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A mí me han imaginado muchas veces: Rubén Bonifaz Nuño

Centenario de un poeta mayúsculo

Noviembre, 2023

Nació en noviembre de 1923 y se marchó de este mundo en enero de 2013. Se cumple el centenario natal de don Rubén Bonifaz Nuño. O, como lo llamó recientemente el escritor Vicente Quirarte, esa “bella invención de la naturaleza”. Considerado uno de los poetas más importantes del siglo XX en México, fue autor de casi una veintena de títulos, varios de ellos entre lo mejor de la poesía escrita en nuestro país, como Fuego de pobres, As de oros, Albur de amor, De otro modo lo mismo, Del templo de su cuerpo o Los demonios y los días. Fue asimismo un apasionado traductor de obras clásicas grecolatinas y autor de textos sobre la cosmogonía del mundo prehispánico. También fue profesor y guía de varias generaciones, además de destacado funcionario universitario (por ejemplo, fue fundador y director del Instituto de Investigaciones Filológicas así como de la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana). Ahora que se celebran los 100 años de su nacimiento, y se conmemora el décimo aniversario de su fallecimiento, aquí lo recordamos…

Empezó como un homenaje oficial, pero terminó siendo una noche poética. Era miércoles. De 2008. El lugar: el Museo Nacional de Arte. Entre los participantes estaban un narrador y tres poetas. Claro, no podía ser de otra manera: tres poetas; tres amigos; tres discípulos. Dicho de otro modo: tres provocadores en una larga mesa. Y, en medio de ellos, el homenajeado: Rubén Bonifaz Nuño, con el rostro cansado, y, a la vez, con una ligera expresión de felicidad: quizá de saberse querido, amado, apreciado, respetado. Y es que, aunque sus ojos y su vista ya le habían traicionado en aquel tiempo, el ambiente, en el que además se mezclaba un rector, una funcionaria, amigos y lectores, parecía alentarle de seguir ahí. Y cómo no. El motivo de la reunión era uno: festejar su 85 años de vida.

Y ahí estábamos —porque desde luego que me incluyo—, mirando embobados al maestro: él, ataviado con un elegante chaleco dorado en el que colgaban dos distintivos: uno, la bandera de México; el otro, el escudo de la UNAM. Homenajeándolo una semana antes de su cumpleaños: por parte de la oficialidad, con la Medalla Bellas Artes; de parte de los amigos (René Avilés Fabila, Sandro Cohen, Marco Antonio Campos, Eduardo Lizalde y Juan Gelman): con muchos recuerdos y loas para uno de los poetas más importantes del siglo XX mexicano.

Como recordaría en algún momento de la velada Eduardo Lizalde: con su extraordinario humor, Rubén solía decir despertando toda modestia: “Se han acercado algunos amigos y discípulos para decirme que soy el mejor poeta de México. Y yo les he dicho: ¿por qué me disminuyen? No conforme con ello, otros me han dicho: bueno, es usted uno de los más grandes de América… Y yo: me siguen disminuyendo…” Porque, “aunque no puede hablarse de una escuela bonifaciana —diría en otro momento Sandro Cohen—, pese a todo nos ha enseñado siempre que el oficio es sagrado”.

Antes, sin embargo, al recibir la Medalla Bellas Artes, don Rubén había hecho una declaración de humildad:

—Me siento más que reconocido, ya que se reconoce algo que existe, y a mí me han imaginado muchas veces —murmuró—; me han celebrado méritos que no creo tener.

Y de pronto ahí, con esas palabras, estaba Rubén Bonifaz Nuño de cuerpo entero: un escritor poco mediático para los tiempo que corren; el que siempre trató de evitar capillas (y pandillas); el que rechazaría —como lo recordó Marco Antonio Campos— ser rector de la UNAM, para no dejarse consumir por el poder y permanecer con una conducta sin mancha: “Reclamaremos de él la llama moral y la tomaremos para que la oscuridad no sea”.

