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“Me gusta la crítica instrumental, la que se sirve de la literatura para discutir el presente”

Una conversación con Ignacio Echevarría a propósito de «El nivel alcanzado»; el libro es una selección de críticas y conferencias escritas a lo largo de más de veinte años.

Septiembre, 2022

Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) es licenciado en Filología por la Universidad de Barcelona y se ha dedicado a la edición literaria y a la crítica cultural. Entre otros proyectos, ha coordinado la Biblioteca Universal de Círculo de Lectores y la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española. Su labor como crítico y articulista ha quedado parcialmente recogida en los volúmenes Trayecto / Un recorrido crítico por la reciente narrativa española (2005) y Desvíos / Un recorrido crítico por la reciente narrativa latinoamericana (2006). A ellos se suma ahora El nivel alcanzado / Notas sobre libros y autores extranjeros. El volumen recoge una selección de reseñas, artículos, conferencias y prólogos sobre libros y autores «extranjeros» escritos por Ignacio en el transcurso de tres décadas. Prologado y seleccionado por Andreu Jaume, por sus páginas pasean lo mismo Kafka y Coetzee, Stendhal y Lobo Antunes, Murdoch y Camus, Canetti, Steiner y Gide… Gonzalo Torné ha conversado con él, con Ignacio Echevarría.


Gonzalo Torné


Conversamos con Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) a propósito de El nivel alcanzado (Debate) una selección de sus reseñas sobre literatura extranjera, discutidas y comentadas desde el presente por el propio autor.

—¿Qué espacio ocupa la crítica de literatura en lengua extranjera en tu desempeño como reseñista?

—Diría yo que un espacio desdichadamente marginal, y fundamentalmente recreativo, por no decir retributivo. Reseñar libros de autores extranjeros, por lo general de reconocida estatura, era la golosina que reclamaba por mi disciplinado desempeño como reseñista de narrativa en lengua española. ¡Yo también tenía derecho a viajar! ¡Y a oxigenarme! Por bien que esté ceñir el territorio de la propia jurisdicción, a efectos de no dispersarse, también lo está respirar otros aires y ejercitar otros músculos. Como le decía a Rudyard Kipling su madre: “¿Qué saben de Inglaterra los que sólo conocen Inglaterra?”.

—¿Consideras muy distinto el papel de un crítico en la propia lengua y el propio país que el crítico de “literatura en lengua extranjera”? ¿Te tentó escribir más sobre literatura alemana, francesa o inglesa?

—Sí, por supuesto. A eso aludo explícitamente al comienzo de la “nota preliminar” que antepuse a los textos, tras el prólogo de Andreu Jaume. Sugiero allí que, pese a su común apariencia, las reseñas de novedades en la propia lengua y las de libros en lengua extranjera requieren una actitud y un instrumental muy distintos. Tanto es así, digo, que casi produce escrúpulos englobar bajo un mismo rubro las dos cosas. Los libros traducidos llegan a nuestras manos doblemente sancionados (por sus editores de origen y por los que los traducen), y llegan precedidos de una recepción previa: la que el título en cuestión tuvo en su propia lengua. Las novedades en la propia lengua, por el contrario, exigen un esfuerzo de comprensión y de comunicación que carece de agarraderos previos. La responsabilidad, por así llamarla, es mucho mayor, y mucho más decisiva para la fortuna del libro. La labor enjuiciadora es mucho más comprometedora, como lo es también el lenguaje de acogida que uno opta por emplear, y que en no pocos casos (sobre todo cuando se escribe para un medio influyente) llega a determinar la comprensibilidad, por así llamarla, del libro en cuestión. Por lo que a mí me toca, desemboqué en el reseñismo de manera más bien accidental. Al comienzo reseñaba libros de todo tipo, escritos originalmente en cualquier lengua. Fue poco a poco como fui cobrando conciencia de que la credibilidad de un reseñista se sustenta en buena medida en el conocimiento específico de la tradición literaria en que opera. Quien habla de todo, mal puede hablar con fundamento. He usado antes el término “jurisdicción”, que me parece oportuno a la hora de definir los alcances de un reseñista de novedades que aspira a cierto grado de autoridad.

—El libro no sólo recoge reseñas, sino también otras “ocasiones críticas”, ¿varía mucho la manera de pensar un autor o un libro si se trata de escribir una reseña, un prólogo o una conferencia?

