Diciembre, 2024
Había cumplido 80 años el pasado 3 de junio, pero ya no pudo más: el cáncer de próstata lo ha vencido. La tarde del sábado 14 de diciembre, el guitarrista, cantante y compositor Javier Bátiz, la leyenda del rock mexicano, ha dado su último suspiro. La noticia la dio a conocer su esposa, Claudia Madrid, con un emotivo mensaje en redes sociales: “¡Queridos amigos y familia! Para informarles que nuestro adorado y querido, mi esposo Javier Bátiz, trascendió el día de hoy. Su legado y su música quedan para la eternidad. ¡Te amo, amor mío! Vuela alto, mi ángel”. En las últimas semanas, la salud de Bátiz se había deteriorado; sin embargo, esto no impidió que en su natal Tijuana se le hiciera un homenaje al entregarle las llaves de la ciudad en una ceremonia a las afueras de su casa, junto al mural en su honor: “Por su trayectoria de más de 60 años como guitarrista y fundador del movimiento del rock en Tijuana. De corazón le reconocemos esta gran trayectoria; lo queremos mucho”, se puede leer en la placa conmemorativa. Figura influyente en el rock y blues mexicanos, el legado de Bátiz incluye no sólo su música, sino también su dedicación a enseñar a generaciones nuevas de músicos, inspirando a artistas como Carlos Santana. El periodista y cronista musical Víctor Roura ha redactado estas líneas, a manera de despedida.
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Seis meses después de haber cumplido 80 años, Javier Bátiz se fue de esta vida el sábado 14 de diciembre de 2024.
Sin duda se ha ido un gran guitarrista que, por desgracia, no pudo dejar su luminosa huella musical en las grabaciones.
A pesar de su visible talento, Javier Bátiz (nacido en Tijuana el 3 de junio de 1944), por alguna causa inexplicable, no pudo, luego de seis décadas —si consideramos que su primer álbum salió en el mercado en 1963— de tocar rock and roll y blues con su inimitable guitarra, cruzar el umbral de la inveracidad sonora en sus casi 30 grabaciones (en México sólo este bluesista, Antonio Luquín y Alejandro Lora han logrado grabar una cantidad respetable de discos, superando acaso por una docena Lora a Bátiz, no alcanzando ninguno de los dos al asombroso Luquín), ni definir una metodología compositora, ni mucho menos estilizar un sonido, aunque el propio Bátiz haya influido a numerosos guitarristas que lo han aclamado en vivo.
Desde que llegara de su Baja California a la Ciudad de México, en 1964, para integrarse a los Rebeldes del Rock, asociación que no acabó por concretarse, este muchacho de 20 años, de nombre real Javier Medina Núñez, introdujo en México piezas de personalidades blueseras como Jimmy Reed, B. B. King o Ray Charles. Su habilidad en el instrumento de las seis cuerdas, aunada a su peculiar voz, de extracción negroide, lo situó de inmediato en un sitio preponderante en la escena musical.
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Nuestro país ha tenido tres bloques rocanroleros: el primero, promovido por la incipiente industria televisiva, fue ocupado por músicos complacientes, dispuestos a ofertar sus destrezas, obedientes con las consignas impuestas, maravillados con el súbito éxito financiero, rebeldes de postín (Enrique Guzmán, Angélica María, César Costa, Julissa, Manolo Muñoz, Johnny Laboriel, Johnny Dínamo, Alberto Vázquez, a diferencia de roqueros naturales, como Rafael Acosta, distantes de la farándula).
Javier Bátiz es eje puntal de la transición hacia el segundo periodo (que se da a fines de los sesenta), cuando los músicos deciden independizarse de la carga paternalista y moralizadora que les representaba, valga la redundancia, sus representantes. Empiezan, entonces, a funcionar con sus propias ideas que, aunque pocas (porque sobre todo se basaban en las armonías anglosajonas, incluso muchos de estos conjuntos cantando en un idioma que no era el suyo: el inglés), los nutre vigorosamente al grado de que, por fin, comienzan a crear sus propias canciones. Son estos roqueros, como Carlos Monsiváis los llamó en su momento, la primera generación de “estadounidenses nacidos en México”.
Y vaya si no se engolosinaban con ello: sus rocks eran elaborados en inglés, sus fuentes básicas provenían de las tierras anglosajonas, sus comportamientos eran la herencia misma de Elvis Presley y adláteres.
Hay una preciosa anécdota precisamente de Javier Bátiz.
