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Si consideramos que el agua es una mercancía, estamos perdidos: Joaquín Araújo

«Somos agua que piensa» es el más reciente libro del naturalista: un homenaje a este elemento vital, y, también, una denuncia por el maltrato y la explotación temeraria que sufre.

Septiembre, 2022

Ha plantado tantos árboles como días ha vivido, unos 25.000. Ha sido comisario y autor de 30 exposiciones, director y/o guionista de 340 documentales y ha hecho unos 5.000 programas de radio y dado unas 2.500 conferencias. Su permanente compromiso con la defensa de la Natura ha sido reconocido a través de 51 premios, entre ellos el Global 500 de la ONU y el Wilderness Writing Award. Con su particular lenguaje entre lo divulgativo y lo poético, en su más reciente obra que ya circula en librerías —Somos agua que piensa—, Joaquín Araújo rinde su particular homenaje a un elemento vital: el agua; pero, al mismo tiempo, es una denuncia también por el maltrato y la explotación temeraria que sufre. El periodista Manuel Ligero ha conversado con él.

“Mientras hablo contigo estoy tocando el tronco de un alcornoque que planté hace 45 años”, dice al otro lado del teléfono. Joaquín Araújo (Madrid, 1947) no se cansa de admirar la belleza natural que le rodea. Hace casi medio siglo que vive en la sierra de Las Villuercas, una comarca al sudeste de la provincia de Cáceres [Extremadura, España] rodeado de exuberantes bosques, arroyos, montañas y animales, tanto domésticos como salvajes. Allí pastorea a sus cabras, cultiva su huerta y escribe sus libros.

El naturalista, periodista y divulgador dedica el último de ellos, Somos agua que piensa (publicado en la editorial Crítica), al líquido elemento. En él reflexiona, con su habitual prosa poética, sobre las diversas formas de ese H2O imprescindible para la vida, cíclico y generoso, que ha sido torturado durante años, secuestrado, envenenado, mercantilizado, despilfarrado y saqueado hasta la extenuación. Entre otros muchos impactos, el calentamiento global está fundiendo el agua congelada de los polos y los glaciares, favoreciendo un letal bucle de retroalimentación: la superficie blanca del hielo contribuye a rebotar la luz solar. Así, a menos hielo, más radiación, más calor, más desiertos y menos vida.

Esto que le hacemos al agua nos lo hacemos a nosotros mismos. Estamos hechos básicamente de agua, como todo lo que comemos, como la naturaleza que nos rodea. «Todo lo que vive es odre disfrazado: ¡Agua por dentro!», escribe Araújo.

—¿Qué cambios ha podido ver en Las Villuercas en los últimos años? ¿Hay signos que se puedan atribuir directamente al cambio climático?

—Son incontables. Suelo hablar de ellos en mis conferencias y en mis escritos. Por supuesto, hay miles de estudios científicos que lo corroboran, pero gracias a la propia vivencia, al hecho de haber vivido casi medio siglo en un lugar concreto, y como compulsivo observador de la naturaleza que soy, he podido reunir de primera mano una cantidad enorme de datos sobre alteraciones de patrones. Plantas, invertebrados, anfibios, reptiles, aves, mamíferos… Todos han experimentado algún tipo de cambio significativo. Destaco, sobre todo, lo que pasa con la vegetación. Las plantas son interlocutores muy contundentes. Las jaras, que deberían empezar a florecer ahora, lo hicieron en febrero. Otro ejemplo: como agricultor, de media siembro la huerta un mes antes que hace 45 años. Si no lo hiciera así no tendría la cosecha deseada. Para mí era impensable hacer eso antes de mediados de mayo. Además, por mucho que quisiera correr, era imposible porque estoy a 800 metros de altura. Pero ahora tengo que hacerlo a mediados de abril.

—Los expertos mencionan a menudo la altura como un indicador muy preciso de los impactos del cambio climático. Sobre todo en especies que viven en climas fríos y que tienen que ascender para sobrevivir hasta que se quedan sin espacio y mueren.

