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Mi realidad no es una, sino varias realidades: Eduardo Villegas Guevara

Para el escritor y editor mexiquense, 2022 ha sido un año de buenas noticias: van dos celebraciones, un nuevo libro, además una nueva designación académica. Hemos conversado con él.

Julio, 2022

En las dos veintenas de libros publicados, Eduardo Villegas Guevara ha ejercitado con soltura géneros tan diversos como la narrativa, poesía y dramaturgia. En este 2022, de hecho, ha sumado un nuevo poemario a su bibliografía: Astillas de luna tierna. Pero no sólo eso. Este año, además, ha llegado a las seis décadas de vida; también ha sido designado como nuevo subdirector de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma Chapingo; y la editorial que fundó Cofradía de Coyotes cumple 15 años de existencia. Víctor Roura ha conversado con él, y, asimismo, recuperamos unas líneas que don Arturo Trejo Villafuerte le dedicó al escritor y editor mexiquense.

Nació hace justo seis décadas, en mayo de 1962, en Chimalhuacán, Estado de México, si bien su familia es tamaulipeca y estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en la Ciudad de México. Se ha desempeñado en varios cargos directivos, como la jefatura del Departamento de Fomento Cultural del Ayuntamiento de Nezahualcóyotl y la subdirección de Difusión Cultural de la Universidad Chapingo, que hoy ocupa. De igual modo, ha sido becario del Conaculta en la especialidad de cuento en distintos años y recibido premios literarios al por mayor por sus dos veintenas de libros construidos en géneros tan complejos como la narrativa, poesía y dramaturgia. Venerado en Colombia por sus piezas poéticas, Eduardo Villegas Guevara es, asimismo, el director editorial de Cofradía de Coyotes que este año cumple tres lustros de fabricar libros, unos 200 a la fecha con diversos títulos con un alcance, aproximado, de más de 150,000 ejemplares impresos. El viernes pasado recibió un homenaje en la Cámara de Diputados del Estado de México por su trayectoria y quehacer culturales. Esta es una charla cien veces interrumpida e inconclusa con el propio Eduardo Villegas Guevara en la cual se vislumbra tanto su inquietud como sus intereses literarios. A pesar de tratarse de una entrevista inacabada, decido darla a conocer precisamente por el aniversario número 15 de su Cofradía de Coyotes, editorial independiente cuya labor es admirablemente ingente. Y para celebrarse su sexagésimo aniversario, que cumplió el pasado 20 de mayo, estrena un nuevo poemario: Astillas de luna tierna (Cofradía de Coyotes, 2022), exhibiendo su imparable alud creador literario.

Arreola, Chumacero y Montemayor, sus lectores

—En Los breves días, el libro número 40 de Eduardo Villegas Guevara, lo volvemos a captar en la narrativa, el género que lo viera nacer literariamente a sus 25 años de edad con Las orillas del asfalto, que obtuviera en 1987 el Premio Nacional de Testimonio Chihuahua, el primer galardón de una serie casi consecutiva, hasta 1991, de reconocimientos escriturales, logrados sin la bendición o el consenso de un grupo en el poder cultural, lo cual es, sí, prácticamente una hazaña inimitada en México. La literatura debe hablar por sí sola, por supuesto. ¿Cómo fueron los comienzos literarios de Eduardo Villegas Guevara, quién o quiénes lo animaron a escribir, por qué escogió el camino de las letras?

