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‘In memoriam’: Carlos Saura (1932-2023)

A los 91 años se va uno de los más grandes directores españoles, y uno de los más importantes, más activos y más longevos cineastas europeos.

Febrero, 2023

Autor de grandes obras cinematográficas como Cría Cuervos, La prima Angélica o La caza, el viernes 10 de febrero, a la edad de 91 años, ha fallecido Carlos Saura. Escritor, fotógrafo, pintor, director de escena y, sobre todo, prolífico cineasta, con su partida se va uno de los más grandes directores españoles; también, uno de los más importantes, más activos y más longevos cineastas europeos. El periodista Javier Zurro aquí lo recuerda…

El director de cine Carlos Saura, autor de obras maestras como Cría Cuervos, La prima Angélica o La caza, ha fallecido a los 91 años. Saura, uno de los directores más importantes e influyentes de la cinematografía española, experimentaba problemas de salud desde el pasado año. Ya en la pasada edición del Festival de Cine de San Sebastián, donde presentaba su último documental dedicado al arte y la pintura, tuvo que cancelar su asistencia por una caída que le dejó bastante afectado. Desde entonces no había realizado apariciones físicas, y había cancelado cualquier acto programado. Este sábado 11 de febrero, Saura debía recoger el Goya de honor, que finalmente se le entregará de forma póstuma a uno de los mejores directores que ha habido en el cine español.

Saura representó la modernidad en un país gris. Su cine era pura revolución en una España sumida en el franquismo y la censura. Desde obras como La caza (1966), Peppermint Frappé (1967) o Ana y los lobos (1973), radiografió al franquismo y a una burguesía aspiracional que habría comprado los dogmas de la dictadura. Obras que burlaron la censura, con la que tuvo más de un encontronazo, y que eran absolutas cuchilladas a los valores impugnados por Franco. Un cine que era absolutamente radical en lo estético y en lo temático, llegando a realizar hasta una película que era todo un bofetón a la Guerra Civil —quizá la mejor realizada en España— en La prima Angélica (1974). En su cine fue clave Geraldine Chaplin, actriz que protagonizó sus obras más vanguardistas y con la que tuvo una relación sentimental de quien nació su hijo Shane. Saura tendría otros tres hijos con Mercedes Pérez y una última hija con la actriz Eulalia Ramón, Anna Saura, productora de sus últimos trabajos y su mano derecha y apoyo en los últimos años.

Su cine se convirtió en especialista en burlar las tijeras censoras, esas que sí cortaron la aparición de Buñuel como verdugo ajusticiando a unos presos mediante garrote vil en Llanto por un bandido (1964). Junto a Elías Querejeta, figura fundamental en su carrera y con quien produce sus mejores obras desde La caza en adelante, consiguen estrenar filmes tal cual los concebían. Lo hacían presentando el internegativo en vez del negativo original a la censura, o incluso presentando un guión ampliado con escenas que sabían que recortarían por su carácter provocador a fin de que no repararan en las esenciales de la historia originalmente concebida.

Ambos se aprovecharon de las ansias de vender la dictadura fuera de España, y es así como el cine de Saura viajó por los grandes festivales internacionales, donde su nombre hizo ruido desde el primer momento y donde le colocaron la etiqueta de autor, una etiqueta que a él le encantaba y que aquí se empeñaban en no utilizar. La prensa afín al franquismo nunca le consideró un gran director, y fueron las críticas de otros países, especialmente las de Francia, las que le auparon a la categoría de autor sin ningún tipo de discusión. Un autor que directores como Bong Joon-ho, Julia Ducournau o Tarantino mencionan cuando hablan de sus maestros.

“Hasta Spielberg lo dijo en algún momento”, recordaba Saura en una entrevista donde confesaba que le encantaba la palabra “autor”. “Todo el mundo estaba en contra de mí porque yo me consideraba un autor, todo el mundo decía: ‘este imbécil que se considera un autor’, así que fíjate cómo cambia todo. Decían que eso era una cosa muy elitista, que había que hacer un cine popular para todo el mundo y yo creo que no hay una contradicción entre las dos cosas”, decía entonces.