Se cuenta que, en una reunión de importantes roqueros de la época (Peace and Love, Ritual, Love Army, Three Souls in my Mind, tales eran sus nombres, en prístino inglés: cabe aclarar que los miembros del Ritual se sentían orgullosos de su apelativo porque, ingeniosos e imaginativos, habían podido producir, con su título nominal, un significado entendible, sin necesidad de traducirse, en ambos idiomas, como Placebo lo haría muchos años después), Bátiz, charlista como era, no dejaba de referirse a la historia, sabida ya tan míticamente que ha dejado de creerse del todo (o, por lo menos, como la mayoría de los mitos, se comienza a creer que hay algo de leyenda en la posible narrativa), de su pupilo Carlos Santana el cual había abandonado el país para convertirse en una superstar norteamericana, dolarizada, al igual que los chicos del Canned Heat, pero Bátiz no se fugaba fuera de las fronteras porque amaba demasiado a México, no como Carlos Humberto Santana Barragán (que aunque nació el 20 de julio de 1947 en Autlán, Jalisco, ya no sabe hablar en español y desconoce la historia nacional, ignorando incluso qué sucedió el 2 de octubre de 1968) y Fito de la Parra, no, Bátiz no se iba porque quería mucho a su país… pero, dicen los que lo escucharon, ¡Bátiz explicaba su patrioterismo hablando en inglés!
Eso cuentan.
¿Una broma como las que gastaba a veces El Brujo Bátiz, una chorrada de película humorística, un desliz impensado, una paradoja roquera, un deseo subliminal?
Fue durante este segundo periodo del rock mexicano (el tercero, de mediados de los ochenta a la fecha, consiste en la digestión definitiva, la domesticación última, del rock mexicano en manos de los comerciantes de la industria del disco hasta su práctica exterminación, donde sólo podían grabar los que vendían una cantidad determinada de miles de discos so pena de mirarse despedidos del catálogo discográfico, si bien ahora lo que place, o parece gustar, a los numerosos grupos es “subir” las canciones a la red para darse a conocer en una aleatoria posibilidad comercial: la suerte determinará su destino, la calidad a veces no, de ahí que en la actualidad muchos grupos sean sólo conocidos por una o dos canciones, no por su obra completa y compleja) cuando se efectuó —durante el segundo bloque del rock mexicano, como decía—, el 11 de septiembre de 1971, el Festival de Avándaro, el comienzo y el fin de este movimiento, la madrugada y la nocturnidad del rock nacional en sólo 24 horas.
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Si se hace una revisión minuciosa y crítica de los discos que se grabaron en este bloque, muchos más que en el primero (pese a tener el segundo periodo mayores desventajas, tanto en el apoyo económico como en el aspecto de foros disponibles), nos percataremos, desencantados —desencajados—, de la generalizada ausencia imaginativa y la terrible carga influenciadora inglesa que la mayoría cargaba a sus espaldas, donde todas las canciones, supuestamente propias, tenían algo de algún grupo extranjero, además de ser cantadas ásperamente en inglés… dizque para entrar de lleno en la competencia de los Grammys.
Aquí es cuando Javier Bátiz se topó, de entrada, con gravísimas dificultades. En ningún elepé, en ninguno de los tres o cuatro viejos discos de acetato que grabara, encontramos al Bátiz que se escuchaba, plácido y ligero (natural y contagioso), en vivo. Por el contrario, lo que oímos es a un guitarrista endeble y debilitado, apocado y sin convicciones musicales… debido no a su poca fortaleza guerrera, sino a la agobiada ausencia de ingenieros y productores roqueros de altura. Lo curioso es que cuando circularon varios compactos suyos, en una más que paupérrima producción de Discos Denver (casi clandestinamente, sin cuidado editorial, sin mayores datos de cronología de las grabaciones, desinformados, masterizados al vuelo), nos volvimos a encontrar con un Javier Bátiz a medio camino, siempre a punto de cristalizar sus conocimientos roqueros —¡y vaya que los tenía!—, siempre a un paso de la definición sonora.