—Por supuesto. Se trata de funciones distintas del discurso, las dos últimas de carácter netamente divulgativo y/o reflexivo, la primera más enjuiciadora. Cada género, por así llamarlo, requiere el empleo de músculos distintos, por continuar con la dichosa metáfora (cualquiera diría que soy un gimnasta). Podríamos decir incluso que reclama distintas actitudes “morales”. Claro que se pueden producir ocasionalmente interferencias y coincidencias. El entusiasmo que nos suscita un libro se puede volcar indistintamente en una reseña, en un prólogo y en una conferencia. También, pero mucho más raramente, el desagrado. Este año en que se celebra el centenario del Ulises de Joyce, recuerdo entre risas el disuasorio prólogo que Juan Benet sobre la novela, execrándola. Ferlosio hizo algo semejante con el Pinocho de Collodi. Pero son casos atípicos, derivados de idiosincrasias nada comunes.

—Lo más llamativo del libro son las “codas” que añades a los viejos textos, es como si debatieses con tu propia lectura, con tu propia experiencia como lector. No es propiamente una pregunta, pero creo que pone de manifiesto hasta qué punto la lectura está “situada”, sujeta a unos cuantos condicionantes (como el tiempo) que no suelen verse.

—Así es. Toda lectura es coyuntural. De ahí que, como decía Barthes, cada época recubra o “tapice” las grandes obras del pasado con su propio lenguaje, con su propio sistema de intereses y referencias. El texto es único, pero sus lecturas e interpretaciones cambian e incluso se contradicen en el transcurso del tiempo. Pero me estoy poniendo estupendo: lo que quiero decir, más llanamente, es que siempre he sido muy consciente de ese carácter coyuntural del reseñismo, que, bien entendido y practicado, está obligado a atender a factores y circunstancias pasajeras que nadie tiene por qué recordar. El éxito irritante de un libro determinado, la moda que desató, o bien la incomprensión de que fue objeto por parte de una crítica turulata; el premio que un libro obtuvo, las estupideces que su autor fue capaz de proferir durante la promoción, la situación política o el escándalo que le brindó visibilidad, la recomendación idiota de un político… Todas estas son circunstancias que determinan y nutren, cuando no condicionan, el juicio del reseñista. Éste no escribe para la posteridad (aquí deberían escucharse risas enlatadas), pobre de él si lo hace, sino para los lectores del presente, sus contemporáneos.

“Ahora bien, siendo así, ¿qué sentido tiene recoger las propias reseñas en un volumen? Siempre he sentido muchos escrúpulos al hacerlo, y he tratado de sortearlos de diferentes maneras. En este caso, añadiendo a muchas de las reseñas coleccionadas unas ‘posdatas’ que relanzan la propia lectura en distintas direcciones, en unos casos reevaluándola, en otros añadiéndole consideraciones digresivas o actualizándola. Ha sido un modo de introducir tensiones nuevas en textos ya viejos, y de justificar frente a mí mismo la impertinencia de volver sobre lo que fue dicho en su momento con atención a connotaciones acaso perdidas entretanto”.

Portada del libro de Ignacio Echevarría.

—En varios momentos hablas de “el asco de narrar”, asunto sobre el que te gustaría escribir en profundidad. ¿A qué te refieres? Un lector despistado bien podría pensar en esa clase de libro donde el narrador al sustraer el relato se dedica a exponer su vida y sus opiniones.

—Lo del “asco de narrar”, al igual que el título del libro, proviene de Robert Musil. Alude a algo que tiene una incidencia decisiva en el desarrollo de la novela moderna, ya desde Flaubert: la pereza (y el sofoco, la vergüenza) que a determinados narradores produce la carpintería del relato, eso que Valéry parodió con el famoso “La marquesa salió a las cinco…”. La novela moderna se despega de forma cada vez más radical del viejo arte de narrar, del viejo arte de contar historias, y sondea posibilidades nuevas que integran todos los géneros. De ahí tantas “antinovelas”. De ahí también los casos tan frecuentes de narradores, por así decirlo, “tronchados”: el mismo Valéry, Gide, Benjamin, Canetti, Ferlosio, a su modo Musil… Me gustaría mucho encontrar el tiempo, algún día, de explorar este vector fundamental del modernismo (y del posmodernismo) narrativo. Pero conste que no estoy pensando, o no exactamente, en la novela de no ficción que prospera en la actualidad, menos aún en la dichosa autoficción. La cosa va por otro lado. No puedo explayarme mucho al respecto. Antes debería ponerme de una maldita vez a la tarea. Claro que ¿a quién demonios le interesa una reflexión de este tipo?

