Noviembre, 2024
Era un hombre de letras a cabalidad. De hecho, iba para ingeniero civil pero la literatura se le interpuso en el camino: primero como lector, luego como ejercitante de casi todos los istas; veamos: fue novelista, cuentista, guionista, periodista, ensayista, también dramaturgo. Premio Nacional de Literatura, Premio Xavier Villaurrutia y Premio Biblioteca Breve, entre otros, Vicente Leñero es autor imprescindible en las letras mexicanas con títulos como Los albañiles, El evangelio de Lucás Gavilán, Los periodistas y Asesinato. Nacido en junio de 1933, se marchó de esta tierra 81 años después, en diciembre de 2014. Víctor Roura recuerda al escritor y periodista mexicano, a una década de su partida.
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En su libro Lotería: retratos de compinches (Joaquín Mortiz, 1996), Vicente Leñero —nacido en Guadalajara el 9 de junio de 1933 y fallecido 81 años después en la Ciudad de México el 3 de diciembre de 2014— habla de un capítulo grave de la cultura mexicana que, por parte de los agresores, nunca fue aclarado, ni conminado a resolverse, porque los causantes del daño eran, en su momento, los conformadores de La Mafia intelectual. Leñero habla de la susceptibilidad de José Donoso sin percatarse de que, en realidad, por buena persona no llegó a más luego de la ofensa recibida.
Dice Leñero que Donoso llegó a México en 1964: “Sin duda por recomendación de Carlos Fuentes, Donoso irrumpió como crítico literario en las páginas de ‘La Cultura en México’, el suplemento de Fernando Benítez en la revista Siempre! Durante años, desde que el suplemento se publicaba en las páginas de Novedades, Benítez había hecho creer que la cultura en nuestro país sólo era ejercida por unos cuantos: por su estrecho y celoso clan de amigos. Por eso se hablaba de la mafia de Benítez y por eso sorprendió que José Donoso (ajeno a toda esa politiquería de Benítez) orientara sus críticas a escritores poco apreciados por el suplemento”.
Benítez ya llevaba tres lustros en la cúpula del poder cultural, beneficiando a sus amigos y beneficiándose a sí mismo con innumerables prebendas, viajes, puestos, publicaciones, homenajes. Leñero, ¿no queriendo o haciéndolo voluntariamente?, retrata a la perfección en su libro las vanidades, las envidias, los golpes bajos, los resentimientos, las pugnas, las conveniencias, las mentiras, las hipocresías y los cinismos de la intelectualidad.
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Después de haber publicado El lugar sin límites, José Donoso —cuyo centenario natal se conmemora este 2024, el 5 de octubre, como ya notificara Salida de Emergencia—, según Leñero, “alivió por momentos su neurosis y le permitió insistir en El obsceno pájaro de la noche ya liberado de la historia del burdelito aquél. Se sintió mejor. Parecía más contento. Sobre todo porque invitaba a su casa de Acapatzingo a cuanto escritor le caía bien o le interesaba”.
Pero en julio de 1965 “ocurrió la tragedia”: Donoso “publicó en el número 178 del suplemento ‘La Cultura en México’ una larga crítica sobre la novela de Ricardo Garibay, Beber un cáliz. La analizaba con fascinación y con dureza (como acostumbraba hacerlo en sus artículos), pero aprovechaba el viaje para hacer un repaso de la literatura mexicana que había devorado durante su estancia en México. La acusaba de sequedad”.
Leñero transcribe un breve párrafo de aquella ya legendaria crítica donosiana: “Esta sequedad se siente en la prosa mexicana de hoy: literatura de grandes generalizaciones, buscadora de esencias, en la que lo íntimo del individuo carece de interés e importancia, está emparentada más bien con la historia y los mitos tras los cuales la emoción se agazapa vergonzante. Esto no es señalar un defecto sino simplemente apuntar una característica, y resulta curioso pensar en las máscaras, todas de naturaleza intelectual, con que los prosistas mexicanos esconden su sentir”.
El caso es que al término de la crítica de Donoso, recuerda Leñero, “después del punto final, apareció impresa, en letras negritas, una frase insólita que decía: Muy bueno para criticar pero es una pobre bestia…”
La sorpresa fue mayúscula.
Lastimado por aquel alevoso final, Donoso “sufrió un reventón de úlcera y Tito Monterroso tuvo que ir por él hasta la casa de Acapatzingo e internarlo de urgencia en la Clínica Londres”. Nadie decía ser el autor de aquella cobarde frase última. Fernando Benítez, dos números después, tampoco, como responsable que era, aclaró nada. Se dedicó únicamente a lamentar el hecho: “La intromisión fantasmal nos ofende y perjudica a nosotros, no a José Donoso, porque no sólo es ajena a nuestras normas editoriales, sino que las contradice abiertamente… Hay un duende extraño que hace travesuras y complicadas y luciferinas combinaciones en los talleres. Sin embargo, esta vez no le cargamos el muerto a ese duende que es el chivo expiatorio de todos los errores y los juegos pesados de la tipografía. Se trata desde luego de un sabotaje, de un minúsculo acto de terrorismo, de una bomba pestilente arrojada por una mano fantasmal e innoble”.
