gendarmes, besos, chilindrinas, ojos de pancha, ladrillo, orejas, cocoles, piedras, hojaldras, virotes, rejas, semitas, polvorones, cuernos, donas, churros, panes con mantequilla, corbatas, bigotes, ojos de buey, puerquitos de pan con manteca, trenzas, banderillas, panqués, polvorón, garibaldis, monjas, roscas, capirotadas y, por supuesto, las conchas.

Pero si de nombres se trataba, sin duda los rótulos de las pulquerías habrían de pasar con mayor ingenio y filosofía popular. Nombres que conllevaban humor y doble sentido, festivos, pintorescos (o, como dijera el escritor Armando Jiménez: cascabeleros), nombres históricos o incluso, desafiantes, como estos: A Ver Si Puedo o Aguantas l’otra.

Entre los muchos nombres que tenían (baste recordar que a mediados del siglo XX había más de 800 expendios de pulque, para la década de los ochenta unos 1500 establecimientos, pero ahora, ya no hay ni la décima parte de éstos), de regreso a los nombres, existieron varios verdaderamente memorables como es el caso de este otro expendio de pulques finos, y el cual a la fecha aún existe: Los Hombres Sin Miedo, una pulquería que se inauguró en el siglo XIX, en 1885. Un lugar donde jóvenes y viejos, trabajadores y oficinistas, mecapaleros y burócratas, solían y suelen estar por largo tiempo, entre risotadas y gritos; jugando rentoy o rayuela (juego éste que consistía en arrojar una moneda sobre una tabla, misma que se movía a causa de un resorte que la soportaba, lo que dificultaba el tiro y el azar). O ya de plano, si no traían ganas de jugar, entonces se podía platicar y echar relajo con cualquiera, total, ¿ahí quién molestaba? Puesto que en ese lugar estaba prohibida la entrada a uniformados, militares, niños, pedinches, lisiados y cojos (porque sacaban el aserrín), ¡ah!, y tampoco podían entrar las señoras —para eso estaba a un lado el departamento de mujeres—, para que así ellos siguieran con su fiesta en paz o escuchando música de la sinfonola, si es que la había; y así, por largas y tendidas horas. En fin, que de ese modo vivían el relajo colectivo y la desdicha individual.

Interior de una pulquería, José Agustín Arrieta, siglo XIX, óleo sobre tela. / Museo Nacional de Historia.

El nombre de aquella pulcata, «Voy Más A Mí», en sí invitaba a un viaje iniciático, a la introspección y al olvido; sin embargo, ahora es que la recuerdo o, mejor dicho, evoco lo que miré, pues solía pasar de vez en vez por su frente y aunque sólo veía un postigo de madera que ocultaba el interior, lo que pudiera ocurrir allá adentro me inquietaba, sobre todo por la bulla que existía y por aquel olor, que agredía a mi nariz. Además, de vez en cuando veía salir a uno de esos hombres, con regularidad semejante a un lépero de la época colonial, con ropas desgastadas y monólogos extraños, pero también los había de traje, e igualmente los veía que caminaban tambaleándose a punto de caer (no obstante, que hubiera caído ya), o caminar hasta quedarse fijos o semifijos y recargados a la pared. Incluso, a veces alguno de ellos se quedaba a dormir la mona tirado sobre la banqueta y a pocos pasos del mismo lugar. Personalmente me asustaban sus gestos y miradas de extravío, pero nunca nadie me explicó que rayos hacían ahí, tirados casi boca abajo en el suelo.

«Voy Más A Mí». Ése era el lugar donde se “curaban” las penas y los pulques —estoy citando particularmente una de las últimas pulquerías del no tan afamado pueblo de San Andrés Tetepilco, un pueblo que quedó, como muchos otros, atrapado por la creciente expansión de la ciudad, con toda su arquitectura y su aire de provincia avejentada, con sus tradiciones y peculiares comercios, como los tendajones, el expendio de petróleo, los establos, la panadería, los baños de vapor, el taller de bicicletas, el molino de nixtamal y chiles secos, los billares e incluso una granja avícola y un expendio de alfalfa.

¿Qué dónde está?, oigo decir. ¿Qué: el pueblo o la pulcata?

El primero queda muy cerca de Portales, hacia la Viga, y la pulquería se localizaba sobre la avenida principal del mismo pueblo, en Emilio Carranza, en mero enfrente de una farmacia, que aún sigue ahí.