—En la página 59 (atención a la precisión) hablas de cómo los discípulos de un escritor pueden llevar no sé si aborrecer al maestro, pero si a superponerse y a distorsionar. A mí me pasa con Borges, que tengo que forzarme a recordar que lo que parece tan sobado es original. ¿Son más “frescos” los escritores sin discípulos?

—Se agradece la precisión. Siempre se agradece la precisión. Decía Pessoa que detestaba la mentira porque era una inexactitud. La precisión nos va quedando como una de las formas residuales de la verdad. Pero vayamos a la pregunta. Siempre me ha interesado mucho la dinámica de las voces y sus ecos. ¿Es la voz responsable de sus ecos?, me pregunto en ese texto al que aludes. ¿Segregan determinadas poéticas, determinados estilos (por no hablar ahora de ideas) los elementos que, una vez triunfan, resultan tan empalagosos, tan caricaturizables? Es una discusión interesante, que cabe plantearse a propósito de muchos autores a los que nos cuesta regresar porque entretanto sus imitadores han saturado, por así decirlo, el efecto de sus obras. ¿Y qué culpa tienen ellos? Hmmmm, no sé. No lo tengo claro del todo. Me interesa esa categoría que empleas: la de frescura. A lo mejor ese imperativo de la modernidad, el imperativo de lo nuevo, admite ser traducido por eso: por una necesidad de frescura. Puede que la única fórmula para sustraerse a la maldición de los imitadores sea la que proponía Nicanor Parra: “Primera condición de toda obra maestra: pasar desapercibida”.

—Un tema actual: separar al autor de la obra. En el caso de Jünger parece como si el tiempo hubiese añadido a tu lectura reservas derivadas de su actuación personal. ¿Tienes un criterio para separar o no “autor” de “obra”? ¿El paso del tiempo, la simpatía personal, el capricho? A mí me pasa que en algunos casos soy incapaz de olvidar lo mal que me cae el personaje y en otros, pongamos por caso Cela, todo lo que sé de él lo atribuyo a un personaje sin apenas relación con Mazurca para dos muertos o Madera de boj.

—Sí, claro, tienes razón. En las preferencias lectoras intervienen sin duda factores idiosincrásicos, sólo faltaría. Es uno de los obstáculos que debe vencer el crítico: no dejarse arrastrar por esos factores, que pese a todo determinan la atracción que sentimos hacia ciertos libros y autores. El fenómeno cobra mucho mayor peso en lo que respecta a la lectura de contemporáneos. Hay autores españoles (y extranjeros) que, por muy buenos que me digan que son, no me tomaré la molestia de leer si no es por razones profesionales o dinerarias. Con su pan se lo coman. Conforme se incrementa la perspectiva del tiempo, sin embargo, la cosa cambia. El tiempo tiende a ser indulgente, o al menos consentidor. Además, como digo en algún lugar del libro, me atraen, no sé por qué, los autores “antipáticos”. Creo que de allí deriva mi afición por cierta literatura alemana: Goethe, Thomas Mann, Jünger… A su modo muy diferente, también Canetti. Tipos de los que no es difícil escuchar los peores juicios acerca de sus actitudes estatuarias, su solemnidad, su soberbia, su… Me gustan los escritores que me conquistan personalmente a través de sus obras. Me gusta el peligro, la dificultad que plantean, que suele ser de orden moral. Cuando se trata de contemporáneos, en cambio, los prejuicios pesan más, qué le vamos a hacer. Y luego están los avinagrados, los tipejos, esos que uno sabe que esquivaría en la vida real. Francia se lleva la palma a este respecto. Baudelaire, Céline, Houellebeq… ¡Cambiaría de acera si fuera a cruzármelos, por mucho que lea sus obras y en algunos casos las admire! No es el caso de Cela, fíjate. Comparto contigo la afición por este autor, que en persona era un bruto y un impresentable, pero a quien redimía su socarronería, su sentido del humor. Un tentetieso de barraca de feria: así lo describí en una ocasión, y esa es la imagen que conservo de él: “¡El que resiste gana!”.

—Me ha dado un poco de pena que Camus se muriese justo cuando quería convertirse en otro escritor. Te quería preguntar por los escritores que sí consiguieron “convertirse en otros”, o si lo prefieres por la importancia de por dónde se empieza a leer a un escritor. Las imágenes equívocas que podemos hacernos si no acertamos en los libros.

