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Las catástrofes son para contarse

Noviembre, 2023

Por definición, todos entendemos más o menos qué es una catástrofe o un desastre natural. Y nadie en su sano juicio —quizá sólo los místicos— podría afirmar que cumplen ciertas funciones, que nos enseñan cosas, que son castigos o pruebas divinas, escribe Juan Soto en esta entrega de su ‘Modus Vivendi’. Independientemente de la definición que pudiésemos dar, podemos decir, sin temor a equivocarnos, que las catástrofes son ante todo para ser narradas. El huracán Otis no sólo sorprendió a los residentes de Acapulco, también a sus visitantes. A Juan Soto, entre ellos. Desde dentro de la historia, aquí reflexiona al respecto…

Por definición, todos entendemos más o menos qué es una catástrofe o un desastre natural. Y nadie en su sano juicio —quizá sólo los místicos— podría afirmar que cumplen ciertas funciones, que nos enseñan cosas, que son castigos o pruebas divinas. Sólo el pensamiento mágico (que en realidad es un discurso) podría sostener que los sobrevivientes de una catástrofe fueron protegidos por alguna divinidad suprema. Divinidad que tendría que ser demasiado perversa pues, de entrada, tendría que haber sido la que habría planificado la catástrofe para castigar a los seres humanos de quién sabe qué. No obstante, independientemente de la definición formal que pudiésemos dar de una catástrofe o de un desastre natural, podemos decir, sin temor a equivocarnos, que son para ser narradas. Son acontecimientos impredecibles que trastocan la cotidianidad y proveen de, digamos, material narrativo para las personas. Tanto para las que las viven de manera directa como para quienes las miran, simplemente, desde lejos y la comodidad de su hogar. Y en este sentido, las versiones que se construyen de ellas son muy distintas. Las narraciones que vienen desde dentro y desde fuera de la catástrofe, por obvias razones, son radicalmente distintas (no es lo mismo estar en la historia que contar algo acerca de ella como lo afirmó Paul Ricoeur, el famoso filósofo francés). Por eso se prestan, entre otras cosas, para desinformar y crear incertidumbre. Los medios de información lo saben muy bien y lo aprovechan cuanto pueden.

Jerome Bruner, ese destacado neoyorkino impulsor de la psicología cultural, nos enseñó que la psicología popular, cuyo principio de organización era narrativo y no conceptual como muchos siguen pensando hasta el momento, tenía un carácter canónico que no se limita a resumir cómo son las cosas, sino, también, cómo deberían ser. Que las narraciones tienen ciertas propiedades que no son, precisamente, inherentes a la literatura, sino a la vida misma. Pero quizás una de las cosas más importantes que dijo acerca de las narraciones es que tienden vínculos entre lo excepcional y lo corriente. Las narraciones nos ayudan a hacer que lo excepcional y lo inusual adopten una forma comprensible. Ayudan a que todas aquellas desviaciones del cauce normal de la vida cobren un significado en función de modelos o patrones relacionados con las creencias establecidas de la actualidad. Ayudan a mitigar o hacer comprensibles las consecuencias de las desviaciones respecto de los patrones canónicos. Mantienen a raya lo siniestro y el dolor, pues. Sin el rompimiento de lo canónico no hay historias ni relatos. Cualquier drama, como el que se crea a partir de las catástrofes, se centra en las desviaciones respecto al carácter canónico que tienen consecuencias morales. Las narraciones, sí, nos permiten mirar cómo es que los protagonistas de éstas interpretan las cosas y lo que significan para ellos. Para comprenderlas, para estudiarlas y reflexionarlas es importante poner atención al contenido, pero más a la forma que adoptan. Es decir, a la forma en que se cuentan, narran, relatan y describen los acontecimientos. Y que quede claro —esto se lo aprendimos a Garfinkel, el sociólogo fundador de la etnometodología— que la forma en que se cuentan las cosas es equivalente al acontecimiento mismo. No es que el acontecimiento corra por un lado y la narración por otro. La versión que se construye, le pese a quien le pese, es el acontecimiento mismo. Es en las producciones narrativas donde encontramos los significados de nuestras vivencias y experiencias. Las narraciones organizan la experiencia, fijan los marcadores de tiempo y espacio para la memoria. ¿Qué son los recuerdos si no más que versiones narrativas construidas de nuestras experiencias y vivencias? Como dijo Bruner que decía Jean Mandler: lo que no se estructura de forma narrativa se pierde en la memoria. Y si las tragedias sirven para algo, son para ser contadas.