Fue ésta la penúltima pulquería, porque la última de por ahí se llamó el Fuerte de San Andrés —antes de convertirse en una lavandería—, y se localizaba al extremo poniente de la colonia, muy cerca de la avenida Plutarco Elías Calles, donde una vez estuvo un canal, y mucho antes un río, como el de Churubusco, pero bueno, eso todavía fue por allá de los años cincuenta. En ese entonces había muchas pulquerías en la Ciudad de México (no en balde fue uno de los negocios más rentables durante la Colonia y aún después, apenas en el siglo pasado). Pero no siempre fueron locales establecidos. Por ahí del año de 1853, don Guillermo Prieto, en su libro Memorias de mis tiempos, explicaba que las pulquerías eran jacalones situados en las plazuelas, con techos de teja y sobre vigas de madera, con piedras y pisos de tierra. Ah, y algunos bancos de madera.

Así, durante el siglo XIX y gran parte del siglo XX, el negocio de las pulquerías realmente era redituable. Por ahí de 1890, había más de 200 establecimientos, que ya comenzaban a adornarse, hasta ser los pisos de cemento, con aserrín pintado y tiras de papel de china que lo cruzaban, cuando todavía el pulque era la bebida del pueblo y néctar de los dioses.

El Pulque, como se sabe, es verdaderamente la bebida embriagante endémica de México. Ya los antiguos mexicanos conocían de la cualidad alimenticia del aguamiel, se dice incluso que durante su largo peregrinar fue parte de su alimentación. También sabían acerca de los efectos embriagadores de la “bebida sagrada”, como fue considerado el pulque. Porque así lo fue —¡la bebida de los dioses!—, se dice que el mismo Quetzalcoatl bebió pulque para sanar sus males.

Xóchitl y el descubrimiento del pulque, de Aurelio Jáuregui. / INAH – Museo Regional de Guadalajara

Respecto a su origen, cuenta una de las leyendas que un personaje, Papantzin, atravesaba un magueyal por una zona semidesértica al norte de la gran Tenochtitlan cuando descubrió un líquido que escurría sobre el terreno. Se detuvo para averiguar de dónde provenía y vio entonces que, dentro de las pencas, salía huyendo un quimichi, y al acercarse más descubrió que aquel ratoncito de monte había hecho un agujero en el moyotl o corazón de aquel maguey, y en cuyo interior había un líquido transparente que al probarlo resultó ser muy dulce y agradable, era el neutli o aguamiel del maguey. El mismo que una vez recolectado por el tlachicolero, hoy se lleva a las tinas para iniciar el proceso de fermentación.

Para los aztecas, Mayáhuel era la encarnación divina del agave; según mitos, el dios del viento Ehécatl Quetzalcoatl tuvo amor con Mayáhuel y la llevó a la tierra, donde ambos se transformaron en ramas entrelazadas, pero desgraciadamente, la abuela de Mayáhuel notó su ausencia y la buscó en compañía de otras diosas, y descendieron a la Tierra a buscar a Ehécatl; las ramas se separaron, y la de Mayáhuel fue reconocida por la diosa vieja, la cual la tomó, y rompiéndola, entregó a cada diosa una parte y la comieron.

Pero Ehécatl Quetzalcoatl sobrevivió, juntó los huesos roídos de su amada y los enterró, de ello nació la primera planta del maguey. Por cierto, en el Códice Vaticano Ríos, se dice que los indígenas “imaginaban que Mayáhuel era una diosa de 400 pechos y que por ser fructífera los dioses la habían convertido en maguey, que es el alma de esta tierra y de la cual obtenían el vino”.

Ya durante la Colonia, el consumo de pulque había perdido todo respeto por su sentido de lo sagrado; un cronista de Indias, don Juan Suárez, dijo: “Es un vicio tan en costumbre que no creo que haya nación en el mundo que tanto se emborrache, porque no beben por satisfacer el gusto y la sed, sino hasta caer”. (¿Pos luego?) Aunque cabe recordar que el consumo del neutli en la época prehispánica sólo estaba reservado para los señores, los ancianos, las mujeres con embarazo y en el consumo ritual durante alguna ceremonia, particularmente la del décimo mes donde se le rendía culto a los muertos. La embriaguez estaba penada, y en la Colonia fue un gran problema, tras el motín de 1692, estuvo prohibida su ingesta durante un año, de nada sirvió aumentar los impuestos, pues se descubrió que el comercio de éste era altamente redituable, y así prosperaron las haciendas pulqueras, con grandes hectáreas de pencas de magueyes, pero, además, la economía propia del país, en gran medida obtuvo grandes recursos de la venta, trasiego y consumo del pulque.

