Abril, 2025
para Gabriela Ortiz
a Rogelio González Pérez, con gratitud
Náa-picu es bella, más bella aún que una o cien mariposas revoloteando como una melodía sutil; eso, Texchmo lo sabía porque, ¿cuántas veces, y no entre sueños, la imaginó descender de la casa de los dioses? Ir y venir hacia él, generosa, alegre, con el andar ligero de un cervatillo. La veía acercársele con la mirada radiante y con los cabellos negros humedecidos; desnuda menguante y sonriente, porque ésa era la imagen, así la descubrió sin esperárselo desde el otro lado de su infancia y su imaginación, y ella le cautivó el alma y su arrojo de niño precoz. En verdad, pocas ocasiones dejaba de recordarla, de pensar en ella acaso como una sensación que inundaba sus días de dulce inquietud, sobre todo desde aquella vez cuando la espió bañándose en el río junto a las otras mujeres.
Entonces Texchmo conoció la pasión y el enamoramiento, como un aguijón que picó su pensamiento; y se decía que andaba en un lugar ajeno a este mundo, distante a los demás, casi sin reposo y con el espíritu extraviado. Sin embargo él, de cuando en cuando, levanta la cara ante el cielo y le pregunta a la silenciosa noche, colmada de estrellas, si ella le miraba en su pensamiento, si sentía algo por él.
Otro día la miró cerca del templo, donde nadie, excepto el brujo sacerdote Xicuil y los guerreros, puede subir para atender a los dioses, o de lo contrario atenerse al destierro o al sacrificio. En aquella ocasión, cuando la vio, tembló al igual que si tuviera mucho frío pese a lo caluroso del día. Había experimentado algo mucho más hondo y extraño que no reconocía que existiera en su cuerpo; sintió bajo su vientre, y luego en el sexo, un cálido hormigueo que estremecía su interior, y la especie de taparrabos que usaba no fue lo suficientemente discreta como para tapar su imprevista erección, y de inmediato, como liebre asustada, se fue y corrió hacia su choza para ocultarse, sin llegar a comprender lo que le había ocurrido, acaso llegó a intuir que ante sus ojos se abría un mundo nuevo y que la necesitaba.
Texchmo es la viva adolescencia virginal, su cabello crespo y largo le transfieren a su imagen un dejo femenino y un aire delicado que muy pronto mudarán, se convertirá en un altivo guerrero, lleno de ímpetu y de rencor, incluso su semblante de pálido oyamel se oscurecerá. Mientras tanto, ahora sólo se entretiene en las tareas que le encomiendan, a veces conseguir cantos del río para la construcción, y con mayor frecuencia la recolección de frutos, hierbas, bejucos, culebras y pescados; y no otra cosa, ya que por su misma juventud no le permiten ir de cacería con los otros hombres. Por ello él se retira solitario y no como solía hacerlo con su amigo Necti a merodear cerca de alguna madriguera donde se ejercitaban para convertirse en cazadores. Cuando considera que nadie lo ve se tira entre los peñascos para soñar con Náa-picu, y luego a solas imagina que le habla:
—Náa-picu es agua, agua entre flores. Yo diré: soy tu señor Texchmo, el valiente que le da la muerte al jaguar y al venado. Poquito sabes quién soy, tomarás de mí el jade y el color del cielo y la ropa de mujer. Náa-picu dirás a mí: soy Náa, hija de Tecumi y a ti mi señor me doy. ¡Ja! La luna vestirá tus ojos, más que agua, más que flor, más que olor bueno. ¿Por qué te escondes en casa de los padres? Si te vas aquí, en mi carne. Toma mi pequeño ser, eres tú pez que no atrapo. Allá están tus cuerpos: el cabello agua; mi flor en el pecho; mi voz de viento alegre; mi niña.
De pronto, una parvada de patos distrae su atención, el peligro parece deslizarse a lo lejos. Texchmo se levanta y otea hacia todos lados y llega a descubrir a un grupo de guerreros aproximarse hacia la aldea. Nervioso, se mueve con agilidad entre las piedras para acercarse y averiguar quiénes son, luego es que su temor desaparece cuando se da cuenta que al frente del grupo va Tetla Nanacaotzi, quien es primo suyo e hijo del sacerdote Xicuil, además de excelente cazador. Texchmo se alegra por ellos, porque sabe que vienen de una jornada larga de cacería y él espera que muy pronto pueda acompañarlos a traer venado, armadillo, conejo y jaguar. Posiblemente sea después de los rituales de la fecundación en honor de Xipe Tótec, dios de la siembra del maíz.