Esto se tiene que volver a decir como se dijo después del terremoto de 2017 en la Ciudad de México, sin quitarle una coma incluso: estudiar psicología social o algo parecido no salva a nadie de la muerte en un naufragio, en medio de un huracán o un sismo. Y también debemos repetir, como se escribió en aquel momento, que: ninguna sociología del riesgo, ninguna teoría de sistemas, ninguna psicología de masas sirvió para organizar a la gente o para incentivar su participación en las calles. Ni después del terremoto, ni después del paso del huracán Otis por la ciudad de Acapulco, se miró a los psicólogos sociales en las calles poniendo en práctica lo que se supone aprendieron en las aulas (y eso que había muchos en el puerto mexicano por el motivo de un congreso).

Así, una vez más, las denominadas Ciencias Sociales quedaron rebasadas. Los políticos brillaron por su ausencia nuevamente. La falta de protocolos en materia de protección civil, pudimos verlo, fueron inexistentes. Los militares, al menos durante las primeras horas después de la catástrofe, salieron a tomarse la foto (haciendo como que estaban despejando la avenida principal de aquella ciudad). La policía, ni sus luces. La gente, esa masa anónima de la que tanto hablamos desde la psicología social y la sociología, se puso en mood de sobrevivencia. Por ello las expropiaciones que se dieron (los medios, los empresarios y todos los indignados que miraron las imágenes desde la comodidad de sus sillones les llaman saqueos y rapiña). Y eso sí, las versiones de las experiencias y las vivencias de la gente durante el paso del huracán aparecieron de forma inmediata como una manera de reconocimiento mutuo. Como un modo de celebración por seguir vivos. Desde los que se quedaron en un piso 18 de un hotel sin poder bajar hasta los que estuvieron solos y se encerraron en un baño o en un sótano. Desde los que cayeron en las escaleras de emergencia hasta los que estuvieron detrás de la barra de una cocina en un apartamento (fue evidente que no es lo mismo vivir una catástrofe solos que acompañados). Desde los que lo perdieron todo, hasta los que están en sus casas porque no eran de ahí. Desde los que fueron de vacaciones hasta los que estaban ahí por trabajo. También aparecieron los relatos de aquellos que se lamentaron por haber llegado a la ciudad antes del paso del huracán hasta los que se congratularon por no haber ido, por perder el vuelo, por no haber recibido los apoyos económicos para asistir a distintos eventos (desde los académicos hasta los empresariales). Otros se sintieron víctimas por haber asistido. Y unos y otros buscan culpables de carne y hueso porque es difícil culpar al huracán, aunque a muchos les resulte demasiado sencillo haberse sentido salvados por dios y no por sus acciones que les permitieron sobrevivir. Las narraciones no sólo serán de todos los que estuvimos en medio del ojo del huracán que, hoy sabemos, medía 25 km y tenía un diámetro de 450 km, sino también de los medios y su amarillismo acostumbrado, de los ciudadanos promedio, de los todólogos web y los opinólogos de sofá, etc. Narraciones habrá cientos de miles versionadas por sus protagonistas. Muchas más, serán construidas por quienes solamente observaron o por quienes quisieron y quieren hacer de la tragedia un botín político o tratan, como los medios de información, de orientar opiniones en contra del gobierno y las instituciones, por ejemplo. Es cierto, hubo muertos, quienes lo perdieron todo y también desaparecidos. Pero es muy distinto decir que se ha logrado encontrar a personas desaparecidas a afirmar que se ha logrado entrar en contacto con personas incomunicadas. Entre la desaparición y la incomunicación, tome nota, hay muchas diferencias.