Se cuenta incluso que la emperatriz Carlota, en un recorrido por el barrio de Tepito, conoció y probó del pulque. También, un personaje que logró retratar y describir gran parte de la vida cotidiana, y de la sociedad, además de los sitios de interés y sucesos políticos, fue la madame Calderón de la Barca, quien describió, en uno de sus tantos paseos, la condición del agave mexicano: “…la dura planta del maguey, que florece en la tierra más ingrata, y como una fuente en el desierto, provee al indio pobrezuelo del líquido que su paladar más agradece”.

Óleo sobre tela pintado en 1919 por Jesús E. Cabrera. / Museo de Arte Moderno.

El mismo Armando Jiménez (el Gallito Inglés), nos refiere en su libro Lugares de gozo, retozo, ahogo y desahogo en la Ciudad de México, que antes de la conquista ya había expendios de pulque: Ocnamacoyan (del náhuatl: octli, pulque; manaco, comerciar; yan, lugar), lugar donde se comercia el pulque. Ya que cito a Armando Jiménez, él mismo cuenta que en las calles de 2 de abril y Santa Veracruz, en el centro de esta ciudad, estaba la pulquería La Diosa del Mar, misma que había sido inaugurada con el siglo, en enero de 1900. En el libro, escribe Armando que: “…junto con Chava Flores, el gran compositor que cuenta entre su extensa producción una decena de canciones albureras, concurrieron allí (en la pulquería) en varias ocasiones, para ampliar sus conocimientos de defensa personal”, y antes remató: “No el judo, jiu –jitsu, karate o tae kwon do, sino el mexicanísimo albur, al que las citadas artes marciales orientales le vienen guangas o le hacen los mandados”.

Chava Flores compuso una popular canción titulada “Los pulques de Apan”, que no es otra cosa que una síntesis precisa del ambiente en las pulcatas: “Se inauguró en la colonia Pensil/ la pulquería de Osofronio el mayor/ Los Pulques de Apan se llama el cubil/ Y hubo banderas a todo color/ con vil fuchina pintó el aserrín…”

Chava Flores no fue el único compositor que encontró un motivo de inspiración en la pulquería o en el propio folclore que había ahí; por ejemplo, Óscar Chávez hace lo propio en una canción que recuperó de los años veinte: “La pulquera”. Décadas atrás, en el siglo XIX, también escritores y periodistas como Guillermo Prieto o Manuel Payno hablaron de ello. Payno en su novela Los bandidos de Río Frío” refería lo siguiente: “…pocas botellas de vino Carlón y de Jerez, pero unas jarras de cristal llenas de pulque de piña con canela y de sangre de conejo con guayaba, capaces de resucitar a un muerto”.

Otro autor del mismo siglo XIX, Roa Bárcena, en el prólogo a su Ensayo de una historia anecdótica de México en los tiempos anteriores a la conquista española (1862), escribe una anécdota dotada de sensualidad, candor y perversión: “A este tiempo, y en un año que señalan con el jeroglífico de doce casa, y corresponde en nuestras tablas al de 1049, dícese que [Tecpancaltzin] se hallaba retirado un día en lo interior de su palacio, cuando le avisaron que quería hablarle un señor de los principales y deudo suyo, llamado Papantzin. Mandole entrar al punto, y éste lo ejecutó llevando consigo una hija suya, doncella de quince años, llamada Xóchitl, de extremada hermosura, la cual vestida y adornada a su usanza, llevaba en las manos un azafate, y en él algunos regalos comestibles, siendo el principal un jarro de miel de maguey, cuya fábrica acababa de inventar Papantzin, y por cosa nueva y nunca vista la llevó a presentar al rey, sirviéndose de la hija para portadora del regalo, muy ajeno de imaginar que de ello pudiera resultarle agravio”.

