ConvergenciasLa Mirada Invisible

«Blonde»: la vasta pirotecnia de un director

Octubre, 2022

Basada en la apabullante novela total Blonde, escrita por Joyce Carol Oates, el director de cine australiano (nacido en Nueva Zelanda) Andrew Dominik se aventura, en su película homónima, sin brújula y con apenas una lamparilla de queroseno a tratar de alumbrar el complejísimo e inabarcable mito-leyenda-referente Marilyn Monroe, logrando, apenas, una película estridente y plañidera; eso sí, nos dice Alberto Lima en esta entrega de ‘La Mirada Invisible, la espléndida música compuesta por el dúo roquero Nick Cave / Warren Ellis es de corte celestial.

Rubia (Blonde) película estadounidense de
Andrew Dominik, con Ana de Armas, Adrien Brody,
Bobby Cannavale, Julianne Nicholson. (2022, 166 min).

Pretender mostrar/comprender/explicar/definir el fenómeno Marilyn Monroe continúa siendo aferrar un clavo ardiente. El director australiano Andrew Dominik (El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, 2007 / Mátalos suavemente, 2012) asume el riesgo y se lanza al vacío, aunque al final caiga de cabeza y quede paralítico en su reciente y confuso filme Blonde (2022), producido por la compañía de streaming Netflix.

En la ciudad de Los Ángeles, década del treinta, la niña Norma Jean (Lily Fischer) sufre los arrebatos violentos de su inestable mental madre (Julianne Nicholson), como el llevarla en auto durante un incendio nocturno y conducir y conducir a través de las llamas hasta ser obligadas a devolverse a casa por la policía, o intentar ahogarla sin éxito en la tina de baño de donde podrá escapar para recibir ayuda de unos vecinos, quienes más adelante —con engaños— la recluirán en un orfanato. Una secuencia después, con un grito estremecedor vemos a la ya adulta Norma Jean (Ana de Armas) arrastrándose y lloriqueando sobre el piso, tomándose demasiado en serio la clase de actuación. Un par de secuencias después, Norma Jean acudirá a una entrevista con un importante productor de cine, quien le dará la bienvenida a Hollywood penetrándola por detrás, mientras ella —en estupor— permanece flojita y cooperando.

De aquí en adelante, ya convertida en Marilyn Monroe, atestiguaremos su devenir como estrella de cine vuelta símbolo sexual, con la madre internada en el manicomio, pero además sosteniendo una relación de a tres, más sexual que intelectual, con los frívolos y chantajistas hijos de los actores Charles Chaplin y Edward G. Robinson, Cass (Xavier Samuel) y Eddie (Evan Williams), de cuyas cópulas quedará embarazada y ella misma, temerosa de que su posible bebé herede los problemas mentales de la madre, decidirá abortarlo para posteriormente —luego de triunfar con la cinta Niágara (Hathaway, 1953)— contraer nupcias con el famoso, feo, formal, torvo, machín y celoso jugador de béisbol retirado (Bobby Cannavale), quien no tolerará, tras ser chantajeado por el dúo de amantes, descubrir que la esposa habría realizado fotografías de desnudos siendo aún desconocida, ni tampoco soportará, ni verá con buenos ojos, lo que fue capaz de suscitar en la perrada masculina de los cincuenta la archifamosa escena de las piernas y el vestido blanco al aire sobre el respiradero en La comezón del séptimo año (Wilder, 1955), por lo que, luego del divorcio, una Marilyn más llorosa y sufrida recalará en los brazos del sencillo y apocado escritor y dramaturgo (Adrien Brody), con quien tendrá un segundo aborto en la playa, mientras llevaba una charola con bocadillos. Y así, incapaz de conciliar la fama, la culpa y demás sufrimientos acumulados, tras divorciarse del escritor, una Marilyn más histérica, más llorosa y ya presa de las drogas medicadas para paliar su sufrimiento, terminará sus días como amante del presidente de los Estados Unidos en turno (Caspar Phillipson) y de quien, para no variar, quedará embarazada de éste y será obligada a un tercer aborto para, finalmente, acabar sus días entre sombras y morir desnuda en la cama de su propia residencia.

