Clictivismo para zoquetes
Julio, 2023
Los clictivistas son uno de los mejores ejemplos del neosedentarismo y la desmovilización política, afirma Juan Soto en su colaboración más reciente para Salida de Emergencia. Porque sin tener que mover más que un dedo, estos peculiares personajes son capaces de pasarse los días, las semanas, los meses y los años firmando peticiones en plataformas como las del corporativo estadounidense Change.org suponiendo que han contribuido al cambio social. Pero firmar peticiones a discreción (y sólo eso) no convierte a nadie en un activista. Es tan fácil crear peticiones en la mencionada plataforma que hasta se podría habilitar una para que este artículo desapareciera de esta revista.
Hoy día casi a cualquier destello de la efervescencia colectiva se le termina por llamar “movimiento”. Así, a secas. Sin el apellido de social. Situación que ya lleva, por descontado, un tufo a podredumbre.
A todos aquellos que no se hayan acercado a la psicología social, a la sociología o a la ciencia política podría, digamos, permitírseles dicha imprecisión. No así a quienes, habiendo tenido contacto íntimo con alguno de los campos de conocimiento mencionados, confundan —flagrantemente— movimientos sociales con, por ejemplo, fenómenos de masas.
No, no es posible confundir un movimiento obrero con una moda (y está por demás decir “pasajera”). No es lo mismo montarse una pashmina en el cuello para recibir alabanzas exageradas e interesadas o rechazar consistentemente el uso de productos de origen animal, que tirar bombas molotov como forma de protesta por la desigualdad económica y luego ser perseguido y torturado por la policía. Hay mucha diferencia. Pero, frente a la insipiencia provocada, bien por la falta de lectura y debate teórico, bien por el uso desmedido de neologismos débiles, panfletos y clichés que inundan los discursos actuales, casi a cualquier forma de comportamiento colectivo (sin importar que no tome por asalto los espacios públicos) se le denomina, por puro desconocimiento, movimiento social.
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Es cierto, en ocasiones es difícil distinguirlos y establecer parámetros para diferenciarlos. Hacerlo sigue suscitando debates serios y, a veces, grotescas discusiones. Distintas teorías han tratado de comprender y explicar lo que los origina, lo que los mantiene vivos y sus consecuencias en la sociedad. Aquí no se va a explicar en qué consiste la teoría del comportamiento colectivo, la de la privación, la de la sociedad de masas, la de la movilización de recursos, la del proceso político, la de la tensión o la perspectiva de encuadre. Eso lo puede hacer usted por su cuenta. Lo cierto es que, con el paso del tiempo, afortunadamente, se pudo reconocer que los movimientos sociales no eran el resultado del descontento de los inadaptados o los desviados (tómese en cuenta que, para desacreditar la legitimidad de los movimientos sociales, de la acción colectiva y de la protesta se sigue echando mano de los discursos psicológicos con la finalidad de criminalizar a sus protagonistas). Después de todo, la psicología (a secas), sobre todo la de consultorio, se ha convertido en una “ciencia moral”.
William Davies, escritor y sociólogo británico, ha atinado a decir que la psicología es muchas veces el medio que las sociedades utilizan para no tener que mirarse al espejo. Y que la incesante fascinación actual por las cantidades de sentimiento subjetivo sólo distrae nuestra atención crítica de los problemas políticos y económicos de carácter más amplio. En sociedades como la nuestra, como bien lo apuntó Umberto Eco, donde la distinción tradicional entre la derecha y la izquierda —políticas— se ha perdido, la ciencia deviene una cuestión de laicos santurrones. Y a los psicólogos —que les encanta andar haciendo de policía moral— les acomoda bien esta etiqueta.
En el afán por clasificar los movimientos sociales se les ha querido definir a partir de su alcance, de los objetivos y del tipo de cambio que persiguen, de los métodos que utilizan, etc. Hoy día, incluso, se han establecido criterios para identificar los “nuevos movimientos sociales” enfatizando sobre sus formas de organización, las reivindicaciones que los motivan y los valores que enarbolan, sus formas de operación e, incluso, sobre su autonomía política. En síntesis, la discusión sobre los movimientos sociales es tan vasta que, para confundirlos con un fenómeno de masas, se necesitaría estar extremadamente desinformado.