Ya en el siglo XX, autores como Mauricio Magdaleno, el vate Carlos Rivas Larrauri, Armando Ramírez, Héctor de Mauleón, o el propio Juan Rulfo, habrían de mencionarlo en sus obras: “Si al menos hubiéramos traído tantito pulque, no importaría; pero el cogollo de los magueyes está hecho un mar de agua. En fin, qué se le va a hacer”, se puede leer en Pedro Páramo.

Además de escritores y músicos, también las pulquerías fueron motivo de sendos ensayos, investigaciones de sociólogos, estudios de la literatura, y de artistas populares como el caricaturista y guionista Gabriel Vargas, autor de La familia Burrón. En sus múltiples historietas aparecen no sólo personajes identificables con el pulque, como Briagoberto o Susanito Cantarranas —que eran fieles aficionados al tlachicotón—, también aparecen pulquerías como “Sal Si Puedes”, “El Maguey”, “La Maroma” o “La Cacariza”. Por supuesto, Eduardo del Río, mejor conocido como Rius, hizo lo propio en sus historietas Los Supermachos y Los Agachados, donde Juan Calzónzin y Chon Prieto libaban con sendos tornillos.

En otras expresiones artísticas, podemos citar a Tina Modotti, Hugo Brehme, Edward Weston, Mariana Yampolsky y Nacho López, en la fotografía, sin omitir el archivo de los Casasola y esa imagen emblemática donde aparecen tres hombres afuera de una pulquería, uno de ellos, de plano, recargando la embriaguez en una pared, eso sí, sosteniendo la catrina llena de pulque, y los otros brindando, con un gesto adusto, muy formal uno de ellos, con huaraches y los aparejos propios de los jornaleros.

Por otra parte, Claudio Linati, Fernando Robles y Leopoldo Méndez, en la litografía y el grabado; Agustín Arrieta (“La sorpreza”), Ricardo Martínez, José Murillo, José Pablo Merino, Diego Rivera, José Guadalupe Posada, Antonio Valentín Zavala, entre otros autores —además de pintores anónimos y rotulistas—, también realizaron con ingenio un sinfín de imágenes al interior y exterior de las pulcatas.

Agua de las verdes matas, tú me tiras, tú me matas…

“Agua de las verdes matas, tú me tiras, tú me matas”, reza la frase que alude al poder del aguamiel, o lo que es lo mismo, a la savia del maguey, una vez que ésta ha sido fermentada y, claro, da origen a la bebida alcohólica: al tradicional, oloroso, baboso octli; el famoso neutle o pulque, alias el cara blanca, pulmón, baba-dry, caldo de oso, tlamapa, tlayol, chínguere, tlachicotón con moscas, el baba de rey —como se refería don Gabriel Vargas, el autor de La familia Burrón—, el pulmex, o, simplemente, al néctar de los dioses, y al cual, según la frase, ¡sólo le falta un grado para ser carne!, cuando la cerveza no ocupaba su lugar junto con todas las cantinas que comenzaron a proliferar. Por ahí de 1855, José María Rivera en su obra costumbrista Los mexicanos pintados por sí mismos, advertía que la cerveza “desalojaba” al pulque de las mesas aristocráticas. Y, de alguna forma, era cierto. Ya en el siglo XX, la aparición de más cantinas y la producción industrial de la cerveza arrinconaron al pulque. Eso sin mencionar la campaña difamatoria que recibió el pulque (por ello de que el fermento se hacía con una “muñeca” que no era sino una media con excremento, lo cual era falso, ya que el fermento del agua miel se lleva a cabo mediante un cuidadoso proceso, agregando pulque madre para lograr se fermente el resto del agua miel).

El proceso desde la extracción lo describe, por ejemplo, Sergio Madrigal, entre varios otros autores que lo han registrado.

