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La escritura es esencialmente política: Mónica Ojeda

La narradora ecuatoriana, afincada en España, reflexiona sobre qué supone hoy escribir desde y sobre el Cono Sur

Septiembre, 2023

Nació en Guayaquil (Ecuador) en 1988, pero radica desde hace un tiempo en España. Licenciada en Comunicación Social con mención en Literatura, Máster en Creación Literaria y en Teoría y Crítica de la Cultura, Mónica Ojeda es considerada como una de las escritoras más relevantes de la literatura latinoamericana actual. Y no es para menos: en su obra, que algunos llaman «nuevo gótico latinoamericano», explora a través del terror temáticas como la violencia de género, el aborto, la sexualidad y la religión, en un estilo que definió como «gótico andino». La narradora ecuatoriana ha publicado tres novelas La desfiguración Silva (2014), Nefando (2016) y Mandíbula (2018), dos libros de poesía El ciclo de las piedras (2015) e Historia de la leche (2019) y una colección de cuentos Las voladoras (2020). En esta entrevista con el periodista Alejandro Luque, Mónica reflexiona sobre qué supone hoy escribir desde y sobre el Cono Sur.

Ecuatoriana de Guayaquil, afincada ahora en España, Mónica Ojeda (1988) pertenece a una brillante generación de creadoras latinoamericanas. Autora de novelas como Nefando y Mandíbula, relatos como Las voladoras y poemarios como Historia de la leche, reflexiona sobre qué supone hoy escribir desde y sobre el Cono Sur.

—Los escritores iberoamericanos de hoy, ¿sienten, como antaño, la pertenencia a una comunidad continental, o la globalización ha diluido también esa identidad?

—Para mí es complicado hablar de escritores iberoamericanos así, en grande. Creo que somos muy diversos y cada quien tiene una postura diferente sobre este tema tan complejo. Desde mi perspectiva, sería un error hablar de ello en general. Sí puedo decir que los escritores y escritoras que conozco, y de los que me siento más cercana, sí que piensan en una comunidad geográfica, en el sentido de ubicarse en el Sur global. Entender qué significa venir del Sur, con una historicidad específica, con tradiciones específicas. Eso permite un conocimiento situado, saber de dónde viene la escritura.

—El compromiso político, ¿sigue estando presente entre ustedes? ¿Ha tomado quizá formas diferentes a la militancia tradicional?

—Está muy presente. Conozco escritores que están militando directamente, o trabajando a través de su literatura temas que tienen que ver con las injusticias sociales, los homicidios, la violencia… La escritura es esencialmente política, implica, como dije antes, un pensamiento situado, todas estas cosas se van dando de manera natural y orgánica. Quienes dicen que su escritura no es política, carecen de esa mirada aguda para ver que sí lo es. Ser negacionista también es una postura política. En cuanto a las escritoras latinoamericanas, pienso en Gabriela Wiener, que también es activista, o en Cristina Rivera Garza, cuyo trabajo gira en torno a la violencia contra las mujeres y los asesinados de México, o Mariana Enríquez, con la violencia de las ciudades y la violencia histórica argentina… Puedo nombrar a un montón de autoras así. La palabra siempre está atravesada por una puesta en crisis de la identidad, del lugar de donde uno viene, y eso te obliga a preguntarte cosas.

Mónica Ojeda retratada por Lizbeth Salas.

—Tradicionalmente, a la gente de la cultura latinoamericana se la ha llamado intelectualidad. ¿Aceptaría usted ser definida como intelectual?

—Sí, me considero una intelectual y una pensadora, porque creo que la palabra intelectual debe bajarse del pedestal en el que tradicionalmente se ha puesto. No debería haber una limitación del formato para pensar, los artistas piensan en formatos diversos y son muy interesantes y fascinantes. Un intelectual es hoy también, en ese sentido, un artista urbano, los músicos, los dramaturgos y las dramaturgas.

—Una característica de la nueva generación de creadores es el protagonismo absoluto de las mujeres. Han pasado de ser minoría a ser autoras de las propuestas más interesantes del momento. ¿Cómo ha sido esa evolución?

—Es un cambio social, que tiene que ver con el tiempo histórico, con los avances de las feministas que vienen de mucho tiempo atrás, y vienen cambiando nuestras sociedades hasta un punto en que los lectores ya no se acercan a los libros de autoras con desdén o resquemor, sino con el mismo interés que a los libros de los hombres. No es un cambio en la calidad de la escritura, sino en la recepción. Las mujeres escriben hoy como lo hacían hace 100 años.