—Claro, claro, qué tema apasionante. Hemos hablado mucho sobre eso, sobre las puertas de entrada a los escritores, sobre lo decisivo que es acertar con la primera apuesta para cobrar afición a un autor. Es cierto, por otro lado, que hay escritores mesetarios, que mantienen un nivel más o menos constante en buena parte de su obra, lo que entraña un riesgo relativo a la hora de empezar a leerlos (casos de Onetti o de Benet, por limitarnos ahora a la lengua española; casos de Faulkner o de Bernhard, por asomarnos a otras lenguas; como ves, casi todos estilistas), y los hay cuya obra, como la de Conrad, está llena de crestas y valles, a tal punto que si escoges mal te puedes llevar de ellos una pésima impresión, o simplemente una impresión borrosa o errónea. En cuanto a eso de “convertirse en otros”… No sucede a menudo, pero sucede. Escritores que se reinventan, que mutan de piel. Coetzee o Roth, por ejemplo.

Ignacio Echevarría. / Fotos: Carmen Echevarría.

—A propósito de Fitzgerald señalas que la literatura no es sólo evasión sino que proporciona los “los recursos con los que enfrentar y comprender la realidad y contribuir acaso a remediarla”. Creo que esto choca un poco con la concepción de la literatura como “refugio” o “evasión”, de la librería como “espacio religioso” y de los libros como “pan caliente”. Una suerte de espacio espiritual donde uno puede desclasarse.

—Bueno, la literatura como herramienta de desclasamiento es un tema clásico en la narrativa contemporánea. Y el desclasamiento puede constituir una manera como otra cualquiera de procurarse los recursos para enfrentar la realidad y abrirse paso en ella, pese a las circunstancias de origen. Por lo demás, está claro que lo que entendemos por literatura cumple múltiples funciones, a veces incompatibles entre sí. Existe, qué duda cabe, una literatura de evasión, y otra que sirve de refugio. Pero existe también (y esa es la que a mí me interesa más) una literatura que se sirve del lenguaje y de la ficción para pensar el mundo que nos rodea y para pensarse uno a sí mismo. Una literatura averiguadora, conquistadora de nuevos y más amplios niveles de conciencia. Los beneficios de sus empresas y de sus hallazgos suelen serlo para el lector en cuanto individuo con inquietudes morales e intelectuales. Pero pueden trascender ese nivel y contribuir, como sugiero, a la transformación y mejora del mundo, así sea en el menos espectacular de los sentidos.

—Me interesa el reparo que le pones a la complejidad, cuando dices que la “exploración de la verdad se perdió por los laberintos de la complejidad”. Lo planteas como una defensa de la claridad expositiva de Murdoch frente a las “poéticas de la dificultad” a lo Faulkner o a lo Benet. Es una cuestión delicada, al menos en sentido semántico, porque si de algo vamos sobrados es de novelas “sencillas” que se limitan a refrendar los prejuicios morales del lector, con gran éxito. Pienso en Patria o en Ordesa, ¿se te ocurre cómo articular todas estas palabras “complejidad”, “dificultad”, “claridad”, “sencillez”, “simplicidad” para que no se pisen?

—En realidad no pongo reparos a la complejidad, ni tampoco abogo por la claridad. El modo de articular estos conceptos por contrarios sería el siguiente: simplicidad frente a complejidad, claridad frente a oscuridad, facilidad frente a dificultad, superficialidad frente a profundidad. Cada par de opuestos genera un distinto campo magnético. Pero la claridad no está reñida con la complejidad, pongo por caso (se puede diáfanamente complejo, como lo es por ejemplo la prosa de Ferlosio, o la de Proust). Se puede ser claro y profundo (Naipaul), sencillo y oscuro (Kafka). Benet concebía la escritura como un adentramiento en la penumbra, como una herramienta para penetrar en conocimientos que escapan a la luz de la ciencia, que palpitan en la oscuridad, y su prosa sirve a este propósito, como tanta poesía contemporánea. Iris Murdoch aspira a la claridad en cuanto se le antoja una de las manifestaciones de la verdad, pero sus novelas son vodeviles endiabladamente enredados, y no se arredra frente a las contradicciones. Es cierto que la categoría de “verdad” lo perturba todo. Walter Benjamin habló de la vieja narración como una épica de la sabiduría. La novela, en cambio, entraña una épica del conocimiento, y es en este sentido en el que sugiero que —desviándose de la verdad (pues verdad y conocimiento son cosas distintas)— apostó por la complejidad, perdiéndose a menudo en eso que tú llamas con acierto las “poéticas de la dificultad”, repelente cuando es gratuita, como ocurre con ciertas modalidades del barroco. Puede que, de todas las mencionadas, la única categoría connotable negativamente sea la de superficialidad (a ella te refieres, sospecho, cuando mencionas a Aramburu o Vilas). Constantino Bértolo hablaba de “profundidad horizontal”, una manera elegante y muy ocurrente de aludir a tantas formas sucedáneas que no dejan de prosperar al pie de todos estos conceptos.