—Asistí regularmente desde 1982 al taller de poesía en la Casa del Lago con Alejandro Aura. Nos ponía a leer de todo, pero lo mejor para mí fue que no le rehuía a ciertos temas ni escrituras. Por ejemplo, apreciaba lo que para otros sería la “cursilería” de Agustín Lara, él nos compartía sus virtudes y uno terminaba viéndolo como un poeta excelso. Nunca me pareció pretencioso y seguí en contacto con Alejandro Aura hasta su triste desaparición en España en 2008. Luego, estuve descubriendo y martillando metáforas con Alberto Blanco en su taller de poesía y con René Avilés Fabila en el taller de novela y en cuento con Orlando Ortiz; los tres muy comprometidos con los chavos de la época en aquellos talleres de la Subdirección de Servicios Culturales del INBA. Yo me formé con ellos, y con la gente del teatro. Tengo que reconocer a Emilio Carballido y a Luisa Josefina Hernández, como los que me enseñaron a leer y a escribir dramaturgia. Siempre fueron gente muy generosa la que tuve a mi alcance y a los que sin pena alguna les mostraba mis escritos y luego fueron increíblemente orientadores. Además de sus consejos, me obsequiaban libros o me orientaban en mis lecturas. Siempre tuve un cuadernito a la mano para anotar autores y libros, hasta que llegué a sentirme muy culto, jojojo.

“En esos años, don Víctor Sandoval comenzó a alentar los premios literarios nacionales de literatura y también hubo talleres en todas las ciudades importantes de nuestro país. Entonces, ya tenía como cinco años en sus talleres de la calle de Dinamarca y, aparte de invitarme a los encuentros de jóvenes escritores, me propuso como candidato al Premio Nacional de la Juventud. Ahí vino mi dichosa condenación, por llamarlo de alguna forma. Nunca gané ese premio, pero a cambio recibí dos veces una Mención Honorífica en Creación Literaria con el presidente entregando el pergamino, pero lo mejor fueron los jurados. Fíjate nada más, estimado Víctor Roura, a mis 24 y 25 años me leyeron Juan José Arreola, Alí Chumacero y Carlos Montemayor. (Al menos eso creo, pues no hubieran firmado el dictamen, digo yo.)

“Las dos veces me quedé en la orillita de ese premio gracias a dos libros de cuento, aunque escribía, según yo, poesía y dramaturgia. (¿Quieren saber quiénes obtuvieron tal distinción?) En ambas ocasiones, mientras los busqué para agradecerles su apoyo, siempre recibí halagos; Arreola, con una palmada en el hombro, diciéndome algo así como ‘Hay que vitaminar a las musas’ y, como en 1985, también había premiado un libro mío para niños y lo recordaba, lo escuché decirme:

“—Siga usted escribiendo para los infantes.

“Con Chumacero fue otra tonada: recuerdo al maestro hablándome del whisky (teachers) y enseñándome a decir ‘Salud’. Y, finalmente, Montemayor:

“—No se preocupe, joven; creo que yo tampoco he ganado ningún premio y no por eso he dejado de escribir: la realidad me lo impone.

“Y mi realidad no era una, sino varias realidades. Quizá por esos tres enormes autores no he dejado de escribir. En efecto, estoy marcando este 1987 como una fecha importante en mi escritura. Porque, finalmente, el Premio Nacional de Testimonio fue un reconocimiento que me otorgaron Germán Dehesa, Javier Solórzano y Emiliano Pérez Cruz, quien sería desde entonces un gran aliado en la literatura que le tengo dedicada al barrio, que no es otro que Nezayork. Aunque en los dos años anteriores, 1985 y 1986, ya estaba completamente metido en la escritura de diversos géneros literarios. Fue una petición y orientación de mi madre, siempre orgullosa de su estado, quien me dijo que primero concursara en Tamaulipas. Así que hice caso a mi progenitora. Obtuve el Premio Juan B. Tijerina, en cuento, y el Premio Estatal de Novela Corta Carlos Gonzales Salas. Luego, fue que le entré a los premios nacionales y creo que le paré en 1990. Ya no participé en concursos, aunque sí solicité varias becas y me otorgaron algunas. Los libros que escribí con esos apoyos siguen inéditos, pero siempre cumplí con mis proyectos literarios”.