Carlos Saura en una imagen de 2018. / Foto: Carlos Delgado (Wikimedia Commons).

El reconocimiento a Saura llegó tarde. Su humildad, su forma llana de hablar, su exceso de alardes hizo que también tras el franquismo una generación tardara en reconocerle. Han sido los directores de una generación posterior como Juan Antonio Bayona, Paco Plaza, Carla Simón o Carlos Vermut los que realizaron una tarea en que se reconociera su trabajo como el del maestro que siempre fue. Un maestro humilde que costó que le reconocieran en su país. “Siento que me respetan mucho más ahora. Hay un reconocimiento mucho más grande, no sé cuál es el motivo”, solía comentar Saura.

Un año después de la muerte de Franco dirigiría la que muchos consideran su mejor película, Cría cuervos, un filme presentado en Cannes, algo que fue fundamental para Saura, que reconocería después que de no ser por el certamen su carrera podría haber terminado en ese momento: “Si no fuera por el premio en Cannes y la locura que se montó… Aquí hubo un crítico muy conocido que la destrozó. En Berlín fue La caza y dijeron que era mi mejor película, que yo no lo creo, pero al salir de la premiere un crítico español me dijo: ‘vaya mierda que has hecho’”.

Saura fue el director español que más galardones ha ganado. Dos Osos de Plata al Mejor director por La caza (1966) y Peppermint Frappé (1967); un premio BAFTA por Carmen (1983); Premio del Jurado en Cannes por La prima Angélica (1974) y un Gran Premio del jurado, por Cría cuervos en un certamen en el que compitió hasta en ocho ocasiones y cuyo nombre es uno de los elegidos que en la última edición, la 75, adornaban las cortinillas que se veían antes de cada proyección. Solo tres españoles estaban: Buñuel, Saura y Almodóvar, los tres autores más importantes de la historia del cine español.

Niño de la guerra

La vida de Carlos Saura y su cine están marcados, como la historia de España, por la Guerra Civil. Saura se definía a sí mismo como un niño de la guerra. El golpe de estado llegó cuando él tenía cuatro años, y su familia dejó Huesca y se refugió en las zonas republicanas de Madrid, Barcelona y Valencia. Una experiencia traumática que siempre recordaba y que siempre mentaba. En los últimos años, con el auge de la extrema derecha, usaba su propio ejemplo para alertar de lo que se volvía a escuchar.

Sus vivencias quedaron plasmadas en uno de sus últimos trabajos, el emocionante corto Rosa, Rosae, un trabajo animado con sus propios dibujos y con la canción de Labordeta que hablaba de la infancia que tuvo que vivir el conflicto y vivir con sus heridas. También la Guerra Civil era el escenario de su mayor éxito de público, Ay, Carmela, la adaptación de la obra de José Sanchís Sinisterra con guión de Azcona por la que ganó el Goya a la Mejor película y al Mejor director.

La guerra estaba también en esa original y brillante aproximación que era La prima Angélica, pero las heridas estaban en La caza, con esos señores buscando conejos en un paraje que esconde los muertos republicanos que no tuvieron sepultura.

Tras la guerra, Saura se trasladó a Madrid, en 1941, donde estudió bachillerato y donde comenzó a trabajar como fotógrafo y a estudiar en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC), donde comenzó en 1952 y se diplomó cinco años después gracias a la práctica Tarde de domingo. También trabajó allí como profesor de prácticas escénicas. Su debut llegaría en 1957 con Los golfos (1957), un filme sobre la juventud en los márgenes con el que participó en el Festival de Cannes y ya provocó la ira de la censura.