—Claro. Y al contrario, especies que se extienden porque aumenta el área cálida. El tomillo salsero, en esta tierra, apenas superaba los 800 metros. Ahora ya hay tomillo salsero a 950 metros. Esa escalada por las pendientes de especies que son muy termófilas es algo muy llamativo. Un ejemplo más: las golondrinas, ese animal tan plástico, que es, además, un indicador biológico de primera categoría, ha adelantado un mes su llegada a las zonas de nidificación aquí en Extremadura. Ni más ni menos que un mes en 40 años. Pero de todo lo que sucede, el signo más desgarrador es la floración otoñal. Tengo más de 200 datos recogidos sobre floraciones de árboles primaverales en pleno otoño. Muchos de ellos de las especies más rústicas, más emblemáticas de la formación mediterránea, como las encinas o los alcornoques. El 30 de octubre del año pasado encontré un montón de encinas florecidas. La floración de las encinas es ahora, en abril. Cuando un árbol es condenado a equivocarse por culpa del clima, es condenado también a fracasar. Porque una floración de otoño jamás va a dar fruto.

—Peter Wohlleben, el autor de La vida secreta de los árboles, dice que lo mejor que podemos hacer por los bosques es dejarlos en paz, que ellos saben curarse solos. ¿Con el agua ocurre lo mismo? Estoy pensando en los obstáculos a los que tiene que enfrentarse, en forma de embalses fundamentalmente.

—El agua tiene capacidad de autodepuración. Es fascinante. El disolvente universal, el líquido de la higiene, de la limpieza, tiene una extraordinaria capacidad de limpiarse a sí misma. Pero, claro, cuando hablamos de «dejar en paz al agua» no nos referimos sólo a que corra libre, quiere decir también dejar de contaminar, dejar de abusar de ella… En resumen, evitar las infinitas torpezas que se cometen contra lo más esencial para la vida, que es el agua. En líneas generales, y coincidiendo con lo que dice el taoísmo, lo que tiene verdadera sabiduría es el mundo de la Natura. Yo, como agricultor, rindo pleitesía a las plantas porque son las mejores agricultoras. ¡Las que saben crecer son las plantas! Nos pasamos la vida presumiendo de que hacemos cosas, pero dejar hacer a la planta es la mejor actitud posible. Y, sobre todo, no forzar, no torturar al mundo natural.

Joaquín Araújo en una imagen de 2019.

—Lo que ocurre es que estamos en una encrucijada: ¿cómo podemos generar energía limpia sin embalses? Y la pregunta vale lo mismo para los aerogeneradores, que tienen tanto impacto visual y natural. ¿Cómo lo hacemos?

—Un aerogenerador en la línea del horizonte de un paisaje que aún está vivo es un desastre estético y ético. Pero ya hay tantas zonas destruidas por completo… Y la mayor parte de los parques eólicos planificados están vinculados a algunos de los mejores parajes naturales que nos quedan. Y no nos queda tanta naturaleza. Lo vemos aquí en mi propio país. El concepto de la «España vaciada» puede inducirnos a error y llegar a pensar que aún queda mucho territorio disponible. Pero cuando observas el tema en profundidad, y cuando las informaciones sobre el cambio climático son tan rotundas, llegamos a la conclusión de que prácticamente habría que declarar sagrado hasta el último metro cuadrado que tenga hierba. Lo necesitamos para moderar la temperatura y la extinción en masa que se está produciendo. Pero también hay ejemplos de cómo hacerlo bien. Muchas veces nos dejamos llevar por el desánimo y nos lamentamos diciendo: «¡Ay, es muy difícil! ¡No hay solución!». Sí hay soluciones.

—Pónganos algún ejemplo, por favor.

