Schulze y Vangelis: luto en la música progresiva
En menos de un mes, la música pop ha perdido a dos grandes figuras (sobre todo de la experimentación electrónica-progresiva): el pasado 26 de abril partía de esta tierra Klaus Schulze, músico y compositor alemán vinculado en sus inicios al krautrock y la denominada Escuela de Berlín. Miembro fundador de grupos como Tangerine Dream o Ash Ra Tempel, su carrera en solitario consta de más de 60 álbumes, que hoy quedan como herencia. Muchos lo consideraban el “Padrino del Tecno”. Por otra parte, hace unos días se anunció el fallecimiento de Evángelos Odysséas Papathanassíou, es decir: Vangelis. El compositor griego —que magistralmente se movía entre los sonidos electrónicos, orquestal, ambient, new age y rock progresivo— había cumplido 79 años en marzo pasado. Autor de docenas de álbumes electrónicos, era conocido sobre todo por sus audaces bandas sonoras. Víctor Roura aquí los recuerda…
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Aunque ellos se hubieran negado a considerarse roqueros en una expresión abarcadora, sin duda tanto Klaus Schulze (Alemania, 4 de agosto de 1947 / 26 de abril de 2022) como Vangelis (Grecia, 29 de marzo de 1943 / Francia, 17 de mayo de 2022), a pesar de su amplio trabajo como tecladistas progresivos (incluso el primero como fundador de la banda Tangerine Dream, precursora del movimiento vanguardista del rock europeo), su música siempre estuvo ligada a la escudería roquera: ambos compositores crearon álbumes que ahora son hitos vitamínicos del rock sin ataduras. Independientemente de su colosal obra junto con el vocalista Jon Anderson, pieza esencial de la agrupación británica Yes, a Vangelis se le vincula, sobre todo, con filmes ya clásicos como Chariots of Fire, 1492: Conquest of Paradise o Blade Runner, pero su producción fonográfica alcanza los casi 70 álbumes. Schulze, por el contrario, con su sintetizador cargado de futurismo, creó discos inigualables como Androgyn o Rheingold entre más de medio centenar de impetuosas grabaciones. Con la partida de ambos excelsos músicos, el rock pierde aún más algo de su vena poética, que no otra cosa es, o la representa, el rock —denominado— progresivo basado, sobre todo, en las expresiones sonoras con atmósferas inalcanzables de músicas experimentales o escasamente exploradas acercándose, incluso, a la tipificación de la música nueva… anteponiendo, por supuesto, los elementos azarosos de la música electrónica que fundara, en julio de 1970, la asociación alemana Kraftwerk fundiendo, o fusionando —con rebosada imaginación—, la ingeniosa aleatoriedad de la ingeniería electrónica con la acústica roquera.
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En abril de 2002, con el irrealizable festival dedicado a la música tecno, denominado Tecnogeist (que los mal informados propagaban, evidentemente errados, que su acepción se debía, vaya simplismo, al filme Poltergeist, cuya propia referencia lleva consigo su carga frívola: la cinta es supuestamente diabólica), el país retornó a su pasado nebuloso donde el oscurantismo gravitaba alrededor de las, siempre pospuestas y cancelables, políticas juveniles. Si ese año la música tecno era la que hacía hervir el espíritu de los jóvenes (que eso, y no otra cosa, significa “tecnogeist”), no por ello había de crucificarse esta expresión roquera, tal como se hizo disciplinadamente en el pasado con los sucesivos cambios de ritmo. Si en esa ocasión les tocó el turno a los no músicos congraciarse con la masa, el problema no eran ellos sino, en todo caso —si es que pudiera considerársele en realidad un problema, que lo dudo—, la dependencia juvenil hacia los canales sonoros de la indiferencia musical: la estrecha y alicaída educación musical llegó al colmo de la resignación auditiva, es decir la uniformidad generacional ha sustituido (o va en vías de suprimir) a los escuchas exigentes. No en vano los dj, los programadores de la música (alterando o deformando las versiones originales), ocupan el lugar de los músicos: su ensordecedora reiteración instrumental (riffs prolongados, minimalismo exultante, percusiones de largo aliento, teclados casuales, venturosos) no deja opción a la elección reflexiva.
La música electrónica, entendida entonces en México, era la fiesta permanente, la oportunidad de liberar sin pausas el frenesí de pertenecer a una colectividad reglamentariamente análoga a cada participante —lo homogéneo era una admirable invención de la tecnología virtual—, los semejantes eran, o son, uno mismo al grado de que, a diferencia de los “viejos” conciertos de rock (por eso se dice, con absurda e irreverente frecuencia, que suenan a “nostalgia” las presentaciones de solistas como Eric Clapton o John Fogerty y grupos como The Eagles… ¡y hasta King Crimson!), lo importante no era, no es, ni siquiera, la propia música sino el goce fusionado, el saber que en efecto todos están imbuidos en la “globalización” etérea de la atmósfera sonora.
