Diciembre, 2024
Las páginas de las revistas del corazón, las vanas y superficiales emisiones televisivas de la farándula y los programas radiofónicos de rumores y chismes han aprovechado la muerte de Silvia Pinal para levantar sus ratings de una manera por demás ruin. Los problemas de las mujeres de su clan, sus adicciones, amoríos y odios han nutrido sus contenidos. O se le ha pontificado como la gran estrella que fue, pero sin mostrar alguna mácula o crítica a su trayectoria. Lo cierto es que la gran estrella de cine, teatro y televisión fue una productora que aprovechó su fama y cercanía con el poder para lograr una longeva carrera como productora. Y a esa faceta es que Sergio Raúl López dedica el presente texto.
Ya lo escribiera como Silvia o lo adaptara al ‘Sylvia’ de otras lenguas, el origen de su nombre no se modificaba: natural o proveniente o relativo a los bosques, a la foresta, a la selva. Y claro que le correspondía a su presencia impasible y arrebatadora en la pantalla grande: era un ser natural a esas forestas intricadas e imposibles que se corresponden a la industria cinematográfica, de la que Pinal Hidalgo fue figura egregia, distinguida, fulgurante.
Miembro indiscutible de la generación de las últimas Divas de la Época de Oro del Cine Nacional —nombrarla como la última de ellas resultará en una discusión anodina y bastante estéril—, Silvia Pinal será recordada indudablemente por sus bailes y flirteos con el besucón Rey del Barrio que era don Germán Valdés Tin Tan, cierto, pero también por sus enojos arrebatados contra el nada Inocente que era el fortachón chiflador de impecable acento barrial chilango —pese a sus orígenes sinaloenses— de Pedro Infante, o incluso su logrado ascenso social de trabajadora doméstica devenida en dueña de la casa, más bien de la mansión en que trabajaba la bella y candorosa María Isabel e incluso la adúltera sorprendida in fraganti y castigada con recitativos religiosos Mari Gaila en las Divinas palabras, compleja y fallida adaptación experimental de Juan Ibáñez al clásico de Ramón de Valle Inclán. Y los títulos puede extenderse al listar las diversas comedias de ligeras aventuras simplonas cuando no estúpidas al lado del exrocanrolero converso en baladista Enrique Guzmán, que fuera su esposo.
Pero esta actriz generacional representa algo más. Su sonrisa, su escultural figura, sus cabellos teñidos de rubia fatal y sensual, su belleza más terrenal y natural que altiva o inalcanzable.
Sobre todo, cuando en su adultez se decidió por el salto al vacío más allá de famas y bellezas para ser el catalizador gracias al cual el acaudalado empresario Gustavo Alatriste le produjo a don Luis Buñuel sus películas mexicanas más libres y trascendentes como son El ángel exterminador, Simón del desierto y, sobre todo, la gloriosa coproducción con España, Viridiana, que le daría a México su única Palma de Oro en Cannes y que doña Silvia, la gran protagonista de estas cintas, atesoraba junto al retrato que le ejecutó Diego Rivera, entre sus grandes tesoros. Y sus piernas lechosas y carnosas de novicia virgen se muestran junto a la cama bajo la mirada lasciva y el deseo irrefrenable de su tío don Jaime, el gran Fernando Rey y, más tarde, en su destape —que anticipó el que ocurriría en España tras la muerte del dictador Francisco Franco— al lado de su atractivo primo Jorge, nada menos que Paco Rabal.
Su trayectoria como productora la volvió un ser de trabajo e iniciativas constantes, casi siempre exitosas, apoyadas en el aparato de poder que nunca abandonó, fueran las productoras cinematográficas o las televisoras hegemónicas, las puestas de Broadway que importaba como franquicia para su teatro musical o sus exitosos programas unitarios en televisión abierta.
Baste de ejemplo su labor como presidenta del Patronato del DIF de Tlaxcala, al lado de otro de sus maridos, el gobernador priista Tulio Hernández, donde impulsó una importante política cultural, restaurando teatros y apoyando la producción de películas como Enviado especial, la última película de Carlos Velo —por cierto, grabada en Tlaxco—, ciertamente aprovechando el poder casi total de esas décadas del partido único pero llevando esas aguas al molino de sus gremios escénicos.
Esa iniciativa y emprendimiento le hizo dar el salto a la televisión y al teatro con papeles protagónicos y una presencia atractiva que repletaba los teatros y atraía a los telespectadores, en obras como Ring Ring, llama el amor —una de las primeras que se montaron en el país de este género—, Mame o Annie es un tiro —bajo dirección del propio Ibáñez, un hombre de teatro de excepción— o la popular ¿Qué tal Dolly?
Así, tras asumir con naturalidad su papel de gran productora independiente el siguiente paso fue adquirir y mantener su propio recinto, primero el Cine Estadio transformado en el Teatro Silvia Pinal —ahora sede de los evangelistas brasileños del “Pare de sufrir”— en el corazón de la colonia Roma, donde estrenó la versión en español del exitosísimo musical Cats, y, años más tarde, el Cine Versalles que sigue siendo el Nuevo Teatro Silvia Pinal —bajo administración de su primogénita Sylvia Pasquel—, en la colonia Juárez.
A mediados de los ochenta iniciaría también con arrollador éxito y audiencia hegemónica una longeva y emblemática serie de capítulos unitarios, cuya producción se extendería por dos décadas teniéndola como inamovible presentadora entre naive y camp, en el extremo de una cursilería funcional ya de matrona, como lo fue Mujer, casos de la vida real.
Su incursión en la política le llevó a ser, además, diputada, senadora y asambleísta local por el Partido Revolucionario Institucional así como Secretaria General de la ANDA, cargos que históricamente han ido de la mano con diversas figuras conocidas del mundo de los espectáculos.
En fin, resulta que esta sonorense —nacida en Guaymas, en 1931— no sólo fue una de las actrices más atractivas y chispeantes de México, una estrella de la Época de Oro que logró hacer la transición al cine en color, al teatro musical y a la televisión, sino toda una mujer independiente, poderosa y con múltiples proyectos exitosos; proveniente de un poderoso matriarcado desde su abuela Jovita, cocinera y comerciante que fue sostén de la familia al enviudar y más tarde su madre, María Luisa Hidalgo, una bella bailarina que también fue madre soltera y fue cabeza del clan. No iba a ocurrir algo distinto con Silvia Pinal y su descendencia, por tradición familiar y actualmente atestiguamos el clan de mujeres famosas que componen esa familia.
Con doña Silvia no sólo va muriendo gradual y aceleradamente la gran época en que fuimos potencia cinematográfica sino que persiste su ejemplo de permanente renovación y adaptación al cambiante mundo audiovisual, que ha sido asumida y replicada en la actualidad por un número cada vez mayor de mujeres que siguen este camino trazado por esta pionera. Fue, sí, una estrella que bajó al firmamento para ser, simultáneamente, una afamada actriz y una tenaz productora con los pies bien puestos en la tierra. Ahora, con su muerte, acaecida el viernes 28 de noviembre pasado, se ha transformado en una figura perenne, de incesante trajín.