—El mejor parque eólico de España está en Gran Canaria. Ahí se pusieron los aerogeneradores entre las fábricas. ¡Ojalá pudiéramos poner medio millón de aerogeneradores! De momento, sólo tenemos 30.000. ¿Por qué no hay aerogeneradores en todos los polígonos industriales del país? ¿Por qué no van también a lo largo de las autovías? Además, en cuanto a energías limpias, la solución ideal es la fotovoltaica, con diferencia. ¡Pero también estamos ocupando territorio, incluso el de magníficas dehesas, enclaves esteparios con especies únicas, para instalar granjas solares de cientos de hectáreas! ¡Pero si con cubrir la mitad de los tejados de España con placas solares ya tendríamos asegurado el autoabastecimiento!

—¿Y con los embalses qué hacemos?

—Casi nadie sabe que en Alemania y en Estados Unidos están derribando embalses, porque se ha exagerado extraordinariamente su proliferación. La energía hidroeléctrica está muy bien, es muy limpia, de acuerdo. Además, en este país mío cada vez llueve menos. Pero el año pasado se vaciaron embalses para quemar más gas y cobrar más cara la factura de la luz. Y los embalses no están para eso. Están para otra cosa. Y ya hay más que suficientes para producir hidroenergía, no hace falta construir más. Lo que hay que hacer es aprovechar mejor los que ya tenemos. Y, por último, en torno a la energía hay algo que a veces se nos olvida: que hay un margen de ahorro espectacular.

“Pero volviendo al tema del agua, creo que lo más importante que digo en el libro es que el agua libre, el agua que sigue su ciclo hídrico natural, el agua que discurre por los ríos y que impregna las raíces de los bosques, es infinitamente más importante, más productiva y más necesaria que cualquier agua sometida a un uso productivo, industrial, agrícola o doméstico. Porque produce vida. El agua lo que hace es crear vida por todas partes”.

—Se pudo ver muy bien cuando se abrieron las compuertas del Manzanares, en Madrid. Empezaron a aparecer especies que no se veían allí desde hace décadas: la garza, el martinete, el martín pescador…

—Por cosas así hay un movimiento mundial a favor de los ríos libres, de los ríos limpios. ¡Ríos con vida! Por todas partes hay iniciativas así. Pero, claro, si consideramos que el agua es un recurso, estamos perdidos. Ese concepto de mercancía, de algo para la utilidad exclusiva de los humanos, es lo que ha llevado al medioambiente al estado en el que está.

—Sobre eso… yo creo ver un fino hilo anticapitalista que recorre todo el libro, aunque usted no lo exprese así. ¿Estoy en lo cierto?

—Es obvio, es obvio.

—¿Y por qué no es más explícito?

—Los llamamientos, directos y contundentes, contra el sistema económico son algo que ya está en boca de mucha gente. Yo suelo hacer caso de una propuesta de Ortega y Gasset, aunque él no fuera nada progre. Él decía que lo más pedagógico es sugerir. Entre “me cago en el capitalismo” y “miren ustedes lo que está sucediendo”, pues creo que lo segundo es bastante más operativo. Y, de vez en cuando, decir: “Ojo, esto está sucediendo porque hay personas que lo promueven”.

Las dudas de un documentalista veterano

Joaquín Araújo ha realizado más de 340 documentales. Debutó en el medio de la mano del más célebre divulgador de la naturaleza que ha habido en España. En 1975 recibió una llamada que le cambió la vida, la de Félix Rodríguez de la Fuente, para trabajar con él en la Enciclopedia Salvat de la Fauna Ibérica y Europea y en los reportajes de El hombre y la tierra. Formó parte de su equipo hasta su muerte en 1980, tras la cual fue el encargado de terminar todos sus trabajos, audiovisuales y escritos, inconclusos. Ya en solitario, escribió, dirigió y presentó otros programas como El arca de Noé, La nave Tierra o Las tareas del agua. Pero tras toda una vida dedicada a difundir en televisión el amor por la naturaleza y su conservación, le asaltó una duda. ¿Y si le había salido el tiro por la culata?, pensó cierto día, a bordo de un tren, cuando una preciosa bandada de grullas alzó el vuelo y un pasajero dijo en voz alta: «¡Mira, mira, parece la televisión!».

