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El simple hecho de observar es un acto revolucionario

La compañía Teatro Cuerpo Social cumple tres lustros de existencia. Hemos conversado con su director y fundador, Carlos Iván Cruz Islas.

Noviembre, 2022

En 2007 Carlos Cruz fundó, en Pachuca, Hidalgo, el grupo internacional Teatro Cuerpo Social, convencido de que el cuerpo es una manera de hacer memoria, reconocer y resistir a los cambios que la sociedad del consumo genera. A 15 años de que esta agrupación comenzara su recorrido por México y el mundo visitando países como Alemania, Estados Unidos, Colombia, Chile y Perú, conversamos con su director antes de que concluya, este fin de semana, el Encuentro de Danzantes Cuando la Muerte Danza, que Teatro Cuerpo Social organiza por segundo año consecutivo.


PACHUCA, Hgo.


Observar y no simplemente ver. Usar y sentir el cuerpo no como una herramienta de producción, sino como una vía para experimentar estados primitivos y capturar su energía. Romper con nuestra entrenada capacidad para percibir el mundo con cinco sentidos y crear con ello una grieta que abra posibilidades extrasensoriales que nos permitan mirar lo que es invisible. Por ejemplo, el viento que agita las ramas de un árbol. Convertirnos, acaso, en una planta o en un animal reconfigurando los elementos que nos conforman. Borrar nuestra identidad. No desapareciéndola. Por el contrario: multiplicándola.

De esta manera es como Carlos Iván Cruz Islas (Pachuca, Hidalgo, 1984) vive la danza butoh. Es algo que lo desborda. Que lo transforma. Ahora que Teatro Cuerpo Social, la compañía que Carlos dirige, cumplió, este 2022, su XV aniversario, aprovechamos la oportunidad para conversar con él poco antes de que concluya el II Encuentro de Danzantes Cuando la Muerte Danza, este fin de semana, aquí, en la capital hidalguense.

—Usted, Carlos, es egresado de la carrera de Arte Dramático de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, ¿por qué eligió la danza butoh como principal medio de expresión artística?

—Porque en ella encuentro la posibilidad de dialogar muy íntimamente no a partir de las formas impostadas de un cuerpo que se mueve en el espacio a partir de técnicas que provienen de otros cuerpos que no necesariamente tienen una relación con el mío ni con sus posibilidades. El butoh me permite codificar sensaciones y atmósferas que incluso pueden alterar la percepción acerca de qué es un cuerpo o para qué sirve el cuerpo. Gracias al butoh puedo multiplicar esa identidad que tanto estuve buscando por mucho tiempo. Multiplicarla desbordándome y transformándome, por ejemplo, en animal o en árbol, pero no para imitarlos, sino en un intento verdadero de reconfigurar los elementos que nos conforman como seres humanos. Es un juego anímico-energético en el que realmente no sé qué es lo que está ocurriendo a nivel cerebral, pero sí que es un intento por alcanzar esos estados que nos proporcionan las plantas de poder como el peyote, la ayahuasca, los hongos, etcétera. Se trata de alcanzar la realidad o de obtener la sensorialidad que su consumo despierta, sin tener que ingerirlas. El butoh me permite dotar al cuerpo de un estado en el cual puedo visionar y ser yo mismo mientras me vierto a lo colectivo.

En México, en general, no hay muchas posibilidades de ver (o aprender) danza butoh. De ahí la relevancia de este II Encuentro de Danzantes que organizó Carlos Cruz junto con Teatro Cuerpo Social, pues durante casi un mes ha sido posible no sólo asistir a funciones con diversos solistas y compañías locales, nacionales y de otros países, sino incluso tomar talleres como el de la maestra Yumiko Yoshioka, de Japón, cuyas sesiones tuvieron cupo lleno; o el de Teresa Carlos, del Laboratorio Escénico Danza Teatro Ritual (que dirige Eugenia Vargas); o el de Guadalupe Lobos; o el de Guyphytsy Aldalai; o el de Lucas Matus. Ante las pocas posibilidades que existen en nuestro país para mirar o aprender butoh, no está de más preguntarle a Carlos Cruz si existe una actitud ideal, como espectador, al asistir a una función de danza butoh.

Carlos Iván Cruz Islas. / Foto: Francisco del Valle.

—Sólo nos pide una participación un poquito más activa —dice—; pero activa en el sentido de observación, no activa en el sentido de productiva. El simple hecho de observar es un acto ya muy activo, de intervención. Observar es un acto revolucionario. Sobre todo en un momento crucial como el que estamos viviendo en donde observar y ver comienzan a tener una distancia muy profunda. Pensemos en los reels de Instagram: sólo necesito un dedo para ver la siguiente historia. Sin embargo, observar exige una relación más profunda. Con el butoh podemos volver a esas energías primitivas, a esos estados primitivos del cuerpo que nos dan la posibilidad de relacionarnos profundamente con algo. Esas energías primitivas pueden hacerse visibles cuando estamos observando, por ejemplo, cómo se mueven las cosas, la manera en que el viento mueve los árboles. Aunque no veamos el viento podemos observar por donde va pasando. Muchas veces, en las escuelas de artes escénicas, por decir algo, a los estudiantes les hablan de estar aquí y ahora. Esta insistencia en el aquí y el ahora, el aquí y el ahora, el aquí y el ahora es la que nos impide desplazarnos, a través del cuerpo, a otros espacios y a otras temporalidades. El butoh, por el contrario, me permite descargar esa información de otros espacios y otras temporalidades y presentarla codificada. Al final, la gente identifica eso con una danza.

—Para el espectador, ¿el butoh es una experiencia intelectual o más que nada intuitiva?

—Una de las características que más me atrae del butoh es que no necesariamente debe tener un contenido significativo a nivel intelectual o una lectura racional, sino que, justamente, permite esa especie de descomposición cerebral y de desorganización de las ideas que hace posible encontrar nuevas relaciones con lo que uno está viendo. Al plantear el cuerpo como un extrañamiento, al presentar el cuerpo como una fuga o una ruptura o una grieta del propio cuerpo es posible plantear esa resistencia a tener que ser productivo, a tener que ser repetitivo o a tener que ser domesticado de alguna manera. Es, insisto, una lucha constante por despertar memorias primitivas.

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