Náa-picu es la joven mujer que abre su cuerpo a la vida, es el bruñido de la obsidiana, sus breves pechos silban al viento con el color de una fruta que recién ha madurado, su cabello se cuelga de los hombros y su risa atrae la chispa de la sensualidad, sin embargo ella no es más atractiva que el resto de las mujeres en edad de casamiento, lo que la hace diferente es su olor. Texchmo ha perdido el sueño por ese olor, porque en varias ocasiones se ha acercado a su choza cuando todos parecen dormir y entre los restos de olor humeante de la ceniza de ocote y oyamel, de copal y carne cruda, del atole de maíz y del olor a barro y del cuerpo de los viejos, encuentra, inhala y aprehende ese olor, casi dulzón, casi picante y sanguíneo, que a ella convierten en una nueva flor, y él, Texchmo, la puede oler. Hace tiempo que vive con poco apetito por ese olor que lo aturde, además de provocarle un dolor dentro del pecho y en la entrepierna. Y vive a la expectativa, pero alegre y casi eufórico cuando la mira por las tardes y ella habla con él:
—¡Te voy a dar piedras a tu cabeza y lumbre a los ojos, Texchmo! ¿Por qué me sigues al camino? Pareces conejo sin madriguera y coyote con hambre. Sólo sigues por ahí y me buscas, pero tú eres cara de mal pensamiento. ¡Ná qué, no me rías! Vete de mí.
—Náa-picu, poquito sabes de mi ser —responde Texchmo—, yo voy sin ti pero te encuentro, mis pies te encuentran, mis ojos… ¿No sabes tú? Miran tus ojos de venado porque hasta yo te pienso en sueño cuando te doy la piel del tigre y te echo palabras de flor.
—¡Ná qué! —contestó ella—, eres chico y no guerrero, poco fuerte y mucho grito para cazar. ¿Por qué no haces los trabajos de los padres? Ándate por ahí a traer la hierba que yo voy al río.
Luego Náa-picu se marcha mientras Texchmo la sigue con la mirada.
Una noche después y poco antes de amanecer, todos los del poblado, sin excepción, escucharon un insólito trueno en el cielo y sintieron como si la tierra estuviera a punto de quebrar. Tuvieron miedo y preocupación; posteriormente miraron volar cientos de aves que ocultaron por instantes la luna; luego, acabó de temblar. Entonces varios de los hombres salieron para mirar lo que ocurría. Texchmo era uno de ellos y corrió junto con otros rumbo al templo. El cielo era más que oscuro y un extraño viento impedía que los tizones ardiendo pudieran iluminar poco más allá de sus caras.
La fatalidad se cernía sobre de ellos como el aire enrarecido que hacía difícil la respiración.
Texchmo guardaba valor, a diferencia de los demás jóvenes de su edad que apenas y asomaron los ojos fuera de sus chozas. Algo muy profundo en él lo hacía conducirse como un verdadero guardián, era, pues, quizás el guerrero que comenzaba a surgir. Así, apostado en vela junto a los otros, enfrentaban la manifestación del caos.
Al amanecer, los hombres del templo, junto con Texchmo, observaron un nuevo panorama de desolación cubierto de gris, como si hubiera nevado arena; las cenizas que el Xitle arrojó matizaban de un triste color calizo el lugar y aún podía observarse el violento penacho de humo del volcán. Entonces, el sacerdote fue quien les dijo que debían adelantar la celebración en honor a Xipe Tótec, además de ofrecerle un tributo para evitar la destrucción.
Desde la loma donde se extiende Cuicuilco se domina todo el altiplano central, el valle y los dos grandes lagos que por ese entonces tenían otros nombres a los de Chalco y Texcoco. No lejos de ahí, quedaban los asentamientos de Copilco y unas cuantas chozas que devendrían en un lugar que se llamaría Huipulco, de donde de inmediato mandaron gente para averiguar qué había pasado. Xicuil les dijo que un dios tenía enojo debajo de la tierra y quiso envejecer los cultivos para acabar con ellos si es que no le contentaban.
Todavía a media tarde siguió cayendo ceniza; los hombres, las mujeres e incluso los perros se impregnaban de ese gris y parecían figuras de piedra o de barro, pero aún con ese estado iniciaron los preparativos del holocausto, el cual consistía en la entrega de lo mejor de sus cosechas. Luego, hacían danzas, quema de copal y cantos, Cucuilco significaba eso: Lugar de Danzas y Canto, pero en esta ocasión, además, habría el sacrificio de una doncella.