Terror. «Casi me entraron ganas de apostatar», escribe en Somos agua que piensa. Aquel hombre, aquella frase, acababa de invertir el orden lógico: «Confundía la minúscula parte con el inmenso todo. Lo empaquetado con lo libre. En fin: lo verdadero con lo falso».

—Qué momento, supongo…

—Fue casi una suerte de epifanía. Tuve una crisis, en serio. Porque he hecho muchísimos documentales, y yo creía que haciendo documentales acercábamos la realidad, le dábamos consideración, respeto, difundíamos un conocimiento. Pero lo que estábamos haciendo es alejar todavía más la realidad del público general. Si eso ha pasado con los documentales, imagínese lo que está pasando con las redes sociales.

—Me recuerda usted a Charlie Brooker, el creador de Black Mirror. Su serie criticaba los abusos de las nuevas tecnologías pero acabó provocando el efecto contrario, así que la abandonó.

—Y lo entiendo. Cuando yo escuché esa frase en aquel tren me dije: «Dios santo…». Tuve varios días de depresión.

—Cuando usted empezó a hacer documentales con Félix Rodríguez de la Fuente, él era una de las personas más famosas de España. Durante la Transición, el gobierno de UCD le ofreció entrar en política y él se negó. ¿A usted no le han tentado, sobre todo desde que hay partidos verdes como Equo o como Alianza Verde?

—Sí, sí, me han tentado varias veces.

—Y también se negó.

—Sí. Una vez incluso me propusieron ir de número 1 por Madrid. Lo que significaría que, en el muy improbable caso de haber ganado, ¡sería la primera opción para ser presidente del Gobierno! [Risas] Yo entiendo que hago mucha más y mucha mejor política haciendo lo que hago. Colaboro con todas las organizaciones que me lo piden, pertenezco a 34 oenegés distintas, doy más de 100 conferencias al año por norma, más los artículos, los libros… Y luego, lo más importante: no sólo predico sino que practico lo que propongo. Planto árboles, cultivo la tierra de forma orgánica y soy autosuficiente en el plano energético gracias a un sistema fotovoltaico. Todo eso me parece que es ser más político que los políticos.

—El libro, toda su obra en realidad, está impregnada de poesía, son textos reflexivos y sentimentales más que científicos. ¿Esto le ha valido críticas por parte de otros colegas naturalistas?

—Alguna tarascada me he llevado, sí. A veces de muy mal gusto. Pero han sido pocas. Hay gente, sobre todo entre quienes son exacerbadamente racionalistas y ultracientíficos, que casi se lo quieren tomar a broma. Ignoran que los mejores científicos de la historia, como por ejemplo Einstein, decían que la ciencia, en el tiempo que nos toca vivir, tiene un punto límite en la generación de comprensión. Y que alcanzado ese punto pues ya sólo queda la poesía para acabar de comprenderla. De comprender la vida, de comprender la belleza. Yo siempre he escrito así, desde mi primer artículo, que debe ser de 1968. [Risas] Ese primer texto de divulgación científica ya era prosa poética. Sencillamente soy consecuente con que la impresión que produce la contemplación de la naturaleza es extraordinariamente hermosa, y que la belleza hay que expresarla de forma artística. Y eso es poesía.

—Bueno, para que no se moleste nadie, pasemos a algo más científico. En la pasada campaña electoral francesa casi todos los partidos asumían que la energía nuclear es la única posible para afrontar la emergencia climática. Pero se necesitan cantidades monstruosas de agua dulce para enfriar los reactores y esa agua, una vez calentada, vuelve al medio fluvial. ¿Qué efectos tiene eso en la biodiversidad?