—Me gusta mucho el título del libro y la cita de Musil. Pero leyendo los textos que le dedicas a Steiner (quién más allá de su ensimismamiento espiritual era un poco el Rompetechos del Presente, no acertaba ni una), ¿no te parece que a menudo se cae en el error de vigilar el nivel alcanzado de espaldas al presente? ¿No sería más bien el propósito de esta vigilancia reconocer lo válido de lo actual y darle réplica?

—El título del libro fue idea (como el libro mismo) de Andreu Jaume. Lo que viene a decir Musil es que la crítica es “una interpretación de la literatura que se transpone en interpretación de la vida, y una celosa custodia del nivel alcanzado”. Esa vigilancia observa la tradición para asegurarse de que lo que se ofrece como novedad lo sea realmente. Steiner fue un crítico magistral. Mi admiración por él fue agrietándose con el tiempo conforme su judaísmo afloró en forma de Jeremías tronante, lleno de inquietudes teológicas. Pero fue un gran crítico, si bien quizá, como tú insinúas, demasiado apegado a la tradición que custodiaba. En muchas ocasiones he dicho que la principal hazaña del crítico es “descubrir”, acertar a reconocer lo nuevo y prestarle un lenguaje de recepción adecuado. Pero el crítico que ignora la tradición mal puede cumplir convenientemente este papel, pues resulta fácil darle gato por liebre. Se trata de una dinámica extraña y difícil. Pues lo nuevo muchas veces se nos antoja incomprensible o confuso. La única seguridad es confiar en que toda novedad se eleva sobre un suelo conocido, florece sobre él. Como reza esa frase célebre de Eugenio d’Ors: “Todo lo que no es tradición es plagio”. Al crítico le corresponde denunciar el plagio, cuando se da, y descubrir de qué modo la tradición se transforma para adaptarse al presente, para dar cuenta de una actualidad siempre cambiante.

—A veces escribir sobre lo que a uno le gusta es un rollo, fastidia un poco el placer de la lectura. Pero, bueno, tampoco es un terrible sufrimiento. Te quería preguntar, ¿sobre qué escritores no has escrito y te gustaría escribir? Y si hay alguno que te guste tanto que prefieres no decir una palabra.

—Son montones los autores sobre los que no he escrito y a los que admiro. El impulso de escribir, sin embargo, lo suele concitar antes un libro que un autor, a menudo el pasaje de un libro, más que el libro mismo. No sé, me cuesta responderte. Mi vocación crítica es mercenaria. Yo soy sobre todo lector, no necesito escribir. Mis ganas de hacerlo suelen ser muy controlables, e infinitamente postergables cuando no media un interés o una demanda concretos. Además, me gusta la crítica instrumental, de intervención, la que se sirve de la literatura para discutir y esclarecer el presente. Más que de autores sobre los que me gustaría escribir, debería pensar en cuestiones que me gustaría tratar y para las que ciertos autores, ciertos libros, me brindan un apoyo y un estímulo. No concibo el impulso de escribir sobre un libro sin pensar en la coyuntura concreta que me mueve a ello. Por lo demás, es cierto que hay autores sobre los que uno piensa que no cabe añadir nada más, o que no vale la pena. Uno de ellos es Kafka, sobre el que apenas he escrito pese a ocupar un puesto elevadísimo en mi santoral literario. Pero si algo caracteriza a la literatura de Kafka es que uno siempre lo lee por primera vez, da lo mismo que lo haya leído diez o veinte veces. Y en una de éstas, quién me dice que al hacerlo de nuevo no se ilumine, de pronto, una preocupación particular que nos ocupa en ese momento, y salte la chispa que mueva a escribir sobre eso. No tengo nada que ver con el crítico enciclopédico. Soy más bien un crítico pescador, que se cocina el pez que ese día ha tenido la suerte de cobrar, si es posible ensayando para ello recetas nuevas. El nivel alcanzado tiene algo de eso, de cesto lleno de peces de los más diversos tamaños. Nada de un canon personal ni de selección intencionada.

[Gonzalo Torné es escritor. Ha publicado las novelas Hilos de sangre (2010); Divorcio en el aire (2013); Años felices (2017) y El corazón de la fiesta (2020).]
[Entrevista publicada originalmente en CTXT / Revista Contexto; es reproducida aquí bajo la licencia Creative Commons.]

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