“Me fui convirtiendo en algo parecido a un trovador de la palomilla”

—En 1990 recibes el Premio Gilberto Owen por El blues del chavo banda, un libro que marcara a toda una generación por su contenido que en esos momentos nadie se atrevía a escribir no porque no quisiera sino porque le faltaba la experiencia de vida en esos complejos circuitos juveniles. Las historias contadas en El blues…, valga la necesaria apreciación distante de los tiempos, es un libro clave en la literatura nacional, como en 1973 representaron a la juventud las novelas Se está haciendo tarde de José Agustín y Las jiras de Federico Arana. ¿Cómo se adentra uno en los pormenores de la cultura juvenil, cómo cronicar la esencia juvenil de determinada época, por qué escribir de ella, para qué?

—Primero que nada te agradezco la relación que estableces entre mi libro El blues… con esas fabulosas y, para mí, memorables novelas. Se está haciendo tarde (final en laguna), de José Agustín, y con Las jiras, de Federico Arana. Ambas obras, en mi formación lectora, me resultaron libros muy leídos y releídos. Siempre admiré la profundidad (el carácter) psicológica que guardan los personajes de José Agustín; no tenían que ser de una clase alta ni del viejo mundo, sino algo totalmente cercanos a nosotros. En esa novela, además de su lenguaje tan certero, me resultaron personajes de gran relieve y desarrollados con una profunda escritura. Por otro lado, con Arana me deleité con su profundo humor y con su garra narrativa; es decir, la trama me atrapó desde el principio. No puedo dejar de mencionar el aspecto musical. Finalmente debo asumirme como un músico frustrado y ellos sabían hacer estupendas melodías con sus palabras. En ambos autores, el aspecto musical nunca fue un mero pretexto sino se nota una base muy racional y totalmente artística. De ahí que yo haya merodeado en distintos ritmos y mis andanzas me dieran para tararear un blues con las voces de mi barrio.

“Cuando me preguntas, cómo se adentra uno a la cultura juvenil, pues te diré que, más que adentrarme, en realidad fue lo que me tocó vivir. Mis maestros venían con las secuelas de la onda jipiteca, y yo las asumí desde morrito. Creo que me corté cuando estaba en su apogeo la música y la moda punk. Además de vestirme como la ocasión lo ameritaba (con mis pantalones llenos de parches o de etiquetas para cubrir los agujeros reales), asistí a muchas tocadas. Conocí todos los hoyos fonquis, y desde los viejos Dug Dugs y el Three Souls hasta el sensacional Chac Mool, sin olvidar que, con los cuates del barrio, participamos en la corretiza masiva en Puebla cuando vino Queen. También pasamos por Rod Stewart en el Corregidora y yo, que andaba de roquero profesional, me pude colar al Gran Salón del Hotel México para escuchar a The Police con un rock que me pareció muy distinto al de otras bandas. Durante todos esos años hubo obras que salían de los libreros de los amigos y de los profes. Fueron muy diversas y muy oportunas aquellas manifestaciones intelectuales que llegaban a nuestras manos. No sé, estaban Herbert Marcuse con El hombre unidimensional o La muerte de la familia de David Cooper. Llegaba un fragmento de La puerta del Infierno de Rodin a Bellas Artes o las esculturas inspiradas en el Chac Mool de Henry Moore. Tuvimos tardes maratónicas de cine de arte, sin dejar de lado las revistas de los chavos Conecte y mis historietas populares. En todas estas manifestaciones había un público muy juvenil y ahí estaba el barrio, también haciendo sus manifestaciones. Los héroes fueron gente como los que conformaban Tepito Arte Acá. Armando Ramírez o Felipe Ehrenberg. Para quienes los jóvenes podían contar de buena manera. Sin hablar del lado oscuro de la época; ya sabes, la policía del Negro Durazo sobre los chavos defeños y el Barapem [Batallón de Radio Patrullas del Estado de México] de Alfredo Ríos Galeana en el Edomex, que competían para pintarnos un horizonte muy negro a los chavos de aquellos años. Sin embargo, el rock nos parecía algo más que ruido y comenzábamos a buscar algunas traducciones y, desde luego, nuestros autores abrevaban de esa música y tenían una clara conciencia política. Los jóvenes no estuvimos tan descabezados.