Es indudable que los movimientos sociales son catalizadores o agentes del cambio social. Es innegable que, como lo dijo el sociólogo español Manuel Castells, la indignación, la injusticia y los abusos cotidianos son, entre otros, el combustible del que se alimentan. Y sí, como también lo ha detallado, tienen una característica común en términos de sus formas de acción y de movilización: la ocupación del espacio público. Sin embargo, a partir de la incorporación de Internet y otras tecnologías a la vida diaria, las formas de acción colectiva cambiaron radicalmente (en el caso del movimiento zapatista en México fue clarísimo). La denominada Primavera Árabe, los cambios en las políticas educativas en Chile, lo que ocurrió con la vivienda en países como España e Israel, etc., no podrían pensarse hoy sin los medios sociales (social media). Y para evitar refunfuños anticipados, se debe insistir que los movimientos sociales contemporáneos no son, propiamente, creaciones de Internet. No tienen su origen ahí, ni en los medios sociales.
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En un texto ordenado y aclaratorio, las profesoras Lucía Benítez Eyzaguirre y Salma El Azrak, de la Universidad de Cádiz, analizaron el papel del videoactivismo en la Primavera Árabe. Y las conclusiones a las que llegaron sobre el estudio de las prácticas comunicativas de las mujeres en la producción audiovisual y la utilización de los teléfonos móviles, resultan una excelente guía para pensar en el papel que los medios sociales juegan en las movilizaciones. Como redes de intercambio. Como canales de difusión y de organización ejerciendo el derecho a la información y a la comunicación. Como herramientas para la difusión y elaboración de los discursos políticos cuyos efectos se traducen en la movilización social a nivel local y en la ocupación de los espacios públicos urbanos.
Pero también como estrategias de difusión de los acontecimientos locales a nivel global. Como formas para incentivar el activismo local y global y generar espacios de debate y conversación. Como medios de comunicación de los procesos de movilización social local a manera de seguimiento y con independencia de los monopolios informativos. Como estrategias de fomento de la crítica social y política. Como formas de vigilancia de los abusos y la violencia policíaca. Como instrumentos de transformación en la percepción social de las protestas, sobre todo por situar los procesos comunicativos en clave ciudadana e igualitaria y exaltar el valor testimonial de los acontecimientos, etc.
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Negar el relevante y significativo papel que tienen los medios sociales en los movimientos contemporáneos sería un error garrafal. Pensar, problematizar y discutir acerca de los movimientos de hoy sin tomar en cuenta lo que pasa en los medios sociales significaría no haber comprendido no sólo lo que se ha dicho aquí, sino lo que ha ocurrido con la acción colectiva a partir de la penetración de Internet y otras tecnologías en la vida diaria. Pensar que firmar a discreción peticiones en Change.org convierte a cualquiera en un activista o en alguien que contribuye al cambio social es no más que un disparate propio de la desinformación. Cualquiera que se haya instruido un poco sabe que Change.org subsiste —entre otras cosas— por la venta de publicidad en su plataforma y el crowdfunding.
Y en un tiempo en donde firmar peticiones indiscriminadamente se promueve desde la plataforma mundial para el cambio como un modo de acción, es fácil confundirse y pensar que suscribiendo un documento tras otro la transformación social llegará: hoy uno de salud, mañana uno de animales y pasado mañana otro de justicia económica o de refugiados. De clictivistas que se la pasan firmando peticiones de Change.org desde sus dispositivos móviles y desde la comodidad de su hogar, no sólo están llenos los medios sociales, sino las universidades también. Más que efectividad, firmar este tipo de peticiones parece tener eficacia simbólica entre quienes, postrados en sus sillones, comparten —casi a diario— uno de estos documentos entre sus contactos de las plataformas publicitarias y sistemas de mensajería instantánea sin que nadie se los solicite.
Es tan fácil crear peticiones en la mencionada plataforma que se podría habilitar una para que este artículo desapareciera de esta revista (y la podrían echar a andar todos los clictivistas que se sientan aludidos). Sí, pensar que únicamente firmando peticiones a discreción en Change.org el cambio o la transformación sociales llegarán, es más que absurdo. Pasar los días, las semanas, los meses y los años firmando peticiones suponiendo que se ha contribuido al cambio social es no haber entendido nada de las teorías sobre los movimientos sociales, sus conceptos centrales y las ideas que ellas albergan en torno a la transformación, la reivindicación y la protesta sólo por mencionar algo de lo más elemental. Firmar peticiones a discreción (y sólo eso) no convierte a nadie en un activista. Muy por el contrario, lo convierte en un zoquete. En uno de los mejores ejemplos del neosedentarismo y la desmovilización política.
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Epílogo. La próxima vez que le pidan que firme una petición de Change.org piénsela dos veces, evalúe quién se la envía y valore si no es mejor cambiar los clics sociales por las molotov y la ocupación de los espacios públicos. Y si piensa que esta última idea es una invitación a la violencia estaremos —sin duda— de nueva cuenta en problemas.