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Si bien el rock, desde un principio, se distinguió de los géneros que lo antecedieron —por su fenomenal barullo masivo, por su entrega a los satisfactores comunales, por esa nación simbólica que representaba, por una vez, a la juventud del mundo—, con el consistente desarrollo de esta música los gustos fueron expandiéndose y abarcando, más aún, numerosos públicos, de modo que los conciertos fueron orillando a la gente a conformarse, o dividirse, en exquisitas audiencias: el heavy metal para los metaleros, el punk para los punquetas (o japipunquetas; así, en femenino, vaya uno a saber por qué), la new wave para los nuevaoleros, el grunge para los grungeros, el dark para los darquetos (aquí sí en masculino, vaya uno a saber por qué), el hip hop para los hipoperos, el rap obviamente para los raperos.
No es sino hasta la aparición del tecno, probablemente con una definición mayormente nítida a mediados de los noventa (pese a su existencia a partir de 1970 con la mágica aparición europea de Kraftwerk), cuando por fin esta lejana semilla del rock vuelve a envolver a la clase juvenil, que ya no enteramente roquera (pues los tecnos lo mismo escuchan —sin ganas de discutir las razones de sus globalizados gustos musicales— a cualquier dj que los haga bailar sin descanso y les viene importando un comino si en la consola están remezclando la versión de ése y aquél poperos que nunca antes les había llamado la atención), lo que en los sesenta y setenta eran éstos lo sitios de mala nota, vulgares e incluso prostibularios. La música tecno volvió a unificar, como en los principios del rock, a los jóvenes en su concepto multitudinario, pero si en un comienzo estas multitudes eran observadas con temor por las autoridades debido a su identificación ideológica, esta reunificación a principios del siglo XXI (“galvanización” tal vez sería mucho mejor decir, por su cercanía con su exaltada energía) parecía deberse, sobre todo, a una ceremonia inexplicable de amalgama festiva: mientras todos estuviéramos apretados, la celebración podía continuar (y no importaba si coincidíamos o no con nuestras respectivas aspiraciones en la vida). La música es el fondo del reventón, no la forma de la apoteosis, no su esencia desgarradora; si antes los grupos trataban de conceptualizar un álbum completo, ahora cualquiera puede grabar un disco —por lo regular volátiles, mediocrizados, ocurrentes— con una sola canción exitosa aprobada por la mayoría. De ahí que los compactos empezaran a contener una disparidad y desigualdad sorprendentes (y sorprendían —o aún sorprenden en esta etapa de su difuminación del mercado discográfico— porque sin importar que fueran tan disparejos, encontraban siempre a miles de receptores cautivos que los acogían con benevolencia, aunque los olvidaran un año después).
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El tecno, sin que el fiestero posea carta cabal sobre el asunto, acompaña las fiestas, no son su fundamento. Y esta regla se comprueba cuando se le pregunta a un joven quién está interpretando la música que en ese momento se escucha en las ruidosas bocinas. No sabe. Seguramente no lo sabe. Son tantos los exponentes, y tan desconocidos (pero tan semejantes entre sí), que no acertará a decir su nombre. Puede ser cualquiera. Pero eso es lo de menos. Lo trascendental de una fiesta tecno no son los intérpretes sino el ambiente, la convivencia, el reven, el coto, la querencia, lo chido del júbilo expansivo. Después de todo, la música electrónica en México era, es, casi siempre la misma.
Era, es, raro sentarse a escuchar la música tecno. No era, no es, posible, y es una proeza hacer lo contrario: terminar un disco (por muy bueno que sea) sentado en el sofá delante del modular. La música electrónica tiene la notable particularidad de que, para su elaboración, no requiere de gente avezada, ni experta en conocimientos musicales, ni egresada de los conservatorios. Era el turno, digo, de los no músicos (y eso no quiere decir del todo que no hubiera entre ellos verdaderos instrumentalistas, verdaderos conocedores de la música), que a veces, gracias a su intuición ecléctica, a su don olfativo, construían, o construyen, portentosos fragmentos sonoros: el tecno es, de muchos modos, la búsqueda —aunque no haya un cabal entendimiento de esta aparente aseveración ilógica— del afortunado azar musical. Los músicos electrónicos ocasionalmente hallaban, después de una ardua excavación, un sonido que era, sencillamente, un diamante en bruto, y lo explotaban durante varios interminables minutos para, luego, pasar a buscar más joyas sonoras dentro de su laboratorio experimental. La música tecno, más que un oficio o inclinación composicional consciente, era una eventualidad… pese a ser una actividad programable. Y allí estaba gente como precisamente Vangelis o Klaus Schulze para corroborar que la música electrónica era, es, parte inefable del arte musical, acaso incomprensible para los desechadores de las minuciosidades creativas, porque la invención de lo tecno es, debía serlo, un reto para la imaginación de un compositor comprometido con su vocación.
De luto está, efectivamente, la música por la pérdida de estos dos grandes creadores de la aleatoriedad instrumental, muertes prácticamente ignoradas en los noticiarios cotidianos para el infortunio de las humanidades.