***

Pero alumbremos un poco la vida de don Rubén Bonifaz Nuño: Córdoba, Veracruz, lo vio nacer el 12 de noviembre de 1923, y la Ciudad de México lo vio marcharse el 31 de enero de 2013. Llegó a la capital desde niño. En su juventud se inclinó por las leyes y estudió Derecho (entre 1940 y 1947) en la Escuela Nacional de Jurisprudencia (hoy Facultad de Derecho de la UNAM), titulándose en 1949. Posteriormente, obtuvo el doctorado en letras clásicas en la misma Universidad. Entre los años 1951 y 1952, ingresó como becario del Centro Mexicano de Escritores.

Humanista, filólogo, traductor, profesor, funcionario universitario y —sobre todo y ante todo— poeta, Rubén Bonifaz Nuño fue un intelectual con muchos intereses que fue conjuntando después de años de estudio. Se interesó por la cultura clásica grecolatina, pero, también, por lo que llamaba la cultura clásica mesoamericana.

En este sentido, fue su amor por el derecho romano lo que empezó su pasión por el estudio grecolatino: “Grecia y Roma me dieron el sentido del orden y de la importancia del idioma —le dijo al también poeta Marco Antonio Campos en una charla a principios de este siglo—. Puede pensarse que los griegos, que crearon tantas cosas, han sido superados en casi todas ellas, pero no en el dominio y el cultivo de la palabra”. A don Rubén Bonifaz Nuño le debemos muchas de las mejores traducciones de grandes clásicos, como Eneida de Virgilio, Ilíada de Homero, Metamorfosis de Ovidio o Cármenes de Catulo. (Todas publicadas en la colección Bibliotheca Scriptorvm Graecorvm Et Romanorvm Mexicana, una de las más importantes de la UNAM).

“La traducción es un trabajo relativamente fácil si uno mismo se borra del trabajo y deja que el autor pase a través de uno, como pasa la luz a través de un vidrio —señalaba en una entrevista publicada en 2005 en la revista Humanidades y Ciencias Sociales de la UNAM—. El poeta mismo se va revelando, y uno simplemente está sirviéndole como instrumento, para que lo haga lo mejor que pueda en la pobre lengua que uno habla”.

Fue en su época de estudiante de derecho, mediados de la década de 1940, que se adentró también a las literaturas prehispánicas —leía Poesía náhuatl, el Popol Vuh o el Chilam Balam de Chumayel—; impresionado por la fuerza de las obras, opta por buscar nuevas formas de comprender dichos textos, convirtiéndose, con el paso de los años, en un verdadero estudioso de las culturas prehispánicas. Conocimientos que además empieza a compartir, y que lleva a otra de sus facetas: la docencia. A la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM llegó en 1960 como profesor de latín, y, desde ahí, inició su ascenso que lo llevaría a ocupar diferentes puestos en la propia Universidad, y luego a ingresar en instituciones como la Academia Mexicana de la Lengua, El Colegio Nacional, o ser presidente de la Sociedad Alfonsina.

Su obra, a la par, empieza a ser admirada —por su profundidad y sencillez, por su naturalidad y precisión formal, por su variado lenguaje e irrepetible ritmo verbal—, aunque muchos de los críticos literarios veían en su obra un poesía hermética. En una entrevista de 2005 para la Revista de la Universidad de México, el también poeta José Ángel Leyva le preguntó al respecto: “He leído que algunos de sus críticos hablan de una poesía compleja, difícil, sólo para poetas, cuando yo encuentro una voz que canta, un discurso que se nutre de lo popular y de lo erudito sin complejos”, le dijo.