—Como ecuatoriana que vive en Europa, ¿diría que la situación de una escritora que viva en América Latina es sensiblemente diferente a la que disfruta usted?

—Depende del lugar, porque Latinoamérica es un espacio muy grande… Creo que hay autoras que están disfrutando de espacios positivos para su escritura, los medios las alcanzan y les dan protagonismo. Además, están en los medios que más les interesan, donde se sienten cómodas estando y escribiendo. No creo que sea necesario vivir en España para tener las mejores condiciones. De hecho, creo que España es un lugar complicado para las mujeres latinoamericanas. Las políticas migratorias españolas son bastante hostiles, e incluso en mi caso, donde migrar fue bastante más fácil que para otras personas, también fue un proceso difícil, yo diría que traumático. En cambio, escritoras como Piedad Bonnet o Cristina Rivera Garza o Fernanda Melchor siguen viviendo en países latinoamericanos.

—La violencia atraviesa toda la cultura latinoamericana. ¿Cómo la asumen hoy?

—Creo que fue Roberto Bolaño quien dijo en uno de sus cuentos que, de la violencia, los latinoamericanos no podemos escapar. Él hablaba sobre todo de la época de las dictaduras del Cono Sur, pero se puede extender a todo nuestro tiempo actual. Latinoamérica es un continente muy desigual, y precisamente la primera violencia es esa, la desigualdad, la impunidad, tan arraigada en la historia colonial de nuestros países, y en la neocolonial actual. Todavía persisten sistemas que determinados grupos sociales accedan a la justicia y a la educación, a la salud, a una vida digna. Es imposible que todo eso no se cuele en la escritura. La única manera de hacerlo sería que la escritura fuera completamente evasionista, o que sea una persona inconsciente de su entorno, pero normalmente los escritores y las escritoras somos personas con los ojos bien abiertos a lo que nos rodea. Somos pensadores, somos sensibles a los cambios sociales, a las cosas que están sucediendo. La única forma de detener la rueda de la violencia es el pensamiento, éste hace todo lo opuesto a la violencia. La violencia es tan inmediata, tan abrupta, tan avasalladora, que lo primero que hace es no dejarte pensar. Te arrebata el tiempo, mientras que la escritura te lo ensancha.

—Ecuador, su país, registra 22 homicidios por cada 100.000 habitantes, una cifra mayor a la de países tradicionalmente violentos como México y Brasil, y muy cercana a la de Colombia. ¿Qué ha sucedido?

—Ecuador ahora mismo es un narcoestado. Esto se viene formando desde décadas atrás, se remonta a los años ochenta, con el gobierno de Félix Cordero, pero se daba de manera muy paulatina, muy por debajo de la mesa, y en los últimos años ese caldo de cultivo que se venía gestando ha estallado. Ecuador no es un productor de droga, pero se encuentra entre dos de los mayores productores, y esto hace que sea un lugar de tránsito, un puerto, un punto estratégico. Desde hace tiempo viene dándose un sistema enlazado con bandas criminales que funcionan incluso en el interior de las penitenciarías. Es un asunto complejo, que conozco solo por los maravillosos trabajos periodísticos que están realizando periodistas que están rifando su vida. Pero si hemos llegado hasta aquí ha sido por el poder, que ha pactado directamente con los criminales, o al menos hecho vista ciega para no buscarse problemas.

—Lo indígena, ¿ha perdido terreno como asunto en la creación literaria y artística?

—Creo que no, pero además no creo que sea un tema. Hay escritores y escritoras indígenas que están produciendo literatura en sus lenguas específicas, como el quechua en Ecuador. De hecho, creo que trabajar lo indígena en literatura tiene que venir de una conciencia de que no se trata de un tema, sino de historia, de cuerpos, de vida. Es algo que está vivo, ardiendo, y todo lo que tiene que ver con la tierra, la historia, lo tradicional, lo que ha estado históricamente negado, está teniendo cada vez más espacio en la literatura, tanto de autores indígenas como de autores cholos o mestizos, como la boliviana Liliana Colanzi o yo misma. Trabajo con esa imaginería, con símbolos, con un espacio andino, y lo hago desde mi cholidad. Creo que la idea de lo indígena como algo esquinado tiene más que ver con la perspectiva desde la que se mira que con la realidad.

[Texto publicado originalmente en La Marea; es reproducida bajo la licencia Creative Commons — CC BY-SA 3.0]

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