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Los escritores y los psicólogos sociales

Septiembre, 2022

A partir de un texto del japones Haruki Murakami sobre el acto de escribir, Juan Soto hace, en esta ocasión, una analogía con los psicólogos sociales (como escritores). Y encuentra, entre otras cosas, que unos son los que hacen experimentos y aplican cuestionarios, y otros los que hablan con la gente sumergidos en tumultos y corriendo de la policía cuando es necesario; unos son los que flotan (en el agua, no sobre tierra firme), y otros los que se hunden. Pero, al final, ambas clases de psicólogos sociales serían como los escritores para Murakami: seres necesitados de algo innecesario y que no hacen falta en este mundo.

Haruki Murakami (ese escritor japonés tan odiado como leído por la gente), en el simpático libro De qué hablo cuando hablo de escribir, dedica el primer apartado a responder una bonita pregunta. ¿Son los escritores seres generosos? Para ello procede a decir que no destacan por ser imparciales (y, por implicatura, se entiende que no todos). Dice que tampoco tienen un carácter apacible y que pocos poseen, realmente, algo digno de admiración. De hecho, precisa, muchos tienen hábitos o comportamientos extraños. Murakami sostiene que la gran mayoría, incluyéndose en ella, piensa que escribe lo correcto (y apunta también que hay unas pocas excepciones). Aunque suelen expresarse con modestia, agrega, no cree que a mucha gente le gustaría tener a un escritor como amigo o como vecino. De paso, destaca algunas características de los escritores: egoístas, orgullosos y competitivos. Para ilustrar su argumento, cuenta cómo en 1922 Proust y Joyce (en ese orden) coincidieron en París y, a pesar de estar muy cerca el uno del otro, no se dirigieron la palabra durante toda la noche.

Pero de los escritores de ficción Murakami dice otra cosa. A ellos se refiere como generosos y de gran corazón. Relata que cuando escribió Underground, además de recibir incontables críticas, conoció el celo de los tigres vigilantes del territorio sagrado de la no ficción (y los compara, extrañamente, con los leucocitos que se afanan por eliminar cuerpos extraños). Para ser bailarín, pianista, pintor o alpinista, dice, se requiere de un duro proceso de formación y de conocimientos técnicos, pero, para escribir una novela, no. Basta con saber redactar correctamente, remata. Cualquiera, afirma, puede escribir una novela pasatiempo (y sí). También narra que, sin saber cómo, después de ganar un premio con su primera novela, se convirtió en escritor profesional. Considera que el género de la novela es como un cuadrilátero, de fácil acceso, con suficiente espacio para todo mundo y con árbitros poco estrictos. Sin embargo, hace un señalamiento interesante: “A pesar de que resulta fácil subir al ring, no lo es tanto permanecer en él durante mucho tiempo”. Y agrega que, con los recién llegados (al ring), los escritores suelen ser tolerantes y generosos (los recién llegados que besan la lona se marchan al poco tiempo, apunta). También dice que la irrupción de un novato no supone el fin de un nombre consagrado. Incluso comenta que escribir novelas no es un trabajo para personas extremadamente inteligentes.

De los críticos literarios, precisa, suelen ser más inteligentes y agudos que los escritores. Escribir una novela, en esencia, le parece un trabajo bastante torpe que sólo implica tocar y retocar frases hasta descubrir si funcionan o no (por ello hay que encerrarse en una habitación a ver si las frases funcionan después de un día entero sin levantarse de la mesa). Y cuando funcionan, dice, nadie les da a los escritores una palmadita en el hombro, sino que es algo que tendrán que disfrutar en silencio. Escribir novelas es un trabajo, según él, lento y sumamente fastidioso. Refiriéndose a una novela que leyó de niño, llega a la conclusión de que ser escritor consiste en algo muy parecido a subir hasta la cima del monte Fuji para comprender la fascinación entre la gente (cosa que las personas demasiado inteligentes no necesitan hacer). De los escritores de best seller dice que no resultan ser una amenaza para escritores como él, pues en el fondo sabe que difícilmente se dedicarán a escribir novelas durante mucho tiempo (los escritores de best seller son escritores con fecha de caducidad).

Pero ¿qué ocurriría si comparamos a los psicólogos sociales con los escritores? ¿Y si comparásemos a la psicología social con la novela? ¿Encontraríamos diferencias? En realidad, se antoja pensar que no hallaremos muchas. Si hay dos clases de psicólogos sociales (como escritores), entonces podríamos decir que unos son los que suben hasta la cima del monte Fuji y otros los que van y vienen (sin subir hasta la cima). Unos son los que vagan, caminan, husmean, piensan mientras caminan, y otros los que simplemente miran de lejos el monte Fuji (que bien puede ser la realidad, el mundo, la vida, lo que se estudia, etc.). Unos son los que hacen experimentos y aplican cuestionarios, y otros los que hablan con la gente sumergidos en tumultos y corriendo de la policía cuando es necesario. Unos son los que flotan (en el agua, no sobre tierra firme), y otros los que se hunden. Unos son los viejos y otros los recién llegados. Unos los que se han ido, otros los que se han quedado. Unos son los de best seller y otros los de más de un libro publicado. Unos son más técnicos y otros más interpretativos. Y así sucesivamente. Si usted es psicólogo social puede colocarse donde más a gusto se sienta (pero sea sensato y, si tiene dudas, mírese al espejo). Sepa que la corbata o el bolso caro no le ayudarán mucho a mentirse.

El psicólogo social que sube a la cima del monte Fuji es el de segundo orden. El que no lo hace es el de primer orden. Y que conste que el problema no es de usar números o palabras en el momento de investigar, sino de pensamiento (y de pensar). De pensar lo que se hace en el momento de la investigación y de reconocer (sensatamente) cuál es la posición del psicólogo social en el momento de indagar, preguntar, responder, informar, describir, relatar, contar, narrar, etc. Rom Harré, ese singular y brillante matemático y filósofo británico de origen neozelandés (a quien se le conoce en psicología social por sus destacadas contribuciones a lo que se denomina, hoy en día, giro discursivo), dijo que “sean cuales fueren nuestros juicios históricos, no hay duda de que en la segunda mitad del siglo XX se establecieron dos escuelas distintivas de psicología social. Hubo quienes miraron hacia las leyes universales de la interacción social, y hubo quienes creyeron que los patrones de la vida social eran predominantemente una cuestión de convenciones y costumbres culturales locales”. A decir de Harré, unos psicólogos sociales serían los buscadores de leyes universales (esos que sueñan con ganar un premio Nobel de psicología y no saben que no hay) y otros los estudiosos de las culturas locales.

No obstante, aún falta una pieza en el rompecabezas. Murakami también dice que los escritores son seres necesitados de algo innecesario y que los escritores no hacen falta en este mundo, aunque reconoce que hay quienes piensan lo contrario. Si trasladamos este dilema a la psicología social la cuestión se torna, por demás, interesante. Los psicólogos sociales serían esos seres necesitados de algo innecesario y que no hacen falta en este mundo. Le duela a quien le duela.

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