El comentario de Bonifaz Nuño es imperdible: “Pues mire, eso que halla es justamente lo que pretendo expresar. Me importa poco que me lean los cuates. No sé si sepa usted que en una ocasión me invitaron los muchachos de una taquería a leer en una cantina. Empecé a leer mis versos y vi a un borracho que estaba en la barra muy atento. En algún momento me preguntó: ‘¿Qué hace usted aquí leyendo poesía?’ Le contesté que me habían invitado a leer versos y le pregunté que por qué estaba tan atento. Me dijo: ‘Siempre la poesía suena más que el ruido’. Fíjese qué frase tan bonita. Luego le expliqué que en una cantina se dicen las cosas más sinceras, así también los poemas suenan más francos. Yo estaba sobrio, entonces era yo quien debía escuchar a los borrachos recitar versos. De pronto un muchacho se puso de pie y me dijo un poema mío de memoria. Es la mejor experiencia que he tenido en cuestión de literatura. Entonces descubrí que no escribo para mis amigos ni para mí, sino para gente como ese joven que se emborrachaba por motivos ligados al poema triste que evocaba con absoluta claridad”.

***

Tendría unos 15 o 16 años de edad cuando Rubén Bonifaz Nuño sintió los primeros llamados de la poesía.

“Los primeros poemas que me causaron deleite fueron las rimas becquerianas”, le dijo en otra entrevista a Marco Antonio Campos. “De niño, lo primero que conocí fue la rima 53, ‘Volverán las oscuras golondrinas’, que mi madre cantaba con una música de palabras que a mí me parecía del cielo. Escribí por ese tiempo la letra de esa canción y di cuenta de que era algo que me llamaba desde dentro. Busqué luego en las bibliotecas públicas obras de Bécquer sin encontrarlas, pero hallé en una de ellas una biografía suya; la leí con gran interés pero sólo daba ejemplos de lo que él escribió. Por fin mi hermano Juan me regaló, en la Colección Austral, Rimas y leyendas; fue de hecho el primer poeta que leí completo”.

A los poetas mexicanos llegaría después, en la preparatoria: “Los primeros poemas que con gran placer leí de un poeta mexicano fueron los de Amado Nervo, pero no poemas como los de La amada inmóvil, sino su ‘Canto a Morelos’, que estaba en un libro de texto de la primaria: ‘En un pliegue de la sombra, Dios oía’. A mi breve edad creía que ése era el mejor poema que se había escrito en México”.

Luego llegó Manuel Gutiérrez Nájera: “En él aún encuentro cosas que me deleitan, como aquello que cita Antonio Caso en su Estética: ‘Y escucho nada más y dejo abiertas/ a mi curioso espíritu las puertas’. Los versos entran sin pedir permiso. Pero el poema suyo que prefiero, un poema magistral, es ‘Para entonces’. Recuerdo el cuarteto final que pudo haber sido escrito en cualquier tiempo: “Morir y joven, antes que destruya/ el tiempo aleve la gentil corona,/ cuando la vida dice aún soy tuya,/ aunque sepamos bien que nos traiciona’”.

También se acercó a la obra de Salvador Díaz Mirón, que nunca le gustó: “Contra la opinión general que se asombra ante su gran rigor y sus versos bruñidos y perfectos, a mí me parecía (me sigue pareciéndolo) un versificador rígido y a menudo torpe”.

Otra cosa fue la lectura de López Velarde: “Me resulta difícil explicarlo. Me cuesta trabajo decir lo que encontré en él; era algo que se identificaba conmigo en alguna manera”.

“¿Y cómo sabe usted quién es un verdadero poeta?”, le pregunta en un momento dado Marco Antonio Campos.

“Cuando no sé cómo se hacen sus versos —le responde Bonifaz—. Eso me pasa con Octavio Paz, gran poeta, con Alí Chumacero, poeta esencialmente intelectual, o con Jaime Sabines, cuyos versos, aparentemente corrientones, están perfectamente calculados para conmover al lector. Yo podría hacerle ahora un poema de Pedro Salinas o de León Felipe, y con mucho trabajo, uno de Federico García Lorca, pero no uno de Paz, de Alí o de Sabines”.

***

Personalísima y honda fue la obra de Rubén Bonifaz Nuño.