—Un agua más caliente potencia la proliferación de un determinado tipo de organismos. Y esos organismos pueden convertirse en patógenos para otros que necesitan una temperatura inferior. La energía nuclear es algo tan absolutamente improcedente, tan antihumano, tan irracional, tan peligroso para el conjunto de lo viviente que, sólo por eso, tendríamos que haber hecho caso al propio Enrico Fermi. Él estuvo a punto de destruir todos sus estudios sobre lo nuclear porque se dio cuenta de lo que podría causar. Desde el punto de vista ético es lo más injusto que se pueda imaginar, porque genera unos residuos peligrosos durante 15.000 o 20.000 años. Mientras haya terremotos, mientras haya tsunamis, mientras haya accidentes como los ya constatados [Harrisburg, Chernóbil, Fukushima…] o mientras haya cabrones como Putin, que puede lanzar un proyectil que pegue en una central nuclear, no se puede poner ni un euro ahí. Hay que cerrarlas todas cuanto antes.

—Con el tiempo, muchos países (como España) ha aprendido a ser más compasiva con los animales. ¿Por qué cree que esa compasión no se ha hecho extensiva a todo el medio natural, a los árboles, al agua, al aire?

—Hemos mejorado mucho en el trato a los animales, eso es cierto. Pero hay que tener en cuenta que el animalismo, como movimiento y como fenómeno social, está asociado a entornos urbanos y a clases acomodadas con mascotas. Lo cual está muy bien. Yo fui presidente del Proyecto Gran Simio y entiendo perfectamente la sensibilidad que tienen, tanto la de esa especie tan cercana a nosotros como la de todos los animales. Aquí mismo tengo a mi perro, encantador, que está deseando ponerse a jugar conmigo. Pero me parece aún más importante contemplar las cosas en su totalidad. Eso cuesta muchísimo más. Hacerse amigo de las jaras o de los cantuesos o de la misma hierba del prado que alimenta a las cabras y que permite hacer el queso exige otro grado de profundización. Lo mío, mi amor a mi mascota, está muy bien, pero hay que ampliar el foco, tener una mirada panorámica.

—Supongo que eso forma parte de la cultura rural que usted siempre reivindica.

—La cultura rural, como está prácticamente extinguida, se echa de menos. Y sería realmente remediadora contra el cambio climático y la extinción masiva. No es totalmente inocente, la cultura rural también cometió sus atropellos, pero creó los vínculos entre la naturaleza y el crecimiento. Eso supone una sabiduría imprescindible que ahora nos vendría muy bien. Por un lado, dejando a la naturaleza hacer lo que sabe hacer, y por otro, siendo cuidadosos, como ha sido la cultura rural durante milenios.

—Además, tiene un vocabulario riquísimo que usted recoge en su libro. Las diferentes formas de llamar al nacimiento del agua son preciosas: venero, hontanar, alfaguara, chortal…

—He escrito varios libros sobre el agua y en uno de ellos puse todos esos sinónimos juntos. ¡Y aquello era ya, en sí mismo, un poema! La simple enumeración de estas palabras, que son tan hermosas, era un poema. Lo hice en una serie de libros caligrafiados.

—Casi le diría que lo de escribir a mano es también una postura política. Es una forma de oponerse a la velocidad del mundo moderno, ¿no?

—Sí, de alguna manera, es un acto de rebeldía. Hay un término que yo uso mucho y que espero que algún día apruebe la RAE. Es muy revolucionario: lentear. Que es ser voluntariamente lento [risas].

—Bueno, con atalantar, que es dar calor, dar cuidados, ya lo ha conseguido.

—Esa ya existía. Yo sólo he trabajado para resucitarla y puedo presumir de que casi lo he conseguido. Llevo muchos años terminando todos los programas de radio y las conferencias con un “gracias, y que la vida te atalante”.

[Entrevista publicada originalmente en “Climática”, suplemento de la revista La Marea; es reproducida aquí bajo la licencia Creative Commons.]

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