Abril, 2025
Cazar una voz, localizar la historia, la mía. El primer susurro que reconocí fue el de la abuela. Ella era una persona llena de maldición, así como de odio, siempre en contra de los hombres y de las mujeres. Lo que la tranquilizaba y la llenaba de una sensación de poder era matar animales, siempre nos amenazaba con matarnos también. Era un demonio, hablaba con tanto odio. Yo siempre me pregunté cómo alguien tan pequeño puede cargar con tanto veneno.
Cuando me adentré más a los centenos, escuché las palabras de mi madre: ella enloqueció a los veintinueve años, se quedó en la casa de la abuela por una semana después de haber sido declarada loca, la tuvieron que amarrar hasta que vinieron por ella…
Mi madre decía que ella, tal como mi abuela declaraba su odio contra el sector masculino, tenía que matar a los hombres del Planeta Rojo. Entonces se le acercaba a mi abuela de noche con un cuchillo, pues la consideraba la reina de aquel planeta, porque debía morir.
Cuando vi a mi madre amarrada a la cama (a consecuencia de haber querido acuchillar a mi abuela), gritando, fue entonces que lloré por primera vez en toda mi vida. Tenía miedo de que ese grito se acercara, o se volviera humano.
La voz de mi padre era tan suave, apenas un susurro, un lamento que ya no alcanza a decir nada. Imaginaba el corazón de mi padre tan pequeño como una uva, tan fácil de aplastar. La voz de mi hermano, el bello Antonio, reía, se divertía, jugaba. Entre esos gratos sonidos que me traían recuerdos, escuché a mi hermano suspirar. Creo que fue el único que realmente se enamoró.
Sin embargo, el timbre más fuerte era el de Gabriel, el más seductor; el chico que se colgaba de los árboles y danzaba sensualmente. Con una boca perfecta. Tenía alma de gigante…
Mi corazón latía, quería moverme de mi escondite, pero tenía miedo de enloquecer, de que las voces nuevamente trataran de penetrarme, perforarme, destruirme.
Mi relación con estos sonidos empezó cuando me mudé para siempre a vivir en el campo a una casa antigua, perdida en medio de la nada. El dueño era un anciano, yo buscaba quedarme lejos de la “gran ciudad”. El precio por la habitación era bueno, pero lo que me enganchó a ese lugar fue que el anciano ciego también escuchaba cosas.
Pasaba por su cuarto, de modo que me impresionaba escucharlo en pláticas completas, discusiones filosóficas. Siempre fui curiosa, así que una vez empujé la puerta para mirarlo ahí recostado… en la completa oscuridad me acerqué, con sigilo, la vela en la mano, con la cual le alumbré el rostro blanco y cadavérico. Fue entonces cuando ya no hice preguntas. El hombre lloraba en silencio: fue la única vez que vi llorar realmente a alguien.
Sí, todo el mundo llora como histérico, siempre tratando de llamar la atención. Yo estaba huyendo del teatro barato de la ciudad, de la vida de consumo, de las vanidades cotidianas, del aprecio desmesurado a las cosas efímeras, del tráfico, de correr para no llegar tarde al trabajo, de quedar bien con todas las personas…
De ahí que me decidiera por esta casa donde no hay luz, ni música. Lo único que nos ronda al anciano y a mí son los susurros. Mi ritual es siempre vigilar al ciego, no puedo dormir, así que voy a verlo a su recámara. No llevo vela ni lámpara, me siento al lado de él como una enfermera, como un cura que acompaña pacientemente al moribundo. Me doy cuenta de que el anciano tampoco puede dormir: él platica con las voces…
De repente lo escucho reír, también menciona las cosas que le perturban, su amor absoluto por el cuerpo de las mujeres, los hijos que olvidó en su oscuridad, la esposa que murió enojada con él, el hermano inteligente que logró escapar del campo. Tiene ganas de una mujer, lo observo cómo se frota la entrepierna mientras suplica que alguien lo acaricie. Después se ríe, ya no llora, disfruta lo que puede imaginarse.
En la mañana me acerco a la cocina, necesito urgentemente un café. No me doy cuenta que el ciego está al lado de la fuente, me pregunta si he dormido bien, yo quisiera no contestarle, me estoy acostumbrando a no decir nada. Saludo al ciego con disimulo, podría decir que hemos pasado la noche juntos y corro a la cocina, estoy como desconectada del tiempo, de la vida. Realmente amo las cocinas, el calor que encontré en ellas jamás pude encontrarlo en ninguna parte, ni en esas supuestas delicias del amor. Jamás pude sentirme tan bien en la cama con alguien, siempre hacía frío, despertaba de madrugada, prendía la lámpara, miraba el rostro, el color, la piel de mi amante y, decepcionada, miraba hacia la ventana.
Sentía, entonces, una soledad de lobo, el cual después de devorar a la oveja mira hacia el cielo, gritando de insatisfacción. Yo ya no miro al cielo, Dios sólo puede ver y amar a los animales, está asqueado de salvar al mundo, así que yo sé que, aunque grite o me retuerza en esta vida, Él no volteará, ni me escuchará.
En este pueblo anochece muy temprano, se escucha el viento que grita y golpea las ventanas. No tengo miedo ni vergüenza como cuando vivía con mi abuela, no pesa mi cuerpo grande, ni la cabeza me estalla. Tampoco estoy en alguna estación del Metro esperando a que suceda un milagro. Me refugio nuevamente en la gran cocina blanca, la mesa del centro es enorme, veo las tazas colgadas en la pared, puedo oler la carne del borrego recién calentada, las tortillas en el comal. Suspiro por la tranquilidad y el orden que hay en esta casa. El ciego me alcanza una taza de café, me pregunta por el mundo, por la “gran ciudad”. Le digo que hemos progresado. Por dentro vuelve la náusea, pienso en las caras alargadas y perdidas de los citadinos, en lo obsceno de los gastos por “verse mejor”, cremas, perfumes o colores; sin embargo, algo se pudre adentro.
La más inteligente de la familia era mamá, por algo perdió la razón.
—Se vuelve uno inhumano en estos grandes basureros —decía mi querido Antonio.
Hoy es cualquier día de octubre, la lluvia que había amenazado desde las primeras horas estalló hace unos instantes. Llueve suavemente, como no queriendo extinguirse jamás. He de decir que no hay temporada que odie más que ésta: los grandes hombres de mi vida se fueron para siempre en esta época. Antonio murió un 9 de octubre, a Gabriel se lo llevaron obligado a la provincia, fue el único amor de mi vida. Las lluvias me tranquilizan, borran las huellas, las promesas… También el dolor. Ver la lluvia me lleva a pensar en octubre. Los días lluviosos me llevan a pensar en ellos. Cabe destacar que las voces persisten con los días. Mañana se acaba este aciago mes, así que nuevamente me dedicaré a resolver el enigma de lo que escucho.
Hoy las voces no me han dejado dormir, se burlan, me regañan. Es mamá atormentándome con sus gritos de fiera adolorida, que nunca muere, que agoniza eternamente.
¡Basta ya!
Saldré a cazarlas tan pronto amanezca. No puedo dormir, cierro los ojos, veo a mi madre colgada en una celda, veo a mi hermano regresar del mar, envejecido, triste de haber muerto sin saber bien de la vida.
No puedo más.
Salgo corriendo de mi habitación. Antes de abrir el portón, el ciego me detiene. Me dice, con la inteligencia irónica de un sabio:
—No huyas de ellas, plática con ellas, escúchalas, deja de actuar como una tonta citadina…
El viento sopla más fuerte que nunca. Me abrazo a él y, juntos, esperamos la tormenta.