Benítez no prometió “investigación alguna ni nadie llegó a saber jamás quién fue el autor de aquel colofón infamante”. Donoso, repuesto de su estallido de úlcera, y del cólera, “abandonó su idea de quedarse a vivir en México y voló rumbo a España”.
Así se la gastaba, y aún gasta —aunque sus fundadores se vayan muriendo de a poco, que la escuela ya está instalada, llámese ahora Grupo Nexos, o Letras Libres, o Crack, o La Jornada, o Bestiario, o Proceso, etcétera—, esa Mafia cultural que quería todo para ella y nada para los que no pertenecieran al club.
No se volvió a hablar más de eso. Ningún intelectual, de los de probada eficacia y rectitud morales, exigió una profunda averiguación. Sólo entre ellos saben quién fue la manita santa que quiso molestar a Donoso, y correrlo de paso del circuito privilegiado (como pocos saben quién fue el autor intelectual de la muerte de Luis Donaldo Colosio, como pocos saben quién fue el autor del sabotaje electoral de 1988, etcétera).
Vicente Leñero hablaba de una susceptibilidad de José Donoso acaso porque él, Leñero, no fue afectado por aquella infamia.
Que de haber sido él el agraviado otra hubiera sido la construcción narrativa de su crónica.
Sí, enjuició lúcidamente a Benítez, intocable como era, cuatro años antes de la muerte del creador de la Mafia Cultural mexicana, aunque Benítez bien sabía con quién meterse y con quién no: Vicente Leñero representaba a la entonces poderosa revista Proceso, temida por la propia intelectualidad.
Donoso, en cambio, era un ser solitario en el panorama literario, además de ser, según Leñero, un susceptible, para acabarla de amolar.
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Si hacemos a un lado su supuesta autobiografía, escrita en 1966, los otros catorce relatos contenidos en los libros: Autorretrato a los 33 y Puros cuentos, ambos publicados por Editores Mexicanos Unidos en 2003, son, como la narrativa general de Vicente Leñero, apuntes sólidos, historias sorpresivas, redondas alegorías. Y es cuando uno se pregunta, dada la comprobada eficacia escritural del autor jalisciense, cómo fue posible que haya sido incapaz, en 1966, de poder escribir, tal como se lo exigía su amigo editor Giménez Siles (las ventajas de contar con un amigo editor, finalmente, que publica hasta lo impublicable), su autobiografía en unos pocos trazos.
El propio Leñero sabía que no podía hacerlo; sin embargo, aun contra su honestidad literaria, aceptó la propuesta. En ese entonces, 1966, Leñero trabajaba en la revista Claudia, junto con, entre otros, José Agustín y Gustavo Sainz.
“¿A qué hora llegaste? Gustavo responde: hoy te va a hablar Giménez Siles para lo de la autobiografía. Le voy a decir que no. ¿Por qué?, no seas payaso. Le voy a decir que no, a mí esas cosas me cuestan mucho trabajo y no sé, no, es cuestión de temperamento. Pero la puedes hacer como quieras, hombre, qué tiene, te puedes poner a experimentar. No te hagas el chocante, dice José Agustín; a ver, por qué no. Menea la cabeza mientras desprende, dobla en seis, guarda la funda protectora de la máquina. Introduce una hoja en el rodillo, pero no oprime las teclas. Se vuelve hacia el escritorio, se pone de pie; ahora abre y extiende el periódico para realizar, distraído, sin interés, la cotidiana lectura de encabezados. A ver, por qué no”.
Dice Leñero que porque estaba en contra del culto a la personalidad. Por eso no quería escribir lo que, después de tanto argüende, sí escribió. “Miren qué modesto es Leñero —dice el autor en un pasaje de ese ambiguo texto—, qué sincero es. Él sí que no se presta a exhibicionismos. Se negó a escribir su autobiografía, o como las llamen, para esa serie que empieza a publicar Giménez Siles. Pues muy bien, porque es equivocación imperdonable fomentar el narcisismo de estos presumidos aprendices de escritores. ¡Qué generación, Dios mío! Los nuevos valores por sí mismos. Pero cuáles nuevos valores si ninguno de ellos vale un cacahuate, vamos a ver; y aunque valieran mucho, señor, no están en edad de ponerse a hablar ni de ellos ni de su obra. ¿Cuál obra?, me pregunto yo. Un libro, dos, tres, ¿eso es una obra? Tanteos. Pecados de juventud. La gallina que pone un huevo y cacarea”.