La música, su otra obsesión

Existe otra gran área temática que agrupa buena parte de la filmografía de Carlos Saura, especialmente la de las últimas décadas. Son sus películas dedicadas a la música tradicional no sólo española, sino de otros países como Portugal, Argentina o México. Se negaba a decir que sus filmes fueran sobre el ‘folclore’ porque detestaba esa palabra. “Mis obras mantienen las formas antiguas, las vestimentas, los detalles… Pero a mí lo que me gusta es actualizarlo”, explicaba sobre su estilo. Consiguió imágenes hipnóticas retratando el flamenco, los fados, el tango… todo gracias a la fotografía de Vittorio Storaro, otro de sus grandes colaboradores y uno de los mejores directores de fotografía de la historia del cine.

Una relación que comenzó de forma tímida con el ballet en su particular versión de Bodas de sangre (1981), y que se consumó en Carmen (1983), adaptación flamenco del clásico de Merimée que marcó las líneas estilísticas de su cine musical. Una película visualmente arrebatadora, con unos travellings siguiendo a los zapatos de las bailarines que siguen siendo un prodigio de puesta en escena y por la que ganó el Bafta a la Mejor película extranjera. Tras ellas vendrían El amor brujo (1986), Sevillanas (1992) y Flamenco (1995).

Tres años después le reclamarían para retratar de la misma forma las danzas y músicas de otros países. Argentina fue el primer país, y su Tango fue tal éxito que se convirtió en el filme elegido por ellos para representarles en los Oscar e incluso llegó a estar entre las cinco finalistas. Sería la tercera en su haber, tras las logradas por Mamá cumple cien años y Carmen. Luego de Tango llegarían Fados, Zonda, y El rey de todo el mundo.

Mucho más que un director

Carlos Saura fue un director que siempre abrazó la técnica. Nunca sintió añoranza por la película cinematográfica, y se dejaba seducir por cada innovación. Siempre pegado a su cámara de fotos, que cambió de analógica a digital sin trauma y con alborozo. “Yo soy muy pro-avance de la técnica. La gente se olvida que el cine es un invento científico, sin conocimientos científicos no hubiera existido el cine, ni la fotografía, dependemos de eso y hay que aceptarlo. Al que pinta y al que escribe les vale con un lápiz y un papel, pero nosotros necesitamos un soporte técnico y ahora es una maravilla, es un sueño”, dijo en la edición de Seminci donde presentaba Zonda, folclore argentino en 2015.

La fotografía fue su otra pasión, pero no la única. Saura no podía quedarse quieto. Su inquietud artística se manifestó en películas y fotografías, pero también en cuadros, esculturas y novelas que han sido traducidos a varias lenguas. Incluso dirigió en seis ocasiones ópera y varias obras de teatro. En los últimos años su obsesión fueron los ‘Fotosaurios’, una intervención artística en la que regresaba a sus propias fotografías para alterarlas con pintura.

El proyecto inacabado

Hiperactivo, Saura siempre tenía un proyecto en mente En cada entrevista contaba nuevas ideas. Quería rodar con Rosalía, a la que admiraba, pero siempre hubo un proyecto que estuvo en su cabeza y que nunca pudo terminar. Su película sobre Picasso, que acabó con la etiqueta de proyecto maldito. Se intentó levantar en muchas ocasiones. El director ya había dirigido una película sobre un pintor, Goya en Burdeos, pero aquí se pensaba centrar en los 33 días (de hecho, ese era el título de la película, 33 días) que el artista tardó en pintar el Guernica. Era un filme que hablaría, al final, sobre España, sobre la Guerra Civil, e incluso en alguna ocasión desveló que el filme tendría viajes fantásticos en los que el propio Picasso entraba en su propia obra.