Ana de Armas en «Blonde». / Fotos: Matt Kennedy/Netflix.

Valiéndose en directo de la apabullante novela total homónima Blonde, escrita por la portentosa autora Joyce Carol Oates, Andrew Dominik escribe de este libro lo que puede para entregar un guión ampuloso, y con él aventurarse sin brújula y con apenas una lamparilla de queroseno a tratar de alumbrar el complejísimo e inabarcable mito-leyenda-referente Marilyn Monroe, logrando entonces una película estridente y plañidera, cuya tesis resumida: Marilyn Monroe aborrece a Marilyn Monroe, naufraga en principio porque Ana de Armas, siempre con rostro compungido, solamente llora y sufre durante todas las secuencias posibles. Así, en la acartonada y carente de hondura Marilyn de Dominik —pese a situarla en un no lugar que no conviene porque las referencias californianas, cinematográficas, que definieron a la verdadera Marilyn no se pueden obviar— sólo hay una cosificación del personaje dispuesto nada más para el sexo en bruto, drogas de jeringazo emergente, harta culpabilidad, dolor físico y emocional para rayar casi en un culebrón telenovelero donde no hay nada en medio ni hacia arriba, es decir, cero humor, intelectualidad o posibilidades de redención alguna porque —a diferencia de la Marilyn de Oates— en esta Marilyn no existe el empoderamiento ni la resiliencia, salvo en aquella tímida secuencia donde protesta del porqué a Jane Russell le van a pagar una millonada por filmar Los caballeros las prefieren rubias (Hawks, 1953) y ella, siendo la rubia de la película, cobrará una bicoca. En ningún plano de la cinta, Dominik es capaz de plasmar la abrumadora belleza natural —y quizá irrepetible (¿aunque quién podrá?)— de la verdadera Marilyn, como sí lo logra Tarantino con Margot Robbie en Había una vez en Hollywood (2019), en esa veneración sublimada a Sharon Tate, ni consigue acercarse siquiera al sutil retrato del James Dean de Anton Corbijn en Life (2015).

Letreros para situar contextos de arranque de secuencias que a veces aparecen y en otras no; fundidos en negro que no conducen ni significan nada. Una fotografía de Chayse Irvin que, renuente a recrear una iconicidad más personal y propia de las décadas de los cincuenta y parte de los sesenta, opta por citar ad nauseam cuantas imágenes fotográficas clásicas de Marilyn catalogó. De allí esa arbitrariedad al saltar del color al blanco y negro, o la utilización de apertura del iris dizque para las primeras secuencias antiguas, pero innecesarios cuando las iniciales secuencias violentas en color los vuelven inanes. Juegos de foco triviales y planos gratuitos desde dentro del útero de la doliente actriz, para resultar en un batidillo de imágenes que impiden que la película no arranque sino hasta el minuto 65 cuando surge el personaje del beisbolista retirado. Cinta desequilibrada y tediosa a causa de sus secuencias larguísimas y aburridas porque el director, abusivo que es, le enjareta al inocente espectador un drama desigual de 2 horas con 47 minutos, el cual, por momentos, tiene imágenes logradísimas como el inmenso y prolongado orgasmo de Marilyn que deviene cascada para estrenar la cinta Niágara, o bien, hacia el final de la película, con aquellas secuencias de los sesenta con todo y felación presidencial incluida. Y en este desbalance dramático, es la espléndida música compuesta por el dúo roquero de Nick Cave y Warren Ellis —de corte celestial, etéreo, astral, capaz sí de remitir a esa gracia incorpórea del imaginario Marilyn— el solaz para el desequilibrio.

Pese al ánimo por intentar hacer un filme digno sobre Marilyn Monroe, Blonde no logra ser la luminosidad deseada, más allá de la vasta pirotecnia desplegada de su director, por lo que el titánico referente de la Monroe, desde el punto de vista cinematográfico, seguirá siendo un continente negro.

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