Sin duda, el maguey —planta del género de los agaves, de hojas gruesas y carnosas, conocidas como pencas y que terminan en duras y filosas espinas, además de la que desarrolla a los lados— tiene su propia y rica historia. Pero para el caso del pulque, su vida de cultivo es de un promedio de diez años. Madrigal, en su Historia del pulque, informa que en el cultivo “todo comienza con los hijos del maguey que le nacen a un lado sobre la tierra, cuando éstos ya tienen uno o dos años o miden medio metro aproximadamente, se sacan de la tierra, se les corta la raíz y se depositan en un cajete que se abrió previamente en el lugar definitivo [donde van a quedar], y cuyas dimensiones varían entre 30 y 40 cm. de profundidad, luego se rellena con abono. Una vez así, cada año con un escarramán se afloja la tierra del rededor, poco a poco la planta va tomando un color verde azulado, luego, entre los siete u ocho años, desde el centro de la planta nace el moyolotl o quiote el cual hay que eliminar o ‘capar’, con un cuchillo especial —esta es la labor del tlachiquero. El moyotl es el corazón del maguey, es como un tronco que sale y crece muy alto y florea, hay que saber el momento para capar el maguey y cómo hacerlo para que no siga creciendo. Cuando ya se le capó se le deja descansar para que empiece a producir aguamiel”.

Prosigue Madrigal: “Con todo ello, el maguey trata de curar su herida produciendo una membrana como de tres milímetros de grosor, la cual hay que raspar diariamente para que siga produciendo aguamiel y el cuenco se va haciendo cada vez más grande, de tal manera que si comenzó a dar apenas una copita de aguamiel, con el tiempo puede llegar a dar hasta 10 litros por la mañana y otros 10 por la tarde, dependiendo de la calidad del maguey”. Así, una vez que éstos comienzan a producir, se recolecta en grandes tinajas y se preparan las barricas.

El Gran Tinacal.

El gran tinacal

El Gran Tinacal es el nombre de una añeja pulquería, pero también así se llama al lugar a donde va a parar toda la producción aguamielera, una vez que el tlachicolero ha recolectado y transportado a lomo de burro. Antiguamente los tinacales, como negocio, se hacían con piedra y adobe, pero se buscaba que el lugar tuviera una temperatura adecuada para lograr la fermentación. Esto se hacía de modo natural. Luego de ahí era transportado en barriles hacia las pulquerías.

Recuerdo cuando aparecía cada semana el camión de redilas todo destartalado para surtir a la pulquería, desvencijado, pero, aun así, seguía transportando sendos barriles de puritito pulmex que luego sería “bautizado o curado”. Eso sí: cuando el jicarero se pasaba de “curarlo” y lo rebajaba en demasía, era severamente criticado y podía perder la clientela… aunque en realidad eso no pasaba, pues las pulquerías eran, ante todo, lugares de relajo y encuentro social, como señaló Armando Ramírez. Entonces llegaba el camión y los mecapaleros que lo descargaban sí que sudaban la gota gorda: se amarraban un trapo en la cabeza y acomodaban una tabla a modo de rampa para bajar con cuidado los barriles con el gran néctar divino.

Expendio de pulques finos, para todos hay

Ya entrados en materia de los nombres de pulcatas, ¿por qué no repasamos algunos? Los hay de todo tipo, algunos de veras muy ingeniosos, porque sin duda el albur o el lenguaje de doble significado sentaba sus reales entre la gente dicharachera de estos pulqueriles lares; vea si no. Había nombres que aludían con humor su origen mitológico como El Templo de Diana, La Reina Xochitl, La Diosa del Mar, La Diosa Euterpe (musa griega de la música), El Nerón, La Mensajera de los Dioses, La Coronación de Baco, Las Travesuras de Baco, El Paso de Venus por el Disco del Sol, El Recreo de las Musas Nuevas o Las Preocupaciones de Baco.

Nombres de pulcatas cuyo nacionalismo era evidente, eran: El Mexicano, La Calpulalpeña, La Norteña, La Gran Revolución o El Charrito. Pero había otros distinguidos títulos que más bien parecían desafiar o burlarse de propios y extraños; ahí estaban o están: El Burro de Mi Compadre, El Mareo, La Elegancia, Aguantas l’otra, Los Hombres sin Miedo, A Ver Si Puedo, El Gran Combate, ¿Cómo la Ves Desde Ái? (una que estaba frente a un panteón), Las Mulas de Siempre. También las hay o las había con rótulos amistosos y festivos, como: El Recreo de los Amigos, Las Buenas Amistades, Voy de Paso, Los Changos Vaciladores, Peor es Nada, La Chispa, La Risa, El Capricho, Mi Dicha o El Recreo de los de Enfrente (una pulquería situada frente a la Cámara de Diputados).

