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Ricardo Castillo, septuagenario

Amo lo que no alcanzo a ver

Mayo, 2024

Nació en Guadalajara en mayo de 1954. Es poeta y editor. También ha ejercido de profesor universitario e investigador. Actualmente, es ya académico jubilado del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara. Ricardo Castillo tiene además en su haber, o, más bien, en su obra, uno de los registros más singulares y frescos de la poesía mexicana. Ganador del Premio Nacional de Poesía Carlos Pellicer en 1980 con su debut poético, el ya mítico El pobrecito señor X y La oruga, Ricardo Castillo fue recientemente galardonado con el Premio Jorge Ibargüengoitia de Literatura, que le fue otorgado por la Universidad de Guanajuato, y con el Premio Jalisco 2023 en el ámbito literario, “por su gran originalidad, creatividad sostenida e impacto logrado con su lenguaje que oscila entre el vanguardismo y la antipoesía, la expresión coloquial y el infrarrealismo, la ironía refinada y la inteligencia afilada, la estética apocalíptica y la fabulación metapoética”. Ahora que llega a las siete décadas de vida, Víctor Roura le dedica estas líneas.

Con El pobrecito Señor X, editado por vez primera en 1976, el jalisciense Ricardo Castillo (11 de mayo de 1954), a sus 22 años, apareció en las letras mexicanas otorgando varios voltajes de adrenalina e irreverencia poéticas, acompañados además de una ironía fiera, que hicieron desperezar a la poesía nacional en su momento. Tal revuelo causó aquella impresión que el Fondo de Cultura Económica se apresuró a incorporar dicho volumen a su catálogo cuatro años más tarde, en 1980, y más aún: la Secretaría de Educación Pública, en su serie “Lecturas Mexicanas”, lo reeditó en 1995.

Provengo de una familia
en la cual todos tenemos los pies grandes.
Mis pies miden treinta centímetros
y los de mi hermano el mayor treinta y dos.

Toda mi familia mide un kilómetro.

Mi abuelo tenía mirada de vaca.
Es más, de haber sido vaca mi abuelo,
la leche conservaría su antiguo precio.
Así de noble y sencillo era mi abuelo.

En mi familia
todos tomamos las cosas con calma:
“Papá y mamá ya murieron”
“Mis calcetines están rotos”
“Me he tragado una mosca”
“Todo está más caro”
“Ya nos vamos a morir”

Creo que sería bueno ser menos educados
y armar un grandioso escándalo.

Le tocó, pues, a él armarlo con su poesía:

Te espero como se espera el día de pago.
Te espero y no sales,
como si tuvieras las mismas caderas de la realidad,
las mismísimas que anhelo surcar con mi yunta,
pero tú, como la realidad, te crees muy decente,
te crees que la vida son cosas de abogados y empresarios,
que mi Junior es su máxima expresión.
¡Ay, falsa cara de puta en la sección de sociales,
ay, hija de la chingada,
un día te voy a desnudar!

Ricardo Castillo en una imagen de 2023, en la Feria del Libro Universitario Altexto. / Foto: Universidad de Colima.

Nadie había escrito una poesía como la suya. Era demasiado joven Ricardo Castillo y ya su visión podía captar los conflictos sociales de una manera capsulada. Ayudado por un extraño —visceral, jocoso, límpido, desparpajado— sentido del humor, apuntaba sus versos de una manera aparentemente ingenua, pero no lo era. Sino precoz madurez poética:

Las mujeres también tienen el trasero partido en dos.
Pero es indudable que las nalgas de una mujer
son incomparablemente mejores que las de un hombre,
tienen más vida, más alegría, son pura imaginación;
son más importantes que el sol y dios juntos,
son un artículo de primera necesidad que no afecta la inflación,
un pastel de cumpleaños en tu cumpleaños,
una bendición de la naturaleza,
el origen de la poesía y el escándalo.