Con el paso del tiempo, las versiones de la catástrofe quedarán empaquetadas como anécdotas. Se contarán tantas veces que podrán relatarse como si fuesen una novela o un cuento. Tendrán, eso sí, sus pasajes épicos donde los protagonistas se construirán como héroes. Todos tendrán algún relato de cómo ayudaron a alguien, de cómo curaron a otro más y de cómo se pusieron el atuendo ridículo y colorido de un superhéroe. También escucharemos versiones dramáticas en forma de tragedia y comedia. Las dramáticas podrán hacer llorar de nuevo a sus relatores o a sus interlocutores (estos relatos son los que buscan los medios, particularmente los de la televisión). Sus pasajes cómicos podrán hacernos reír a pesar del peligro de muerte que pudo representar tal desastre natural. No faltará el investigador aprovechado que quiera obtener tantos relatos como le sea posible para después hacer un análisis de contenido asistido con algún software de computación cualitativa. Todos los sobrevivientes de aquella catástrofe nos hemos convertido en carne de cañón relatora para medios e investigadores. Para conocidos y desconocidos. Para familiares y seres queridos. Pero no, los sobrevivientes no somos héroes, somos simples seres que tenemos algo qué contar acerca de la catástrofe en modo literario y punto.

Lo que sí se puede decir de las catástrofes, como la que provocó el huracán Otis, es que los lazos de solidaridad se afianzaron más en algunos casos. Se puede decir que la cooperación y la solidaridad refuerza los lazos que ya existían. Que las catástrofes pueden fijar las bases de relaciones fraternales, pero también puede provocar el efecto contrario. Es cierto, hubo quienes se quedaron en chanclas en sus habitaciones de un hotel, por ejemplo. Sin hacer nada y esperando cualquier oportunidad para salir corriendo del lugar del desastre; sin mostrar ningún signo de cooperación, ni de solidaridad porque las catástrofes, a pesar de que parezca un cliché, sí saca lo mejor y lo peor de nosotros. No obstante, la vivencia en colectivo de una catástrofe permite vernos de otro modo porque nos posibilita narrarnos de otra manera. El intercambio de anécdotas acerca de la catástrofe será una forma de interacción verbal que seguramente nos marcará para el resto de nuestros días. Las preguntas acerca del ¿dónde estabas?, ¿con quién estabas?, ¿qué estabas haciendo?, ¿dónde te refugiaste?, ¿ya lograste comunicarte con tus familiares?, ¿perdiste cosas?, etc., servirán como marcadores narrativos para desempaquetar las anécdotas ya convertidas en recuerdos (líricos, épicos y dramáticos, estos últimos en su forma cómica y trágica). A algunos veinteañeros se les escuchaba decir que ya iban a tener algo qué contarle a sus hijos, amigos o nietos hasta que la anécdota se quemara (es decir, se desgastara). Y sí, en algún momento estas narraciones que son novedad dejarán de serlo. Se enterrarán en el olvido. Como las del terremoto de 1985 o de 2017, o como las de la pandemia, la provocada por la influenza H1N1 o el SARS-CoV-2.

Y una vez dicho todo lo anterior, sirva este pequeño texto como un homenaje a quienes se quedaron en el piso 19 de un hotel y se encerraron en un baño esperando que el edificio no colapsara con el vaivén de éste. A quienes se quedaron en un autobús en la carretera con los cristales rotos y luego tuvieron que recorrer la ciudad a oscuras esperando ver caras conocidas. A los que la pasaron solos y acompañados. A los que expropiaron y a los que no. A los que tendieron la mano a conocidos y desconocidos. A cada estudiante que valientemente colaboró y se solidarizó con sus compañeros y compañeras e, incluso, con los desconocidos. A cada grupo de académicos que hizo lo mismo. Y que sirva también de pretexto para aclarar a cada investigador que sigue sosteniendo rabiosamente que la psicología social salva vidas, que no es así. Ojalá estos trasnochados de la psicología y de la psicología social hubiesen estado ahí para testificar que sus decires y sus rancias ideas basadas en el comportamiento de las ratas y los chimpancés no sirven para nada. Mucho menos esos discursos mediocres basados en experimentos o en la aplicación de cuestionarios. Incluso el sentido común tiene cosas más poderosas qué decir que las versiones positivistas de la psicología y de la psicología social: no nos tocaba. Pero no nos tocaba por lo que hicimos para sobrevivir. Que este texto sirva también como un mensaje de solidaridad para la comunidad académica y universitaria de aquella ciudad, así como para su población en general. Y, obviamente, como recordatorio de que hubo personas que perdieron la vida.

A pesar de lo que digan, las catástrofes no enseñan nada, son para contarse…

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