“Cuando me preguntas por qué escribir de la juventud, de la tribu, sólo me recuerdo en esos tiempos como la pandilla, la flota, la banda. Diré que escribir es una respuesta a la manipulación que los chavos veíamos, tanto en la prensa como en la televisión. No sabían nada de nosotros. Nos ponían a decir barbaridades en los programa y éramos casi tarados en las crónicas de algunos periodistas. Chavos sumidos en el chemo, porque ni siquiera tienen para alguna droga más cariñosa. Nosotros nos reímos y seguíamos armándola desde dentro. Buscábamos líderes y nos acompañaban en nuestros proyectos culturales y hasta sociales. Algún día, pensábamos nosotros, se darán cuenta de que sabemos mucho más de lo que piensan. Claro, desde entonces ya tenía mis libretas llenas de aventuras, y de ahí me fui convirtiendo en algo parecido a un trovador de la palomilla. Cuando mis valedores descubrieron que escribía sobre ellos (es decir, sobre nosotros), me pidieron echarle un ojo. ¡Chales!, fueron mis críticos más despiadados, pero al mismo tiempo llenos de generosidad. Me hicieron ver lo falso de mis visiones y, al mismo tiempo, me orientaron para decir sus verdades.

“¿Para qué escribir de ellos, sobre todo cuando muchos de ellos ni siquiera llegaron a darse cuenta de que aparecieron en un libro? Pues, siempre me lo he preguntado y siempre termino diciéndome que si no lo hubiera intentado yo, nadie más lo hubiera hecho. Sin embargo, te puedo decir que me han leído jóvenes ya de distintas generaciones y siguen viendo algo auténtico en esas historias. Sin afán de ser protagónico, tenemos pocos testimonios que hablan desde dentro de la banda. Antes de mis libros, invité a varios investigadores, sociólogos, fotógrafos para que nos conocieran en nuestro elemento. Esta sí es la banda, les decía yo, con sus drogas y su rocanrol. Salieron algunos buenos trabajos. Cómo La banda, el consejo y otros panchos, de mi cuate Fabrizio León, donde salgo como personaje. O libros como uno de mi carnalito Hugo Serna, que se llama Subterráneo fonqui. Pero mis cuadernos de doble raya siempre me pidieron que me animara a compartir mi visión. Algo, de todo lo que llevo escrito en la vida, vio la luz en El blues… Y en otro libro, llamado En las orillas del asfalto. Así que siempre me interesó que los chavos tuviéramos una expresión propia, porque ninguno de nosotros éramos copia de nadie más, ni siquiera en la moda, ni en el lenguaje, ni en la música. Por eso, también admiraba mucho y sigo queriendo al buen Choluis, sus letras, su voz, todo lo que hacían en el grupo Trolebús, me parecía muy certero y cercano a nuestros sentimientos. Y ese era mi propósito, expresar en mis cuadernos todo lo que sentíamos sin cortapisas de ningún tipo. Luego ya fui entendiendo que también podía convertirme en un escritor y me puse a darle a la lectura y a la escritura sin respirar siquiera. Creo que no he parado desde mis 15 años, cuando le entré con ganas al rocanrol y terminé testimoniando algo de esa gran manifestación juvenil, netamente popular”.

Eduardo Villegas Guevara. / Foto: Jeanne Enríquez Salgado.

Adolescencia poética

—Tan no te has detenido en la creación literaria que ya has llegado al libro número 40 con Los breves días, que acaba de editar el Instituto de Cultura de Tamaulipas, un volumen que congrega 24 relatos que conmocionara a nuestro amigo, recientemente fallecido, Arturo Trejo Villafuerte, quien escribió en el prólogo que el libro, dividido en dos partes, muestra “una gran variedad de roles sociales”: la mitad de los cuentos se adentra en el mundo masculino mientras que la otra mitad atiende las vicisitudes femeninas. De cronista de la banda, ¿el literato ha pasado a ser, con el paso del tiempo, un mirador agudo de la vida misma? Porque lo mismo narra que poetiza. ¿Cómo Eduardo Villegas Guevara dio el salto hacia la poesía? Porque incluso en varios círculos eres más conocido como poeta que como narrador…