Sin duda, algunas pulquerías y sus nombres han quedado en el recuerdo; es el caso de La Hija de los Apaches, cuyo nombre originalmente fue Los Apaches, luego cerró y en la reapertura así fue bautizada. También estaba La Rosita, famosa pulquería que ostentó pinturas murales en su fachada, mismas que hicieron alumnos de Frida Kahlo; o El Califa, nombre de una pulcata muy asidua por la afición taurina; había otras que también aludía al tema taurino, como Las Proezas de Silveti.

De todos aquellos establecimientos de rompe y rasga, como bien señalaría el cronista Armando Jiménez, ahora quedan muy pocos, por ahí en los rumbos de Iztapalapa, Magdalena Contreras, Iztacalco, Xochimilco, Azcapotzalco, Insurgentes centro o La Guerrero, pero, sobre todo, en algunos pueblos, como en San Juan Teotihuacán o en los llanos de Apan.

Salucita de la buena

¡Y órale!, a empinar el codo y hasta no verte Jesús mío. Así era en las pulcatas, y para hacerlo, bastaba pedirle al jicarero, que era el sobrenombre de quien atendía el establecimiento, que despachara a la concurrencia con unos cuantos litros. Hay que recordar que, sin duda, el precio de litro de pulque era muy barato.

Chon Prieto, un personaje de Rius.

Además, todo conocedor de pulcata recordará que no podía faltar en el establecimiento que se precie de serlo, un altarcito a la virgen de Guadalupe, el aserrín en el piso, una sinfonola, por aquello de que se tenía que arrojar las últimas gotas del neutle para formar con los residuos el famoso alacrán en el piso, y las tremendas salsas en grandes molcajetes de piedra volcánica, para echar el taco.

Y para servir el pulque, antes de la uniformidad de vasos de vidrio, había entonces: macetas (2 y ½ l), catrinas y cacarizas (1 l), chivos o cabrón (4.5 l); tornillo chico (1/4 l); cacaricita (1/2 l) violas (1/2 l), reynas (1 y1/2 l); tornillo (1 L); tripa (1/2 l); jarra o torreón (3/4 l); vasos, probaditas (1/5 l) y jícaras, de diversas medidas. Esto además de los vitroleros en donde se preparaban los “curados” de las más variadas ocurrencias, por ejemplo: de melón, de tuna, nuez, avena, piña, e incluso de ostión o camarón. Todo con tal de servir a la clientela y ponerlos bien troles, bien cuetes, borrachos, pues.

Por lo regular, afuera de los establecimientos no faltaba la señora o los vendedores con las quesadillas, picadas y gorditas. Un anafre y un comal enorme, además de frijoles, chile y guisados, bastaban para hacer la delicia culinaria a la hora del bajón o de la cruda y el hambre.

Y aunque en algunos establecimientos se prohibía colocar anuncios, afuera sobresalían los carteles con los anuncios de la lucha libre, el box o de las corridas de toros. A fin de cuentas, las pulquerías eran parte de lo cotidiano, a pesar de su aspecto, era el subterfugio del encuentro social, el rincón de los caídos y la evocación agridulce del recuerdo campirano.

Con el tiempo, las pulquerías de mi barrio se extinguieron para siempre. Ahora mismo hay otros establecimientos. Pero si no se extinguieron por completo, en gran medida se debe al gusto por el pasado popular que las nuevas generaciones buscan restablecer.

Más nombres

Repasemos otros nombres de pulcatas; algunos han sido ostentosos como La Gran Dicha, El Gran Tinacal», El gran Huracán, El Gran Triunfo, El Futuro del Mundo, El Triunfo de la Tambora sobre la Divina Providencia, El Espía del Gran Mundo, La Conquista de Roma por los Aztecas, El Cañón de Largo Alcance, o La Gallina de los Huevos de Oro (la cual, por cierto, fue muy famosa, sobre todo, cuando se desplomó el techo de su segunda sede y con ello murió un hombre, quien sólo había entrado a orinar).

Desde luego, nombres extraños no han faltado, como la pulquería El Néctar Blanco de los Sueños Negros, Los Hombres Sabios Sin Estudio, La Postura Correcta Ante Lo Previsto, El Siesteo de los Leones, La Hija de Tepichichilco, La gran Mona, Aquí es Donde le Sacaron la Muela al Gallo, Las Groserías de San Cristóbal, Changri-La o La Fronteriza (ubicada en la calle de Balderas, misma que recibió cañonazos durante la Decena trágica).