Su libro Reloj de arenas (“Los Cuadernos del Jabalí”, Unidad Editorial del Gobierno de Jalisco, 1995) “hace cohabitar dos poemarios publicados en diferentes ciudades y tiempos: Ciempiés tan ciego, editado en el Distrito Federal en 1989, y Borrar los nombres, impreso y distribuido en Guadalajara en 1993. Arena de otro origen son los textos de Ni siquiera el tiempo, creados a partir de la obra (y con la conversación) de cinco pintores”.

En Reloj de arenas, entonces, confluyen diversos estados poéticos del creador, distanciados ya del primer fulgor atrevido e insolente, pero maravilloso, que irradiaba en El pobrecito… Ahora hallamos a un Ricardo Castillo más mesurado, a un poeta cavilador, indagador de caminos oscuros aunque no deja atrás sus juegos esporádicos con la música verbal, si bien, a nuestro pesar, cada vez van siendo menos.

Empezar por reconocer que estas letras no son tuyas,
aceptar que esos zapatos viven solos,
que no es tu mirada lo que les da una historia,
que no es tu vida lo que recuerdan.
Estas letras no son tuyas pero algo tienen que ver contigo
porque la silla es ella misma desde que supo que tú eras otro
para luego hacer su vida casi o más humana que la tuya.
La puerta habla, pero no es tu voz,
es la calle, honda,
que embarcada en vagas travesías
indica la casi casi divina amnesia del simio burro
que tocó la flauta.

A pesar de no figurar en los cónclaves poéticos, ni obtener galardones a diestra y siniestra, como ocurre ahora con la andanada de becarios surgidos en el sistema cultural, Ricardo Castillo —como Alberto Blanco, como Armando González Torres, como Kyra Galván— ha crecido no bajo sino apartado del cobijo institucional: es un poeta que se ha labrado su propio camino:

Ser la sombra, lo que no eres,
negro como lo que nunca ha sido,
ser por dos días lo que nunca será,
sombra que proyecta sombra
y el tambor y la carrera y la danza cora
embriaga la sangre del que no soy
ni es
¿de quién son mis antiguos pies?
¿a quién sabe este sudor
que mis labios beben?
aceptemos que el tiempo es una máscara
de múltiples cabellos
y que somos el puente que se borra
y que estamos en otra parte
donde los muertos olvidan sus amores y sus miedos
donde los muertos se acostumbran a la penumbra
donde el corazón es el espacio entero y el mundo gira
al revés.

Ricardo Castillo. / Foto: Edgar Campechano Espinoza (Prensa UdeG).

En 1989 publica Nicolás el Camaleón (Ediciones Toledo), donde es notoria la ascensión del poeta solitario:

Amo a la persona del plural
y somos una montaña que la hormiga no puede mirar,
pero que sin embargo presiente
y crece, tiembla y se derrumba con ella.
Amo los cuerpos grandes que habitaron uno pequeño,
lo que no soy
pero que bien hubiera podido,
lo que no se alcanza a decir,
lo que nos saca las raíces, los gritos elementales, las visiones primarias,
esa flecha que sin saberlo viaja hacia el centro.
Amo lo que no alcanzo a ver
porque amo lo que veo.
Los estigmas, el estertor de la personalidad,
la locura cristalizada en el asombro,
la locura que nunca cae, la curva inesperada,
el reflejo certero, sin prisa,
que deviene en revelación,
el misterio transformado en mensaje.

De igual manera, pero en otra parte,
amo las historias personales, sus calles endurecidas,
los habitantes solos de mirada conmovedoramente oblicua.
Amo a los insomnes que luchan entre su esperanza y su pesadilla,
la confusión del ahogado, la convicción del perdido,
el dolor de ser tripas, el fiel servicio de las muelas carcomidas.
Amo a los que un día en un chispazo vieron el destino
y cayeron heridos por el impacto
más allá de cualquier destino verificable.

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