—Mi adolescencia transcurrió cerca de los grandes encuentros de poetas de todo el mundo, que venían a la Ciudad de México y a otras ciudades, como Morelia o Monterrey. Me resultó difícil entender qué era la poesía, pues me encontré ante múltiples voces. Me tocaron los poemas de Efraín Huerta, digamos su Transa poética, o Árbol adentro de Octavio Paz, entre otros poetas enormes de nuestro país. Sin olvidar a Jaime Sabines, te diré que, junto a Eduardo Cerecedo, poeta de mi generación, coincidíamos en que don Rubén Bonifaz Nuño era de una estatura inconmensurable. Hubo tanta poesía en aquellos años y yo me puse a tallerear muy bien con Alejandro Aura y Alberto Blanco, que me gustaron mis propios versos. Desde luego, ya me había acercado al magisterio de Raúl Renán gracias a mi amistad con Arturo Trejo Villafuerte. Pero, además, dentro de los modernistas, que creo haber leído muy bien, tenía una admiración secreta por José Asunción Silva. No sé si me haya influido, pero de que lo admiraba y releía, eso nunca podría negarlo. Así que me propuse visitar su tumba y leerle algunos poemas de mi autoría. Cuando por fin realicé ese viaje, mis amigos colombianos, seguramente en gratitud, me editaron mi primer poemario. Desde entonces, me siguieron invitando como poeta. En fin, tengo muchos amigos latinoamericanos que me han dejado aullar mis versos y yo lo he hecho con singular alegría…

Los breves días

Arturo Trejo Villafuerte

[Editado por el Instituto Tamaulipeco de Cultura en el año 2020, en la cuarta de forros el poeta Arturo Trejo Villafuerte (Hidalgo, 1953-2020) escribió sobre Los breves días unos cuantos meses antes de partir de este mundo. Transcribimos la sugerencia literaria para traer de nuevo al amigo ausente y como homenaje al celebrado escritor y editor.]

Los breves días de Eduardo Villegas Guevara es una ilusión que se reencuentra a sí misma. Por un lado, están las historias donde los personajes centrales son hombres de distinta condición: el niño, el adolescente, el hombre maduro y el anciano ante sus abismos. Una segunda mirada, quizá llena de desconcierto, resulta de los sucesos protagonizados por mujeres. Los relatos muestran una gran variedad de roles sociales: la hija, la novia, la esposa, la madre, la abuela y hasta la bruja misteriosa. Hombres y mujeres, además de mostrarse físicamente, manifiestan su papel dentro de la sociedad. Así tenemos 12 cuentos en la primera parte y otros 12 en la segunda: 24 historias unidas por una prosa exacta, descripciones vitales y párrafos con sus ritmos bien meditados. La biografía del autor siempre ha estado marcada por el encuentro de la provincia y sus encantos ante la ciudad donde abundan calles mágicas. En la brevedad de estas minificciones se concentra la sustancia de una vida perfectamente invertida en la esperanza. Recordemos aquel viejo dicho: Lo bueno, si es breve, siempre resulta mejor. Esta es la principal característica del libro: los detalles colocados con eficacia. La intensidad se reconoce en el tiempo tan prolongado en que estas historias se fueron escribiendo.

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One Comment

  1. Recordar estos pasajes ha sido muy grato, al llegar a mi sexta década. Desde luego debo agradecer a Víctor Roura el tiempo dedicado y le hago la promesa de proseguir la charla en algún momento, porque no pudo hable de muchas otras cosas. Así que mientras tanto les mando un cordial aullido desde Metepec, Estado de México; desee Palmillas, Tamaulipas y desde Ipiales, Colombia que son lugares donde atrapo a mis musas. Sin olvidar a los cuates con los que crecía en Nezayorck.
    Gracias, Salidad de Emergencia

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