“La poesía para mí ha sido el único acto libre de mi vida; lo demás ha sido trabajo pagado con el que he tratado de mantenerme”, le dijo al poeta y periodista Moisés Ramos Rodríguez en 2008, unas semanas antes de su 85 aniversario; “si defino a la poesía ya no sería libre; será como meterla en una especie de cárcel”.

Rubén Bonifaz Nuño / Foto: Rogelio Cuéllar (Colección de El Colegio Nacional)

De ella, de su poesía, los vates José Emilio Pacheco y Alí Chumacero, en la antología Poesía en movimiento, apuntaban: “La formación humanística lleva a Rubén Bonifaz Nuño hacia una poesía de síntesis en que se concilian el rigor clásico y las palabras en libertad, el oscuro y muchas veces atroz universo náhuatl y la tradición grecolatina […] El idioma dócil y tenso se ciñe con la misma precisión al canto de la cólera o la ternura, la esperanza o la melancolía, el amor o la soledad sin remedio”.

Por su parte, Sandro Cohen, en el prólogo a la antología Luz que regresa —que reúne la obra poética de Bonifaz Nuño y fue publicada por el sello madrileño Visor en 2008—, escribía: “La versificación del poeta es compleja, rica en tonalidades e insinuaciones sonoras que juegan sabia y casi imperceptiblemente con los fondos, pero el resultado es una voz inconfundible, única. Se trata de una de las obras poéticas más originales de la literatura en lengua española”.

Escribir poesía era una pulsión vital en don Rubén Bonifaz Nuño, quien, como todo gran escritor, hacía una investigación de formas, de la métrica y las figuras del lenguaje. Esa rigurosidad, ese arduo trabajo de perfeccionamiento, estuvo siempre presente en toda su obra, incluso desde su juventud. Un ejemplo de ello es lo que él mismo contaba en un texto de 2007:

“En 1945, cuando tenía veintidós años, concursé en los Juegos Florales que se organizaban año con año en abril en la ciudad de Aguascalientes, coincidiendo con la Feria de San Marcos. Ese año gané el cuarto premio; sacó el primer premio Antonio Esparza, poeta poblano, excelente versificador”.

En aquella ocasión —cuenta Bonifaz Nuño— conoció a don Gabriel Méndez Plancarte, quien era parte del jurado y le dio una gran lección de todo lo que es posible saber sobre cómo escribir un soneto: “En mi vanidad, en mi torpeza, le pregunté por qué razón le daban el primer premio a Antonio Esparza, si sólo mandó tres sonetos, y yo, que mandé diez, me otorgaban el cuarto. ‘Porque los sonetos de Esparza están bien hechos’, me contestó. Méndez Plancarte me explicó, entre otras cosas, que en los versos de los sonetos de Esparza no había asonancias internas, ni versos terminados en agudas, ni eran asonantes las rimas de tercetos y cuartetos. Tan bien aprendí la lección, que al año siguiente mandé a los Juegos Florales tres poemas, en sonetos la mayor parte. Por mis tres poemas me dieron los tres primeros premios, pero como era excesivo, el segundo y el tercer premios los agruparon en el segundo, y el tercer premio se lo dieron a Álvarez Acosta”.

En esta remembranza de su deuda con Aguascalientes, don Rubén se sinceraba: “Puedo decir abiertamente que si soy poeta se lo debo a esa ciudad”, decía entonces. “Yo estaba lleno de dudas sobre mis posibilidades literarias, y en esa ciudad se empeñaron en demostrarme que yo era buen escritor”.

Y sí: lo era; lo es. Lo decía de manera hermosa Eduardo Lizalde en aquella velada citada al inicio de este texto. Con esa voz poderosa que tenía El Tigre, señaló en un momento dado: Rubén Bonifaz Nuño “se convirtió en brújula para mi generación, y sobre todo para mí, en todo lo que tenía que ver con la concepción estética del arte poético; sólo obras maestra han salido de su mano desde que empezó a escribir. Es uno de nuestros más prodigiosos artífices, uno de los más sorprendentes, uno de los más originales, de los más potentes que conozco”.