En fin, había nombres de todo tipo, algunos sencillos y alegres como La Fuente de los Chupamirtos, La India Bonita, La Chiripa o Entre Violetas, además de La Botijona, La Cascada de Rosas o El Gorjeo Arrullador; y Las Rosas del Tepeyac, Por Ti Hasta Moderado Soy, La Bella Otero o la Bella Cande, la cual, por cierto, es de las últimas pulquerías verdaderas que aún existen, por ahí en la Magdalena Mixiuhca.

Algunos han sido nombres evocativos, como: La Antigua Roma, Las Glorias de Conchita, La Isla de Cuba, El Rataplán, El Fuerte de San Andrés, Los Fifis, El Tinacal de Liévana o La Guarecita (nombre que significa muchacha, en Tarasco); Contigo Hasta la Muerte, Voy Más A Mí, El Templo del Amor o El Amor Tranquilo, El Amor de Mis Amores y, por supuesto, la que le cedió su nombre a una novela de Elena Garro: Los Recuerdos del Porvenir.

Incluyendo las pulcatas con letreros personificados: La Hortensia, La Camelia o Florentino o Las Glorias de Ponciano. Hubo algunas con rótulos más inspirados, irónicos o con doble sentido como: Los Dos Cacarizos, Me Sueñas, Picaso, Mi oficina, La penicilina, La Gota de Oro, El Monosabio, El Palacio Blanco, o La Vencedora, Aquí Nomás, La Tumbaburros, La Estocada de la Tarde, Donde Las Águilas Mueren, Mi Vida es Otra, La Fuente Embriagadora, El Océano Blanco, El Recreo de Mis Placeres, La Sangre del Maguey, El Coloquio de los Megaterios, El Abrevadero de los Dinosaurios o El Cantón de Los Zorrillos, por aquello de los apestosos.

O, de plano, con nombres profanos y jocosos como: El Paso de Lucifer o Infiernito, Los Eructos de una Dama, Los Pelos, El So-Baco, La Parroquia, El Limbo, La Bomba Atómica o El Tocador de Afrodita.

Archivo Casasola.

Leer nombres como estos, que unidos, reflejan lo coloquial de tan festivos y, no obstante, satanizados lugares: Sal si Puedes, Haz por Venir, Pasito, Pero Llego, Aquí Estoy, Mientras, Ten Pulque, Éntrale Enallunas, El Último Jalón, El Atorón, Me Siento Aviador, No Me Estires (nombre que se refiere a no “bautizar” el pulque), El mareo. Y apunto estos dos nombres que me proporcionará Jermán Argueta, el contador de historias: Aquímequedo y Me Estoy Riendo.

Nombres y más nombres que motivaban de manera peculiar y graciosa a conocer el lugar, pero que ahora, no son sino una brizna en los recuerdos, como las pulquerías: La Titina, La Elegancia, La Casa Blanca, La Unión de los Amigos, La Domadora, Las Licuadoras, La Canica, La Liga de las Naciones, Las Ruedas de Lola, Napoleón en Santa Elena, Waterloo, La Guardia Blanca, El Triunfo y la Resistencia, El casino, El Triunfo de la Onda Fría, Pul-Mex, La Traviata, Pan y Pulque, The Azteca, La Casa de Todos, La Guerra de los Nopales, Dr. Octli, El Paraíso de las Bellas, Poeta y Campesino, Las Bichas, Los Amores del Turco, La Gran Sebastopol, El Oro Blanco de Apan, Negociación Pulquera Equis, y algunos nombres más que no se llegarían a conocer o que no tuvieron, como los pulqueros trashumantes. Dejemos entonces estos últimos nombres: Las Horas Felices, Los duelistas, La Pirata, La Encantadora de los Dioses, La Chaluda, El Salto de la Cierva y El Amor Cuando Nace y La Paloma Azul, La Nuclear, El Jumil, La Malquerida y Los Insurgentes, varias de estas aún en servicio.

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One Comment

  1. Felicidades a Sergio Vicario por este artículo, siempre escritor de gran lexico y conocimiento del tema que le atañe, es impresionante la cantidad de cantinas que existían y además de que Carlota y Rivas Mercado probó el pulque
    Y los nombres tan ocurrentes que le ponían a las cantinas, me encantó
    Felicidades a Sergio Vicario

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