Para dar vida al pintor siempre existió un nombre, Antonio Banderas, que durante años estuvo vinculado al proyecto y que incluso durante un tiempo tuvo a Gwyneth Paltrow como protagonista. Uno de los golpes más duros para Saura fue ver que Banderas interpretaba a Picasso en una serie de televisión, pero, aún así, él seguía empeñado en realizarlo aunque fuera sin el actor malagueño. En el último festival de Málaga contaba que seguía ahí, aunque había girado y ahora se centraba “más en la relación de Picasso con Dora Maar, quien fotografió cómo pintaba el cuadro”. Allí, Saura dejó una frase que sonaba a despedida. Con serenidad, sin un sólo titubeo, decía a la prensa que no temía a la muerte, y que cada día que amanecía y abría los ojos daba las gracias. Una frase que desprendía el espíritu de Saura, esa humildad de un artista fundamental sin el que es imposible entender la historia reciente de España. 

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Fotograma de Las paredes hablan, película de Carlos Saura.

Nunca he hecho cine para agradar a nadie ni recibir reconocimiento: Carlos Saura

[A principios del mes de febrero, el director estrenó en España la que sería su última película, Las paredes hablan, un documental que reflexiona sobre el arte, una de sus obsesiones. En días previos, conversó con el periodista Javier Zurro.]

Cuando Carlos Saura comenzó a filmar, España seguía en blanco y negro. Era 1960, y tras unos cortos y estudiar en la escuela de cine, debutaba con una película del llamado cine quinqui —antes de que el término se acuñara—, Los golfos. Saura miraba, con su primera obra, a los débiles, a los abandonados, y lo hacía desde el Festival de Cannes, un certamen en donde muy pronto se rindieron a sus historias y su forma de contar. Sus fricciones con la censura comenzaron desde antes de empezar como director, y se mantuvieron todos los años en los que el franquismo siguió cercenando la libertad de expresión.

Sin embargo, fue su cine el que comenzó a traer color y modernidad a aquella España gris y dictatorial. Con un ingenio prodigioso, Saura se las apañaba para burlar la censura y realizar ataques frontales a la burguesía franquista. Y no sólo eso: con su curiosidad intacta —esa misma que tenía cuando con la que se colgó del telón del Palais de Cannes para protestar por el mayo del 68—, Saura seguía encontrando la forma de hablar de temas que le obsesionaban, como en Las paredes hablan, el documental que estrenó a principios del mes de febrero y en el que reflexiona sobre la historia del arte, desde las pinturas rupestres hasta los grafitis. Por cierto: Saura recogería este año el Goya de Honor a toda su carrera, a la altura de los grandes maestros (Buñuel, Berlanga y Almodóvar), aunque no siempre igual de reconocida.

—En su cine la pintura, el arte o la música siempre han estado muy presentes, y de repente rueda un documental que une las pinturas rupestres con los grafitis.

—El arte siempre me ha fascinado, y ha sido algo que he tenido muy cerca gracias a mi hermano Antonio. Este fue un proyecto que me llegó a través de José Morillas, el coguionista, y de María del Puy Alvarado, la productora, y desde el principio me pareció muy interesante, aunque la evolución hacia los grafitis no estuvo en la idea inicial y ha sido algo que hemos ido descubriendo poco a poco.

—¿Qué tienen los grafitis de aquellas pinturas rupestres?

—Pues tienen la esencia del ser humano, tienen la pulsión artística, el deseo de crear del hombre, el plasmar “yo estuve aquí” como bien cuenta Suso33 en el documental. Al final, por mucho que pasen los siglos el arte es una forma de expresión inherente del ser humano.

—Reivindica algo como el grafiti que, normalmente, está denostado, ¿por qué cree que ocurre?

—Porque no se sabe apreciar, porque a veces se etiqueta como vandalismo pero, como se ve en el documental, no es más que una forma de expresión del ser humano, una forma de expresión que forma parte de nosotros y que nos acompaña desde que tenemos conciencia y empezamos a crear.

—Sus primeras películas también tenían esa modernidad, eran un soplo de aire fresco; ¿siente que en España no fueron bien recibidas por ese motivo?