Sin embargo, fue quizá Juan Gelman quien mejor lo expresó en aquella noche íntima:

—No conozco en lengua castellana otra poesía que interrogue de forma tan genial esa materia de oscura necedad que somos. Poesía que celebra y alumbra estos tiempos más sombríos. Poesía levantada por ráfagas de grandeza bíblica. Poesía como la de San Juan que dice lo que dice, y dice lo que calla, y así calla lo que dice. Poesía lujosa de silencios.

Testigos de esa poesía que interroga han quedado en libros como Fuego de pobres, As de oros, Albur de amor, De otro modo lo mismoDel templo de su cuerpo o Los demonios y los días, su libro más importante, según le dijo a Moisés Ramos en la entrevista ya citada: “En ese libro [Los demonios y los días] rompí muchas cosas que estaban vivas en la poesía de aquel momento, rompí un vocabulario, una manera de decir y traté de inventar un metro especial que me parece mucho más válido que los demás para decir cosas originales”.

Y, sí, lo dijo en aquel momento Jua Gelmán: “Ese gran poeta que se llama Bonifaz Nuño desorganiza el caos con loca exactitud. Sólo quien domina la lengua como él es capaz, es capaz, de extraer rostros y fulgor de cada sombra oculta en la palabra. Entro en su poesía y salgo joven, transformado”.

Al final de aquella velada entrañable, don Rubén se despidió de nosotros como un grande, como un grande de verdad: “Voy a recitar unos poemas. Los sé de memoria, quizá porque me costaron mucho trabajo”.

Dijo esto sin cambiar de postura, como si le hubieran atado a la silla, con una mirada de sabio clásico. Luego, con delicadeza y distinción, en medio de un silencio atento, se puso a declamar: “Algo se me ha quebrado esta mañana…”

***

Algo se me ha quebrado esta mañana
de andar, de cara en cara, preguntando
por el que vive dentro.

Y habla y se queja y se me tuerce
hasta la lengua del zapato,
por tener que aguantar como los hombres
tanta pobreza, tanto oscuro
camino a la vejez; tantos remiendos,
nunca invisibles, en la piel del alma.

Yo no entiendo; yo quiero solamente,
y trabajo en mi oficio.
Yo pienso: hay que vivir; dificultosa
y todo, nuestra vida es nuestra.
Pero cuánta furia melancólica
hay en algunos días. Qué cansancio.

Cómo, entonces,
pensar en platos venturosos,
en cucharas colmadas, en ratones
de lujosísimos departamentos,
si entonces recordamos que los platos
aúllan de nostalgia, boquiabiertos,
y despiertan secas las cucharas,
y desfallecen de hambre los ratones
en humildes cocinas.

Y conste que no hablo
en símbolos; hablo llanamente
de meras cosas del espíritu.

Qué insufribles, a veces, las virtudes
de la buena memoria; yo me acuerdo
hasta dormido, y aunque jure y grite
que no quiero acordarme.

De andar buscando llego.
Nadie, que sepa yo, quedó esperándome.
Hoy no conozco a nadie, y sólo escribo
y pienso en esta vida que no es bella
ni mucho menos, como dicen
los que viven dichosos. Yo no entiendo.

Escribo amargo y fácil,
y en el día resollante y monótono
de no tener cabeza sobre el traje,
ni traje que no apriete,
ni mujer en que caerse muerto.
(Rubén Bonifaz Nuño)

[Nota bene: hace unos días fue presentada la antología Rubén con nosotros, para celebrar en el centenario del natalicio del poeta. Compilada por Vicente Quirarte, el libro —editado por El Colegio Nacional, El Equilibrista y la Fundación para las Letras Mexicanas— recoge una selección de poesía y prosa de don Rubén Bonifaz Nuño.]

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