Bátiz nunca fue, fonográficamente, lo que llegaba a ser en directo, lo cual era una pena porque, a no dudar, era el mayor guitarrero de blues que ha nacido en estas tierras huapangueras: un productor estadounidense como Rick Rubin, por ejemplo, nos hubiera puesto definitivamente en su lugar al gran Javier Bátiz, como Adrian Belew nos hizo creer, cuando produjo en 1994 un disco de Caifanes, que el grupo de Saúl Hernández era realmente poderoso… pero esto no pudo ocurrir, y vaya que me agoté de adquirir un disco tras otro de Javier Bátiz (cuando era posible hallarlos en las tiendas de discos) en la espera de escuchar su música tal como la oía prodigiosamente, y no exagero, en vivo, incluso comprando el compacto grabado en el Zócalo de la Ciudad de México con resultados similares, caray, de infidelidad sonora.
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En sus discos, Bátiz es la sombra de sí mismo.
Si bien hay determinadas canciones que lo glorifican (“Si estuvieras aquí”, “Charleena”, “Pacífico jardín”), nunca el tijuanense alcanza las alturas que conquistaba en sus actuaciones en directo. Lo que le faltaba a Bátiz, desde mi perspectiva, era un audaz e inteligente productor, como ya he señalado líneas arriba. Sin George Martin, por ejemplo, The Beatles nunca hubieran sido The Beatles.
Javier Bátiz, sin embargo, era un solitario en el camino.
Nadie como él para expresar los blues.
Pero, bueno, ya se sabe la historia: se dice que el tijuanense enseñó al jalisciense Carlos Santana a pulsar sus primeros acordes apropiándose, a la hora decisiva, siguiendo las instrucciones de su maestro (y así lo presentaba Santana, a Bátiz, en uno o dos conciertos en México ofrecidos por el estadounidense nacido en Autlán), de un registro personalizado en su instrumentación, de un estilo que su profesor no poseía sobre todo por estar sumergido en las huellas de otros innumerables guitarristas negros del blues. Santana descolló, mientras Bátiz se peleaba con sus fantasmas que merodeaban con necedad por su cabeza indefinida (declaraba, jocosa pero solemnemente, que él era el líder de un movimiento roquero de un solo hombre: él mismo). Mientras Carlos Santana se zambullía en ordenar los sonidos que desfilaban, tumultuosos, en su golosa imaginería, Bátiz, ¡ay!, la hacía de nefasto patiño en tres ridículas películas mexicanas, continuando la ruta de la abyecta comicidad a la que no se negaron, grotescos e irrisorios, los rocanroleros del primer periodo: Enrique Guzmán, César Costa, Manolo Muñoz, Johnny Laboriel (los mismos afamados mencionados arriba). Bátiz tomó la graciosa estafeta sólo para minimizarse a sí mismo. En un tiempo hombre de escándalos (se recuerda su empecinada relación con las drogas que motivaba a la prensa amarillista a ubicarlo como personaje central, sus fiestas cocainómanas violentadas por los imprevisibles agentes, sus innumerables inocentadas), Bátiz nunca acabó por perfilar su estrategia musical, de modo que, como se sabía maestro del pulcro Santana, comenzó a seguir las pisadas de su pupilo nomás para que se viera de dónde habían salido las sensibilidades sonoras del jalisciense, lo que agudizó, aún más, la propia indefinición batiziana pues, por lo menos en lo que concierne a sus compactos (donde canta en español, por fortuna), lo que escuchamos, a diferencia de lo que dejara grabado en los viejos long plays, es, vaya paradoja, a un guitarrista reproduciendo los sonidos ya explorados por otro, que no es sino el propio Carlos Santana. Y Bátiz no tenía ninguna necesidad de recurrir a ese deslucido y gastado truco: resultaba, por una esencial falta de táctica, que el maestro era el que copiaba al alumno.
Y Bátiz, solito, podía rebasar, o rebasaba, su propia leyenda musical, sin necesidad de apoyarse en nadie, ni nada.
Él solo era un grande bluesista, aislado, para nuestro infortunio, de las grandilocuentes grabaciones de las que nos hemos perdido todos. Acaso, también, por esa imposibilidad, muy cierta, del respaldo financiero por parte de empresarios y funcionarios, muy dados en México de loar lo superficial y espectacular y de desatender la independencia creativa. Sólo muerto, José Revueltas empezó a tener reconocimiento oficial. E incluso hoy ya se le hacen homenajes hablando de su rebeldía beneficiadora, tal como se dirá, en otro contexto acaso, del guitarrista Javier Bátiz, en el futuro (si cumplen con su palabra los funcionarios, por supuesto), en los pasillos del Museo Javier Bátiz, su casa natal.
Y la pregunta es ineludible: ¿por qué no en vida se le dio el reconocimiento justo?