—Eran otros tiempos, otra situación social y cultural, no olvidemos la Guerra Civil, la posguerra y el franquismo, que fueron terribles. A mi generación nos costó mucho salir adelante en una España gris, en una España en la que casi todo estaba prohibido. En nuestro grupo la mayoría éramos de la escuela de cine, queríamos otra cosa, teníamos otras inquietudes, otras formas de ver la vida, y eso es lo que siempre he contado en mis películas. Es verdad que las primeras películas tuvieron una mayor repercusión fuera de España, sobre todo en Francia, y seguramente gracias a eso y a los festivales pude seguir haciendo cine.

—¿Qué tan importantes fueron festivales como Berlín o Cannes para usted y para su carrera?

—Ambos festivales, y también el de San Sebastián, han sido esenciales para mi carrera. Cuando fui a Berlín con La caza estábamos en un hotel de tercera, pasamos la película y ese día nos llamaron para cambiarnos de hotel. El día que nos íbamos a ir nos dijeron que nos quedáramos y nos llevaron a un hotel de cinco estrellas y nos pusieron un Mercedes con un chófer a nuestra disposición, y ganamos el Oso de Plata, luego volvimos años después con Peppermint Frappé. Con esto quiero decir que los premios te abren puertas, te dan ciertos privilegios y te dan reconocimiento. Yo gracias a Berlín y a Cannes tuve gran reconocimiento en España y fuera de España, sobre todo en Francia y gracias a eso pude seguir haciendo películas.

—¿En algún momento temió que no pudiera hacer cine en España y tuviera que irse fuera, como le ocurrió a Buñuel?

—Temerlo sí lo he temido. Ahora echamos la vista atrás y parece que se nos ha olvidado, pero hace no tantos años España era un país completamente diferente, atrasado, pobre… No me hubiera importado irme, pero por suerte no tuve que hacerlo y siempre que he hecho películas fuera de España ha sido por placer.

—Sus películas de esos años son claros ataques al franquismo, algunas de ellas hechas durante el franquismo; ¿tuvo problemas con la censura, cómo los esquivaba?

—Sí, todos teníamos problemas con la censura, era algo terrible. Nosotros hacíamos lo que podíamos, nos las ingeniábamos para poder pasar el control del guión utilizando la imaginación, agudizando el ingenio. Recuerdo cuando leyeron el guión de La caza que me dijeron “la caza sí, pero del conejo, no”, y así se quedó.

—¿Cree que se ha ganado a pulso la etiqueta de autor que tan rápido le pusieron fuera y tanto costó que se la pusieran en España?

—A mí, la verdad que eso de cine de autor nunca me ha gustado, porque creo que el cine siempre es de un autor. Entiendo que se refiere más al cine de arte y ensayo, al cine menos comercial, diferente, innovador. Sea como sea, que se etiquete, mientras sirva para conservarlo e impulsarlo, bien está.

—Su cine ha sido reivindicado por una nueva generación de directores como Carlos Vermut, Juan Antonio Bayona… y realizadores internacionales como Bong Joon-ho; ¿siente que su cine, aunque quizá más tarde, sí ha encontrado su reconocimiento?

—Es algo que, la verdad, no me ha preocupado, porque yo no he hecho cine para agradar a nadie o para recibir reconocimiento, lo he hecho porque me gustaba, porque a través de él puedo contar las historias que se me ocurren, porque puedo jugar con la música. Pero desde luego, siempre es un halago que el trabajo que uno hace lo vea la gente, que les haga pensar y que lo aprecien.

—¿Siente Carlos Saura que tiene herederos en el cine?

—Herederos como tal, no. Siento que hay gente a la que le ha podido influir mi cine, cineastas que han visto mis películas y les ha hecho reflexionar, les ha hecho pensar, y eso para mí es un triunfo.

[Javier Zurro es periodista especializado en la industria del cine. // Los textos fueron publicados originalmente en elDiario.es; han sido editados y actualizados. Son reproducidos aquí bajo la licencia Creative Commons.]

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