Con esto, al saber la noticia, varios jóvenes demandaron casorio para evitar que su prometida muriera, sin embargo sólo uno de ellos sería escuchado: fue Tetla Nanacaotzi, quien por ser hijo del sacerdote se le concedió por esposa la mujer querida de Texchmo, la joven Náa-picu.
La joven que ofrendó su vida era igualmente hermosa, así como el firmamento azulado que para entonces abría y con este sacrificio un dios parecía quedar complacido. A diferencia de algunos jóvenes mortales que lloraban, cada cual, por su lado, descorazonados por el poblado, entre ellos Texchmo, quien rondaba —triste y lleno de envidia— de un lado para otro del lomerío, maldiciendo que no hubiera sido como su primo. Luego, con una vara le pegaba a los arbustos y agarraba montículos de ceniza que apretaba con los dedos, hubiera deseado arrancarse la piel, pero en sus ojos se contenía la rabia y la impotencia. Al verlo Xi-cua, una mujer madura que vivía a las afueras, lo llamó, y, como si fuera un encuentro previsto, el muchacho se acercó y sin hablar se abrazó de ella para llorar. Xi-cua era dulce y sabia y lo atrajo hacia su pecho, muy pronto descubriría la razón de su pena y para animarlo le dio de beber de su agua hervida con cacao.
El aroma de una mujer madura, la creciente oscuridad y el dolor de un joven aprendiz de guerrero desatan sin control fuerzas del temperamento. Sin saberlo, dos cuerpos solitarios se buscan para calmar su infelicidad y el hambre de compañía. Texchmo siente su corazón agitado y la piel llena de calor, sus manos y su boca viajan hacia el origen de aquel olor dulzón de la mujer, mientras que Xi-cua se tira como si fuera a descansar; pero no es así, de ese modo ella lo conduce hacia su cuerpo, respira profundamente y lo abraza como una boa a su presa. Texchmo suda, muerde y desata su organismo a la furia de su sexo, es como la descarga de un rayo o el vuelo repentino de muchas aves que cruzan en su interior para después finalizar con un quejido animalesco que no conocía. Más tarde volverá a comenzar hasta rendirse. Por esa ocasión, Texchmo no llagará a casa de los padres. A la mañana siguiente no sabe qué decir, se levanta y queda parado a la entrada del jacal, tembloroso. La luz a sus espaldas hace de él una silueta de joven fuerza y misterio, luego se va, mientras que Xi-cua, complacida, inicia su labor.
En Cuicuilco la vida parece seguir igual que siempre, el mismo volcán ha dejado de arrojar humo y ceniza, los habitantes recogen las cosechas y arreglan sus casas, y los niños juegan con los restos del barro y las lagartijas. A lo lejos, el cristal de los lagos y el verde de los bosques ofrecen un paisaje en armonía. Nadie podría imaginar siquiera que un día no habrá otra cosa que una inmensa ciudad en vez de agua.
Los padres de Texchmo, al darse cuenta de su ausencia, se preocupan y han preguntado por él con los vecinos, alguien les dice que tomó el camino largo rumbo al lago, que está a no poca distancia de ahí, y creen que debió de ir a la pesca. Al siguiente día y por la tarde, él regresaría, mas espera la noche para seguir avanzando sin que nadie lo vea, trae las manos ensangrentadas. Su cuerpo es otro, más inflamado y lleno de excitación, su cara pintada de azul distinguía la ferocidad en su mirada. Sin duda había matado. Cuando cruzó el umbral de la choza de Xi-cua, ella se asustó ante la visión inesperada, mas pronto se recupera y le sonríe. Texchmo lleva sujetas en la mano las astas de un venado, de lo que había sido un macho ejemplar. En la otra mano y sobre sus espaldas, lleva un arco y los restos del animal destazado, y la sangre escurriéndole por el pecho.
—¡Texchmo! ¿Dónde tú sacaste al venado? Y mírate cómo estás tú, un espíritu de mal muchacho. ¿Dónde te habías metido? —le dice la mujer.
—¡Ná, que yo lo maté! Soy un cazador —le respondió mientras dejaba caer su carga.
Luego se abalanzó sobre el cuerpo de Xi-cua y ella lo acepta como si fuera algo esperado. En el suelo quedan tirados el arco, la carne del venado y la cabeza del animal, con sus ojos abiertos, ya sin brillo, a la inmensidad.